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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Richard Nixon

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Siete Días Ilustrados
1969

 

 

NIXON: HACIA EL DIALOGO DEL SIGLO

El presidente estadounidense mantiene una imagen de cautela y moderación en política exterior, pese a las presiones opuestas de los pacifistas y los partidarios de las posiciones de fuerza. Se prepara a lograr la gran meta de su presidencia: un diálogo definitorio con la Unión Soviética, para concretar soluciones sobre desarme nuclear, Vietnam, Medio Oriente y Berlín, y garantizar la paz del mundo.
"Es como si nuestro abogado de familia, o el gerente del banco local que maneja nuestros ahorros, se hubiera instalado en la Casa Blanca", dijo la revista Time del presidente Richard Milhous Nixon cuando éste aún no llevaba dos meses en el poder. Subrayaba así la imagen de responsabilidad mesurada y calmosa que Nixon estaba logrando difundir entre los estadounidenses. Sin embargo, después de recordar que, durante su campaña electoral, el actual presidente había reclamado la presencia de un activista en la Casa Blanca, Time agregaba: "La queja más común contra Nixon no es que actúa mal, sino que actúa poco".
Más o menos para la misma fecha, James Reston, prestigioso columnista de The New York Times, se quejaba por las "medias medidas", las ambigüedades y los vaivenes de la política presidencial frente a dos problemas fundamentales, la guerra de Vietnam y la distensión con la Unión Soviética. Otros comentaristas agregaban a la lista de problemas exteriores candentes que enfrenta la administración Nixon de un modo demasiado reticente, trillado o poco definitorio, el conflicto de Medio Oriente, la situación de la NATO frente al Pacto de Varsovia, y el desarme nuclear.
Nixon dijo y sigue repitiendo que es preciso pasar "de una era de confrontación a una era de negociación". Por el momento, estas dos eras antitéticas coexisten en la nueva administración republicana. Al señalar la dualidad con que el gobierno de Nixon encara la política exterior, la revista Time sindicó como "los dos polos dentro del Ejecutivo" al secretario de Estado William P. Rogers y al secretario de Defensa Melvin Laird. Rogers ha sido definido por el propio Nixon como "el mejor negociador del mundo"; dentro de la misma línea militaría el asesor especial Henry Kissinger, muy escuchado por el presidente. En cambio, Laird, consustanciado con los puntos de vista del Pentágono, y con una carrera de congresal que le valió fama de halcón belicista, es el contrincante nato. También el subsecretario de Defensa, David Packard, ex dirigente de una importantísima empresa electrónica muy conectada con el Pentágono, parece formar parte del bando dispuesto a la confrontación.
Es cierto que Nixon se mueve con extrema cautela y parece querer mantener abiertas el mayor número de opciones mientras se toma su tiempo para decidir; también resulta evidente la "doble línea" en que fluctúa, mientras busca una vía intermedia de solución, como si creyera que el mejor camino es el que se aparta de los extremos. Pero no cabe afirmar que el presidente republicano no actúa; precisamente es en política exterior donde está dando pasos significativos, mientras mantiene por ahora congelada su estrategia para los problemas internos.

EN LA TRAMPA DE SANGRE

Aparentemente, Nixon no ha decidido con respecto a Vietnam si subrayará la posición negociadora o tomará actitudes más duras. Como bien lo hizo notar el columnista Reston, semejante ambigüedad corre el riesgo de enfadar por igual a los halcones, que todavía sueñan con una victoria militar, y a las palomas pacifistas. Enterrado en el pantano sangriento de Vietnam como en una trampa mortal, Lyndon Johnson perdió la Casa Blanca. Nixon no puede olvidarlo. Tampoco le permiten que lo olvide: a comienzos de abril, en las principales ciudades estadounidenses, decenas de miles de manifestantes volvieron a repudiar la guerra; unas mil trescientas mujeres vestidas de luto marcharon silenciosamente frente a la Casa Blanca. Por su parte, los halcones presionaban desde el Pentágono y a través de la prensa más conservadora.
Las pasiones desatadas en torno de esta espantosa guerra hacen difícil distinguir los pasos positivos dados por Nixon. Cuando a fines de febrero el Vietcong inició su nueva ofensiva del Tet en todo el país, el presidente no ordenó ninguna clase de represalias contra Norvietnam ni permitió un aumento significativo de la actividad militar estadounidense. Otro punto importante a favor: el ablandamiento del régimen de Saigón. En noviembre del año pasado la férrea negativa del binomio Thieu-Ky de reconocer como parte autónoma en las negociaciones de París al Frente Nacional de Liberación bloqueó las tratativas y produjo un largo período de estancamiento. En abril de este año Thieu anunció que estaba dispuesto a tener entrevistas privadas con el FNL. Aunque todavía falte mucho para advertir las consecuencias de esa nueva toma de posición, significa de todos modos un dramático vuelco dentro de un régimen obstinadamente pétreo que hasta entonces había encarcelado a quienes osaban aconsejar contactos con los comunistas.
Lo mas importante es que Estados Unidos, mientras habla en París de un retiro simultáneo de tropas con los norvietnamitas, parecería dispuesto a dar el ejemplo sin exigir inmediata reciprocidad. El halcón Melvin Laird anunció el 3 de mayo que los EE.UU. ponían tres condiciones para ir sacando sus contingentes de Vietnam: un acuerdo sobre retirada mutua, un mejoramiento de las fuerzas survietnamitas para que puedan cargar con el mayor peso de la lucha, y una reducción sustancial del nivel de actividades del Vietcong y los norvietnamitas. Lo novedoso de su declaración estuvo en un pequeño agregado: "Es preciso que se cumplan las tres condiciones, o por lo menos cualquiera de ellas".
Los observadores occidentales coinciden en considerar que esta concesión de Laird se acerca bastante a una aceptación lisa y llana del retiro unilateral estadounidense, y que constituye un duro espolonazo para el gobierno de Saigón. Las circunstancias llevan a la administración Nixon a una creciente flexibilidad, aunque no se abandona del todo la línea dura: el 4 de mayo, la aviación estadounidense bombardeó sin tregua la zona desmilitarizada entre ambos Vietnam.
Se prevé que el retiro de tropas estadounidenses se limitará a unas pocas decenas de miles de hombres prescindibles. Este retiro con cuentagotas servirla para presionar en París a Hanoi y al FNL, y resultaría muy provechoso para consumo interno, a fin de aplacar la opinión pública estadounidense, sin debilitar sustancialmente la potencia militar de EE.UU. en Vietnam. Durante los diez primeros meses consecutivos a la apertura de negociaciones en París, murieron diez mil soldados norteamericanos. Palomas y halcones coinciden en reclamar a Nixon que detenga la hemorragia. Un arreglo rápido del problema de Vietnam parece utópico: como lo señalo el periódico conservador Los Angeles Time, el presidente republicano compartiría la óptica de Charles de Gaulle, en el sentido de que una solución definitiva sólo se encontraría en el marco de la antigua Indochina, es decir, englobando también a Laos y a Camboya, cuyo líder, el príncipe Norodom Sihanouk, rompió relaciones con EE.UU. en 1965.
Por eso, Nixon decidió iniciar un acercamiento, prometiendo reconocer las fronteras camboyanas litigadas por sus vecinos. Sihanouk reaccionó agradeciendo ''al presidente Nixon y al gran pueblo estadounidense por ese gesto de equidad y de justicia hacia Camboya", y sugirió el restablecimiento de relaciones a nivel de encargados de negocios. Pero, por una vez, el cauto Nixon había hablado demasiado pronto: los vecinos de Camboya protestaron, y la Casa Blanca diluyó su oferta en vaguedades que hicieron enfurecer a Sihanouk. Aún falta bastante para que se tiendan otra vez los puentes entre Phnom Penh y Washington.
En torno al centro neurálgico de Vietnam y a su marco de Indochina, se juega toda la política asiática de Nixon. Pronto Gran Bretaña abandonará sus compromisos militares en Asia; renunciará a su prestigio imperial para volcar sus fuerzas en la defensa de Europa occidental, a la que ansia integrarse. Serios obstáculos se oponen al plan estadounidense de que sean los mismos asiáticos, liderados por el Japón y asistidos por Australia y Nueva Zelandia, los que contengan el avance del comunismo. Por otra parte, cargar con la defensa de los intereses occidentales en Asia en momentos en que el pueblo estadounidense exige limitar los compromisos exteriores puede ser suicida para Nixon.
Algunos observadores han insinuado que los EE.UU. podrían buscar la cooperación soviética en Asia. Es una conjetura demasiado atrevida, aunque la moderación con que Nixon trató la última crisis con Corea del Norte y su inmediato pedido de cooperación a la URSS, revelan un deseo de comprometer a Moscú en el mantenimiento de la paz dentro del continente asiático. La Casa Blanca ha dicho que no tomará partido en el diferendo chino-soviético, pero se muestra decidida a mantener a China comunista fuera de las Naciones Unidas, lo que enfría toda posibilidad de distensión entre Washington y Pekín: esto no desagrada a los rusos, jaqueados por los maoistas.

COMO APLACAR EL FUEGO

"Con respecto a Vietnam y hasta al problema del Asia en su conjunto, hay más coincidencias que espectaculares innovaciones entre la nueva administración republicana y la vieja administración demócrata", afirman ciertos críticos de Nixon. Pero admiten que hay divergencias más claras en la aproximación al conflicto de Medio Oriente, una inmensa hoguera potencial cada día más amenazadora.
Durante bastante tiempo la proposición francesa, avalada por los soviéticos, de que los Cuatro Grandes se reunieran para elaborar conjuntamente una solución al conflicto árabe-israelí había rebotado contra la sólida negativa de Washington. Finalmente, el cambio de elenco en la Casa Blanca facilitó el sí de los Estados Unidos. Fue un sí sujeto a condiciones: primero, las tratativas se realizaran dentro del marco de las Naciones Unidas; segundo, los Cuatro se limitarían a trazar una propuesta común, sin el menor tinte cohercitivo, que sería sometida a consideración de las partes en pugna por el mediador de la UN, Gunnar Jarring.
La base de las conversaciones sería la resolución de noviembre de 1967 emitida por el Consejo de Seguridad de la UN: reclama una garantía árabe a Israel de su derecho a existir como nación y a navegar aguas internacionales, a cambio de una retirada israelí de los territorios ocupados. Como la resolución había sido apoyada por los Cuatro Grandes, parecía brindar una sólida vía de acuerdo. Sin embargo, cuando en abril comenzaron las entrevistas semanales cuatripartitas entre los delegados a la UN, Charles Yost de los EE.UU., Yakov Malik de la URSS, Lord Caradon de Gran Bretaña y Armand Bérard de Francia, se advirtió que los cuatro deberían jugar a las visitas durante muchas semanas antes de lograr una coincidencia.
Washington sostiene que no es realista reclamar del Estado judío un retorno total a sus anteriores fronteras; sabe que Israel está decidido a conservar Jerusalén y a mejorar su trazado limítrofe. Sabe también que las presiones que realice sobre Israel alcanzarán sólo un efecto restringido, simplemente porque no puede presionar a fondo a se aliado del Medio Oriente. Pero el republicano Nixon tiene las manos mucho más libres que cualquier presidente demócrata para manejar el conflicto. Lo demostró cuando el rey Hussein de Jordania inició el 7 de abril una nueva visita a Estados Unidos, para defender otra vez el punto de vista árabe.
Nixon dedicó especiales agasajos y grandes alabanzas a su visitante, del que dijo: "Es un hombre de sabiduría y de moderación". Hussein le retribuyó afirmando que el presidente norteamericano "deseaba llegar a una paz justa y equitativa en Medio Oriente". Le traía además un regalo en sus alforjas: por su intermedio, Nasser se manifestaba dispuesto a garantizar a Israel la navegación por el golfo de Akaba y el canal de Suez, concesión hasta ahora nunca explicitada. Eso sí, ni el líder egipcio ni el rey jordano aceptarían negociar directamente con el Estado judío.
Semejante restricción no perturbó demasiado a Nixon. A largo plazo, espera convencer a Israel de que se avenga a negociar indirectamente con el enemigo, a devolverle parte de los territorios ocupados y a dar a los refugiados palestinos alguna compensación. Calcula que la URSS terminará colaborando para que a su vez los árabes transen en aceptar lo que a juicio de ellos es una mini-solución.
El correr del tiempo no parece favorable al planteo del presidente republicano: mientras las hostilidades fronterizas no dejan de agravarse, a comienzos de mayo los jefes de Estado árabes decidieron articular un frente común contra Israel.

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Se ven obligados a actuar duramente, por reacción ante los guerrilleros palestinos que enfervorizan a las masas árabes monopolizando la bandera de la reivindicación armada. Lo que alarma por igual a los EE.UU. y a la URSS es que la guerrilla palestina resulta muchísimo menos peligrosa para Israel que para la estabilidad de los gobiernos árabes, como lo prueba la casi permanente crisis libanesa y la tambaleante situación del trono jordano. De todos modos, por ahora Nixon intentará persistir en su "vía intermedia": elegir incondicionalmente el bando israelí le pondrá en dificultades con el lobby petrolero de su país y sobre todo obstaculizaría el logro de una confiable distensión con la URSS (que por otra parte detesta a tos guerrilleros palestinos y los moteja de trotskistas).

COMO LICUAR EL HIELO

Si en el Medio Oriente el problema es circunscribir y amenguar el fuego, con respecto a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (que el 4 de abril cumplió veinte años de existencia) el propósito de Nixon es lograr un gradual deshielo frente al Este.
Al tomar la palabra el 10 de abril, durante las celebraciones realizadas en Washington por el cumpleaños de la NATO, hija de la guerra fría, el presidente exhortó a "vivir en el mundo de hoy y en la realidad actual". Recordaba así que las grandes potencias nucleares ahora son dos, y no exclusivamente los Estados Unidos como ocurría en 1949, cuando bajo su gran paraguas atómico se cobijaron once naciones occidentales —Bélgica, Canadá, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña, Holanda, Islandia, Italia, Noruega y Portugal—, más tarde imitadas por Grecia, Turquía y Alemania Federal.
Nixon insistió: "Debemos deshelar nuestros viejos conceptos del Este versus el Oeste". Hasta quebró su habitual sobriedad bordando una frase de efecto destinada a resonar en Moscú: "Todos nosotros estamos dispuestos a trasformar el puño de la autodefensa en la mano de la amistad". Pero aconsejó impedir que "la distensión se vuelva desilusión", manteniendo cautela en el acercamiento hacia el Este: para llegar lejos convenía ir despacio. Estaba sugiriendo así la línea que seguiría la NATO ante la propuesta de las naciones europeas agrupadas en torno de la Unión Soviética en el Pacto de Varsovia, que el 17 de marzo invitaron a los países occidentales a "una conferencia paneuropea de seguridad y coexistencia".
La invitación comunista implicaba la disolución paralela de los dos bloques, el de la NATO y el del Pacto de Varsovia. Ya hacía dos o tres años que esta posibilidad tentaba vigorosamente a algunos países miembros de la NATO. Pero la invasión soviética a Checoslovaquia reforzó el atlantismo de las naciones más remisas, incluyendo a la Francia de De Gaulle, con beneplácito de la administración demócrata estadounidense. En los últimos meses, el nuevo equipo de la Casa Blanca, aunque mantuvo la fórmula de protestar por las continuas violaciones soviéticas a la soberanía checoslovaca, pareció resignarse ante el hecho consumado y hasta aceptar secretamente que la URSS se manejara a su arbitrio en su bloque. Por su parte, algunos países occidentales como Canadá volvieron a experimentar la tentación de tomar distancias frente a la NATO.
El comunicado expedido el 12 de abril por el Consejo Ministerial de la Alianza Atlántica fue un triunfo del punto de vista estadounidense, que considera necesario mantener en todo vigor la NATO mientras no se logre una coincidencia amplia y concreta con la URSS en cuanto a desarme. Soslayando una respuesta directa al Pacto de Varsovia, la NATO se limitó a "propugnar el aumento de las relaciones bilaterales entre los países del Este y del Oeste", con el objeto de ir detectando los caminos viables de cooperación. Pero descartó cuidadosamente la propuesta comunista de dialogar de bloque a bloque. El diálogo fundamental será el de Moscú y Washington, a solas.
En su primer acto de política exterior (el viaje a Europa Occidental realizado a fines de febrero), Nixon pudo detectar las gravísimas dificultades que impiden el cumplimiento de una de sus aspiraciones: la integración armónica y eficaz del Oeste europeo. Pero logró consolidar los lazos entre Washington y cada uno de sus aliados, y sobre todo consiguió vía libre para su futuro diálogo con la URSS. Desde este punto de vista, su viaje a Europa fue un éxito. Con la promesa de constantes consultas a sus aliados, aparentó renunciar a las pretensiones hegemónicas de los EE.UU. como líder de Occidente, mientras confirmaba en la práctica su papel dé único interlocutor válido frente a la URSS. Obtuvo el premio de su arte de guardar las formas: la .prensa occidental alabó sin restricciones al nuevo Nixon, moderado y casi humilde.

COMO NEGOCIAR ENTRE SUPERGRANDES

En la Casa Blanca, actualmente, todo se subordina al proyectado diálogo con la URSS, que tal vez pueda iniciarse dentro de unos tres meses. Mientras tanto, la Conferencia de Desarme de Ginebra, que este año entra en su octavo período de sesiones, es un excelente lugar para ir clarificando posiciones y limando asperezas con el atractivo paisaje suizo como telón de fondo. La URSS hace gala de buena voluntad: el 20 de enero, día en que Richard Nixon tomó el poder, Moscú se apresuró a manifestar que estaba dispuesta a retomar las negociaciones sobre armas nucleares, tanto ofensivas como defensivas. Cortésmente, sugirió a la nueva administración que se tomase todo el tiempo necesario para prepararse a negociar. Pero recordó la "nefasta teoría de John Foster Dulles, de que era preciso negociar siempre en posición de fuerza", para refutarla enérgicamente. Implicaba un llamado de atención a Nixon a fin de que aplicase frenos al Pentágono y a los halcones que figuran en su elenco ejecutivo.
El 14 de marzo, cinco días antes de que comenzara la Conferencia de Desarme de Ginebra, los halcones parecieron apuntarse un tanto a favor, cuando el presidente Nixon anunció que propiciaría la construcción de un sistema de anti-misiles para defender a los EE.UU. de un ataque nuclear. Lo denominó Salvaguardia, para diferenciarlo del sistema Centinela heredado de la administración Johnson. Se trataba de una barrera nuclear delgada (la espesa que propiciaba el Pentágono era inmensamente cara) que no defendería ya ciertas ciudades, como en el caso del Centinela, sino exclusivamente los almacenes de cohetes Minuteman, para mantener intacta la capacidad de respuesta nuclear de los EE.UU. Una tormenta se levantó en el Senado y repercutió en los más importantes periódicos estadounidenses, y Nixon conoció el amargo sabor de la primera oposición sistemática. Algunos kennedistas exagerados llegaron a decir: "¿Tenemos en la Casa Blanca a Ricardito el Moderado o al Doctor Insólito?".
La URSS reaccionó con sorprendente mesura ante el anuncio de Nixon. El 19 de marzo presentó un proyecto de tratado de desnuclearización total de los fondos oceánicos y marítimos, como primicia-sorpresa para la apertura de la Conferencia de Desarme de Ginebra, que aglutina a los EE.UU., la URSS, Brasil, México, Gran Bretaña, Canadá, Italia, Bulgaria, Checoslovaquia, Polonia, Rumania, Etiopía, India, Nigeria, Suecia y la RAU (Francia se abstiene de concurrir a las sesiones). Varios expertos occidentales coincidieron en afirmar que el tratado propuesto por la URSS podría tener una importancia todavía más vital que el de no-proliferación nuclear, ya ratificado por ochenta y cinco naciones.
El gigantesco revuelo que provocó el anuncio presidencial del sistema Salvaguardia, impidió que se prestara atención a la carta enviada por Nixon cuando comenzó la Conferencia de Ginebra. Como el proyecto de tratado de desnuclearización de los fondos oceánicos había sido dado a conocer a la Casa Blanca por Moscú, antes de su presentación en Ginebra, Nixon pudo manifestar su "acuerdo en principio" para analizarlo y discutirlo entre los diecisiete países asistentes. En su carta había una recomendación que fue poco comentada, pese a su enorme importancia: la de estudiar la manera de controlar las armas de guerra química y biológica.
Desde 1964 este tema es absolutamente secreto y la opinión pública estadounidense y mundial carece de información al respecto, aunque cientos de millones de dólares anuales son gastados en estudios de armamentos químicos y biológicos. Las seis mil ovejas que murieron el año pasado en Utah por un gas letal con el que estaba experimentando el Pentágono, no lograron quebrar la muralla de silencio. Se consideró que la propuesta de Nixon era el primer intento por publicitar el espinoso tema: en síntesis, significaba un tanto a favor de las palomas del elenco presidencial. Es decir que cinco días después del anuncio del sistema Salvaguardia, las palomas lograban una suerte de empate con los halcones.
Otro paso hacia la distensión lo dio Nixon en la Conferencia de Desarme, cuando su delegado tomó una inesperada iniciativa; los EE.UU. olvidaron su exigencia de que "el bando contrario" tenga derecho a supervisar la producción de uranio y plutonio enriquecidos destinados a armas nucleares, y consintieron en que esa fiscalización quede a cargo de una entidad neutral, la Agencia Internacional de Energía Atómica, (AIEA), con sede en Viena. La sorpresa de la delegación soviética fue notoria: siempre habían considerado que la exigencia estadounidense implicaba legalizar el espionaje nuclear del bando contrario.
La medida de Nixon, grata a las palomas, no atemorizó excesivamente a los halcones. Ellos, igual que el presidente republicano, saben que hoy se cuenta con espías electrónicos muy sofisticados (por ejemplo, satélites) capaces de realizar perfectamente la tarea de detección y de inteligencia, sin necesidad de recurrir a espías de carne y hueso. La concesión de Nixon, en el fondo, no es más que una prueba de pragmatismo y de buen sentido, al descartar un obstáculo que ya se ha vuelto innecesario.
En abril, los delegados soviéticos y estadounidenses se reunieron varias veces para analizar los aspectos técnicos del proyecto por el cual se pondrían los explosivos nucleares a disposición de los otros países no nucleares, a fin de que sean utilizados con propósitos pacíficos. Era otro pequeño avance en el camino que lleva a abolir la pesadilla atómica, sin descartar los usos positivos de la energía nuclear.
Analizando toda la política exterior de Nixon, parecería que ha mantenido el equilibrio pese al juego de tira-y-afloja a que están lanzados palomas y halcones. Por eso sorprendió a muchos su temprana y casi premiosa decisión de instalar el sistema antibalístico Salvaguardia. Robert Kleiman, un editorialista de The New York Times, tiene una teoría original y seductora, que merece conocerse. Según Kleiman, a Nixon no le interesaría negociar con la URSS solamente sobre control de armamento nuclear o convencional. Ambicionaría mucho más: convertir el encuentro en el diálogo del siglo, en el cual quedarían zanjados los problemas principales que angustian al mundo.
Nixon creería posible llegar a un acuerdo definitivo con la URSS sobre el medio Oriente, Vietnam y el Sudeste de Asia, y el status de Berlín. En la mano que apunta hacia la negociación global, agita una rama de olivo; en la otra mano, lleva la espada de una creciente y devoradora carrera armamentista. Según Kleiman, el moderado Nixon no ha vacilado en hacer una apuesta muy riesgosa: que, colocada entre la espada y el olivo, la Unión Soviética terminará indefectiblemente por elegir el olivo.

 

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