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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Hitler
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Siete Días Ilustrados
1970

 

 

El sobre llevaba escrita, en grandes letras, una sola palabra: Barbarossa. Era un homenaje, ya que Federico II Barbarroja fue uno de los más poderosos emperadores de origen alemán en la Edad Media. Y también una amenaza: en el interior del sobre, varios mapas y folios escritos describían el plan teutón para la conquista de Rusia, tal como había sido concebido por el mismísimo Adolfo Hitler. El proyecto Barbarossa tenía el número 21 en los ficheros del Alto Mando germano (OKW), y estaba fechado el 18 de diciembre de 1940. El 22 de junio del año siguiente -en pleno verano europeo- 180 divisiones de ejército empezaron su avance hacia el Este, penetraron casi 400 kilómetros en territorio soviético, se alegraron ante la aparentemente fácil conquista. De pronto, se encontraron con una pared: todas las fuerzas rusas tan sólo habían estado ganando tiempo, esperando a su aliado de todas las épocas, el invierno. Kiev y Stalingrado fueron el primer indicio de que aquello era una gran trampa. El frío y la nieve hicieron lo suyo, dificultando el apoyo logístico nazi. El sobre caratulado Barbarossa significó un homenaje y una amenaza, pero también una inesperada sentencia de muerte: la campaña en el frente oriental no terminó con un paseo triunfal de Hitler por las calles de Moscú, sino con las tropas del mariscal Zhukov ocupando Berlín. Detrás de la suicida aventura quedaban 12 millones de aliados muertos (de los cuales 7 millones eran rusos) y algo más de 5 millones de soldados del Eje (entre ellos 3.500.000 alemanes) obligados a morir en una guerra imposible.
Detrás de esos sucesos, una personalidad psicótica y abrumadoramente fuerte -la del austríaco Adolf Hitler, hijo del hijo natural de una sirvienta y ex soplón profesional de la policía, luego enganchado como cabo en el ejército y desde 1933 amo de Alemania- dominó la situación europea, derramó favores y horrores, cambió la historia y la geografía, la economía y la política del mundo entero. Durante más de una generación fue una figura absoluta, sin fisuras: enteramente diabólico para sus enemigos y sus víctimas, del todo perfecto para sus seguidores. Recién en los últimos años -aunque ya pasaron 25 desde el día en que decidió desposar finalmente a Eva Braun y pegarse un balazo en el paladar- algunos testimonios permitieron reconstruir sin apasionamientos su vida privada (de la que todavía poco se sabe), sus costumbres, domésticas, su relativa intimidad de entrecasa. La biblioteca preexistente -Cameron & Stevens, Konrad Heiden, Ernst Hanfstaengl y Franz Jetzinger casi agotaron la escasa información disponible, en parte resumida en el libro de Shirer: Apogeo y caída del Tercer Reich- se enriqueció en los últimos meses con el testimonio de Albert Speer, que ahora tiene 61 años y que fuera uno de los más grandes arquitectos alemanes, ministro nazi de Armamentos y amigo personal de Hitler.

EL ARTISTA FRUSTRADO

Según han sugerido algunos estudiosos, para entender la personalidad desequilibrada del Führer es útil observar la seguidilla de conflictos y frustraciones que siguieron su vida antes de la asunción del poder. Nacido en una localidad cercana a la frontera bávara -Braunau am Inn- el 20 de abril de 1889, ya entonces trajo al mundo una primera humillación, la de un apellido harto dudoso: su padre, Alois, era bastardo y legalmente hubiera debido usar el apellido materno, Schikigruber, Hitler no pudo terminar el secundario por malas notas y se fue a vivir a Linz, en el norte de Austria, convencido de que llegaría a ser un gran artista: en realidad, ni siquiera llegó a aprobar el examen de ingreso a la Academia de Bellas Artes, y debió ganarse la vida pintando postales. En 1913 se muda a Munich -tiene 24 años- y al año siguiente intenta enrolarse para la guerra, pero es rechazado en el examen físico por inepto. En un segundo intento es aceptado: en el frente se comporta con valor y recibe dos medallas; también es herido y sufre un ataque con gases de guerra, de tal modo que cuando la lucha termina él está en el hospital.
Del 18 al 33 transcurren los años de Intensa dedicación a la política.
Poco se sabe sobre su vida privada en esa etapa, aunque algunos indicios permiten suponer que fue informante de la .policía. El resto de sus ingresos provenía de sus cargos rentados en el partido nazi y de su sueldo como redactor del diario partidario Vötkischer Beobachter. De esa época datan sus más firmes amistades, su frustrada pasión incestuosa y el encuentro con quien habría de ser su compañera. Entre los primeros sé contaron Alfred Rosenberg, Rudolf Hess, Herman Göring y Julius Strelcher, además de Martin Bormann, su secretario privado. Después de pasar unos meses en prisión, en 1923, su posición política mejoró y también sus ingresos; su nuevo lugar de residencia, Obersalzberg, fue la ocasión para que invitara a vivir con él a su hermanastra Angela Raubal, que tenía dos hijas adolescentes. Una de ellas, Geli, parece haber sido una enfermiza pasión para el encumbrado líder: seducida según algunos, violada según los más, la muchacha escapó al asedio suicidándose en septiembre del 31. El consuelo llegó pronto para el frustrado galán: poco después conoció a Eva Braun, una empleada de tienda que devino su secretaria y amiga íntima, con indiscutida lealtad. Además, en enero de 1933, el anciano presidente Hindenburg le ofreció el cargo con que siempre había soñado: canciller -lo que en Alemania equivalía a primer ministro- y obvio sucesor del esclerosado mandatario. Un mes más tarde mandaba incendiar el Reichstag (Parlamento), inculpaba a un extraño bolchevique holandés y lograba poderes extraordinarios: ya era el amo.

EL NIDO DEL ÁGUILA

Sí entre el 29 y el 33 Hitler todavía usaba como lugar oficial de residencia un departamento de la calle Prinzregentenstrasse, en Munich, desde la subida del nazismo al poder se instaló definitivamente en la montaña. La villa, recostada sobre el cerro Obersaizberg y cercana a la ciudad bávara de Berchtesgaden, fue rebautizada como Berghof. Aunque la mansión estaba situada a 1.800 metros de altura, el Partido Nazi la consideró demasiado poco elevada para su morador, y en ocasión de un cumpleaños le obsequió el chalet Adierhorst (Nido del Águila), situado en la cumbre del monte Kehistein, a 2 mil metros: la casa principal y el chalet estaban comunicados por un camino asfaltado de 7 kilómetros y un ascensor adicional enclavado en la roca viva, provisto de ventilación especial, teléfono y un sillón rojo. La Berghof siempre contrastó con su propietario: construida en piedra y madera, recubierta en parte con mármol de Carrara, distribuida sobre dos amplias plantas de generosas dimensiones, albergó durante más de una década a un hombrecito ascético, de gustos pequeño burgueses, vegetariano, poco amigo del barullo, que jamás tomó una taza de café o de té y mucho menos alcohol, siempre vestido mediocremente.
La vida en la villa se caracterizaba por la sobriedad y a menudo el aburrimiento. Era rutina la visita de los ilustres vecinos: Göring, Hess, Bormann, Goebbels y Speer vivían en las inmediaciones, y con frecuencia compartían sus horas con el Führer; Bormann también había adquirido una granja que proveía a los demás de verduras, leche y manteca frescas. Según el arquitecto Albert Speer, liberado en 1966 de la prisión de Spandau -a donde lo envió por 20 años el tribunal aliado de Nüremberg-, los días casi siempre eran iguales. Hitler se levantaba a eso de las 11, pero su vida social comenzaba a la tarde, algo antes de la cena: solía comer con una veintena de invitados, casi siempre los mismos, y la comida era servida por un grupo de SS (vestidos de mozos, claro). Luego de la cena, los comensales pasaban a la sala de té, un salón circular de 8 metros de diámetro con ventanales estratégicamente ubicados frente al mejor paisaje. Después algunos invitados se retiraban, a veces acompañados por Hitler hasta la cercana playa de autos.
Los que se quedaban debían pasar entonces al living, donde el Führer penetraba en alucinantes monólogos; a veces se proyectaban viejos films, usualmente norteamericanos: entre un busto de Wagner en bronce y algunos óleos atribuidos al Tiziano, las conversaciones eran de obligada frivolidad, con el canciller elogiando la belleza de las actrices y Eva Braun haciendo lo propio con los actores. Las sobrias costumbres de Hitler no eran obligatorias para sus huéspedes: quien lo deseara podía beber buen vino o el mejor coñac, sin recibir más que algún leve, jocoso comentario del dueño de casa. El único incidente desagradable ocurrió cuando el anfitrión se enteró de que Rudolf Hess se hacía traer su propia comida de su casa, supuestamente a causa de un régimen estricto, pero en realidad aburrido de las insípidas comidas de Berghof: delante de todos le hizo notar que la villa contaba con excelentes cocineras que podrían prepararle un menú tan específico como deseara, una cortés pero tajante prohibición para las sibaríticas exigencias de su delegado.
Los fondos para el mantenimiento de Berghof y otros gastos del canciller eran administrados y recaudados por Bormann. Desde los primeros tiempos, el secretario privado del Führer se las arregló para utilizar cierta parte del dinero del Partido Nazi, y hasta llegó a cobrarle al correo una tasa por derechos especiales, ya que en las estampillas figuraba la imagen de Hitler. Quizás fue esa habilidad para conseguir dinero y repartirlo sabiamente -los gastos de otras personas, incluso los de Eva Braun, dependían de Bormann-, lo que le ganó a MB su status especial entre los allegados a la corte nazi.
Cuenta Speer en su reciente libro El Tercer Reich por dentro: "Lo que queda en mi memoria acerca de la vida social en Obersalzberg es de una curiosa vacuidad. En cientos de ocasiones en la sala de té no se habló más que de modas, de perros, de teatro y cine, de estrellas de opereta, en medio de interminables frivolidades acerca de la vida familiar de los demás. Hitler prácticamente nunca hablaba de los judíos, de sus opositores políticos dentro de Alemania, de los campos de concentración (cuestiones acerca de las cuales tomaba sus decisiones por sí solo). Posiblemente no hablaba de esos temas deliberadamente, ya que habrían quedado un poco fuera de lugar en medio de la prevaleciente banalidad".
Gracias a que las cuestiones graves estaban cuidadosamente separadas de la vida social, Hitler podía permitir cierto humor en torno suyo. Sus chistes solían ser burlones: se reía a costa de la afición de Göring por la caza diciendo que poca gracia podía tener matar animales, tan fácilmente y sin riesgo que hasta un gordinflón -Göring lo era- podía hacerlo. También los esfuerzos por dotar de una mística casi religiosa a las SS por parte de Heinrich Himmler lo movían a sarcasmo. "¡Qué contrasentido! Hemos llegado a una era sin misticismos para que él ahora quiera empezar todo de nuevo.

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en Berghof

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Hitler con Inge Ley
esposa de su ministro de trabajo

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recibiendo el saludo de sus dos secretarias al cumplir 52 años en 1941

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cuatro frecuentes invitados a Berghof, el fotógrafo Hoffman y el alcalde de Nüremberg junto a sus respectivas mujeres

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en Nápoles, acompañado por Mussolini (con una flor) y el conde Ciano (de espaldas)

Para eso más valía aguantar a la Iglesia: por lo menos tenía tradición". Otras bromas armadas por el Führer tendían a asustar al receloso ministro de Relaciones Exteriores, von Ribbentrop, siempre temeroso de que otras personas influyeran a Hitler en materia de diplomacia: con la complicidad obligada del subsecretario Walther Hewel, el dictador se complacía en fraguar siniestras conversaciones telefónicas que dejaban a von Ribbentrop desvelado días enteros. Con menor frecuencia los chistes tenían como blanco al propio Hitler, que no se mostraba molesto con ellos; según cuenta Speer, una de las secretarias del Führer solía imitar una de las muletillas de su jefe diciendo a propósito de algo trivial, el tiempo por ejemplo: "Hay dos grandes grupos de posibilidades: que llueva o que no llueva ... ". A la larga y cuando bromas y diálogos, monólogos y cumplidos se habían terminado, Eva Braun se acercaba a Hitler, le decía dos palabras al oído y se retiraba a sus habitaciones. Al rato el dueño de casa despedía a sus invitados y se retiraba.

EL DERRUMBE

Todos los testigos coinciden en señalar que esa vida no cambió desde 1933 hasta los primeros años de la guerra, y que los primeros signos de que algo dentro de la personalidad del Führer se estaba derrumbando se hicieron sentir hacia el invierno de 1941-1942 y en los meses siguientes. Si desde el comienzo de la guerra Hitler empezó a pasar cada vez más tiempo en el edificio de la Cancillería, en Berlín, hacia mediados del 43 prácticamente se había mudado allí con toda su corte. Su estado de ánimo fue cambiando en ese lapso, lo que no es sorprendente: después de llegar a su punto más alto, el imperio nazi empezaba a hacer agua.
Stalingrado, las primeras graves derrotas en el norte de África (incluido el duro golpe moral de 250 mil soldados alemanes que se rindieron en Túnez), las ciudades germanas arrasadas por los bombardeos, fueron sumiendo al dictador en un creciente mutismo. "Hasta ese momento -relata Speer-, él a veces mostraba desaliento. Pero, a mediados del 43 una curiosa transformación pareció operarse dentro suyo. Aun en los momentos más desesperados derramaba confianza en una victoria final. Cuanto más inexorablemente los hechos llevaban a la catástrofe, más inflexible se volvía, mas rígidamente se convencía de que estaba en lo cierto."
Si antes se las arreglaba para postergar bastante tiempo sus decisiones y al final tomarlas de sopetón, en los últimos años comenzó a echarse sobre los hombros un cúmulo creciente de responsabilidades, aun acerca de detalles menores. Esa sobrecarga de trabajo, y el conflicto íntimo entre su esfuerzo por demostrar seguridad y la realidad de los hechos militares, fueron volviéndolo cada vez más taciturno, más rígido. "Empezó a padecer momentos de total embotamiento mental, y estaba siempre irritable y cáustico. Si antes tomaba decisiones con una facilidad casi deportiva, ahora necesitaba forzar su cerebro exhausto para dar salida a las ideas", cuenta Speer.
En las últimas semanas, a pesar de sus 55 años, Hitler ya parecía un anciano, con dificultades para hablar y caminar. Los que lo rodeaban -incluso los jefes militares a los que había llamado "cobardes y mentirosos" cuando se atrevieron a insinuarle que las cosas andaban mal- comenzaron a escuchar en silencio sus órdenes, sin hacer nada para cumplirlas. "El seguía ordenando el desplazamiento de divisiones blindadas que ya no existían -recuerda Speer-, o imaginaba operativos aéreos cuando los aviones ya no tenían ni una gota de gasolina para despegar." La disciplina en torno suyo empezó también a decaer: sus invitados se quedaban dormidos en los sillones, los mozos seguían hablando con los huéspedes cuando el Führer entraba en el comedor, todos charlaban entre sí sin prestarle mucha atención. En cierto momento empezó a dormir no en sus habitaciones de la Cancillería sino en un bunker subterráneo diseñado por Speer, bajo metros y metros de cemento y tierra: decía que el ruido de los raids aéreos le impedía dormir. Pero también era una manera de irse acostumbrando a la tumba: el 20 de abril de 1945 celebró su 56º cumpleaños recibiendo a una pequeña delegación de la Juventud Hitlerista y repartiendo sonrisas y cumplidos entre los chicos; el 29 -ya con los rusos a escasa distancia del centro de Berlín- mandó llamar a un oficial de enlace bajo las órdenes de Goebbels y le hizo levantar acta de su formal casamiento con Eva Braun. De inmediato emitió un documento en el que designaba jefe de Estado al almirante Doenitz y jefe de Gobierno (canciller) a Goebbels. En las primeras horas del 30 se encerró en su alcoba con su flamante esposa: ella optó por el veneno, él prefirió un balazo; sus últimas instrucciones, dirigidas a Martin Bormann, ordenaban quemar los cadáveres.

 

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