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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

China
Occidente se avecina

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La súbita agudización del duelo verbal entre china y la URSS irrumpe después de un período de calma, durante el cual las dos potencias habían normalizado sus relaciones. ¿Cuáles son los designios secretos de la diplomacia trazada por el poderoso Mao Tse-tung, quien diez días atrás festejó su 77º cumpleaños? Análisis de la "apertura a Occidente" de China.

 

 

 

—¡Qué extraordinario! Mao Tse-tung se digna descender de su estrado para venir a saludarnos.
—Querrá que los embajadores comprobemos personalmente cuan sano y vigoroso se encuentra. ¡Pensar que hace unos cinco años sólo se desplazaba con la ayuda de una enfermera! Dicen que lo curó la lectura del librito rojo.
—Buen chiste, mister Denson. De todos modos, no creo que esta inusitada amabilidad de Mao tenga el único fin de persuadirnos de su excelente salud. Diría más bien que Mao ya obtuvo lo que quería de la Revolución Cultural, y ahora ha decidido abrir las puertas de China en una ofensiva de "retorno al mundo".
Este diálogo entre el embajador francés, Etienne Manach, y el encargado de negocios británico, John Denson, en medio de los festejos del primero de mayo que incendiaban de banderas rojas la plaza Tien-An-Men de Pekín, fue provocado por el súbito ingreso de Mao Tse-tung en el palco de los diplomáticos extranjeros, con quienes el presidente chino departió afablemente. Denson, que recordaba cómo los guardias rojos habían incendiado tres años atrás la embajada de su Majestad Isabel II, supo conservar su flema británica cuando Mao le espetó con una ancha sonrisa: "Presente mis mejores saludos a la reina".
En momentos en que el jefe supremo de Pekín, después de su mini-tournée diplomática, volvía a su estrado, por la plaza desfilaba una réplica del primer satélite artificial lanzado pocos días antes, el 24 de abril. El aparato había agregado a los éxitos nucleares ostentados por China Popular una prestigiosa aureola "espacial". Denson observó pensativo el delirio de la multitud; luego miró al camboyano Norodom Sihanouk, situado en lugar de privilegio junto a Mao.
—Mao se ha anotado un tanto a favor, al patrocinar el "gobierno en el exilio" de Sihanouk, frente a la frialdad soviética.
—Sí, ha descolocado a Moscú en Indochina. Me atrevo a vaticinar que Corea del Norte, ya muy disgustada por la cooperación soviético-japonesa en Siberia, recapacitará ante la ambigüedad de la URSS en el problema de Camboya, y abandonará su tesitura de frialdad hacia China. Dentro de unos meses, creo que presenciaremos un idilio entre Pekín y Pyongyang.
Un estallido de aplausos y gritos multitudinarios interrumpió el diálogo de los diplomáticos. Jóvenes con pañuelo rojo al cuello llevaban cartelones con los nombres de todos los pueblos trabados en "luchas antiimperialistas" y merecedores del apoyo entusiasta de China. Cada nombre era escandido repetidas veces: los palestinos se mezclaban con los afronorteamericanos; los guerrilleros de las colonias portuguesas se confundían con los revolucionarios del Golfo Pérsico y de Eritrea. Los clamores hacían retemblar las imperiales columnatas con leones estilizados y dragones en volutas, que habían sobrevivido a la furia iconoclasta de la Revolución Cultural.
—Mao quiere ser el Papa de las luchas nacionales revolucionarias, pero por ese camino no romperá el aislamiento de "leprosa política" que aqueja a China.
—No creo, mister Denson. Al régimen de Pekín no le importa sólo ser "el faro de la revolución". También le preocupa, y con vital urgencia, establecer relaciones diplomáticas normales con el mayor número posible de Estados, sin tener en cuenta las diferencias ideológicas. Piense que, ya desde el año pasado, Pekín está nombrando representantes del más alto nivel en las embajadas o legaciones que desmanteló la Revolución Cultural. Sobre todo, China quiere ampliar y diversificar su comercio exterior, y no se puede negar que es un cliente interesante: paga al contado y en, moneda fuerte.
De vuelta a la embajada, Manach se dedicó a preparar un informe que enviaría urgentemente a París. "Me permito aconsejar con insistencia —escribió— que nuestro gobierno tome muy en cuenta las nuevas ansias de apertura diplomática demostradas por China Popular; Francia configura aquí la nación más confiable y respetable de Occidente, y debe mantener su prestigio ante Pekín. En lo referente al comercio, si bien Francia constituye, junto con Alemania Federal, Gran Bretaña, Holanda, Japón y la URSS, uno de los cinco principales proveedores del mercado chino, ha perdido considerable terreno en estos dos últimos años. El intercambio comercial de Alemania Federal con China Popular es dos veces superior al de Francia; en ocho años las exportaciones de Holanda han incrementado siete veces su valor, y las de Japón, doce veces. Considero como un deber impostergable reclamar una acción efectiva que subsane nuestra creciente descolocación comercial."

PEKÍN, CIUDAD ABIERTA

La respuesta a la acuciante advertencia de Manach se concretó a principios de julio, cuando el ministro francés André Bettencourt llegó en visita oficial y recibió una acogida solemne y entusiasta: era el primer miembro de un gobierno occidental que pisaba territorio chino desde que Mao lanzó a la calle a los guardias rojos. Chou En-lai mostró singular premura en recibir el enviado de París. Mientras intercambiaban cortesías, Bettencourt no pudo menos que asombrarse al comprobar con cuánta distinción el primer ministro —a la vez ministro de Relaciones Exteriores— llevaba su burdo traje "maoísta" de algodón azul; con orgullo galo, se alegró al tener que tratar con un jefe de gobierno capaz de hablar tan estupendamente bien el francés.
Posteriormente, cuando estuvo junto a Mao, el enviado de París, con premeditada cortesía, se refirió a las conquistas atómicas del régimen y al satélite artificial lanzado meses atrás. Mao lo interrumpió, campechano y realista.
—No, China no es aún una gran potencia; cuando algunos lo dicen en los diarios, yo no los creo. Y lanzar el satélite no fue una hazaña; ya hay como dos mil circulando en el espacio. No somos "un peso pesado" en la escena internacional, ni presumimos de serlo. Sólo buscamos relaciones cordiales y provechosas con todos los Estados que respeten el principio de no injerencia en los asuntos interiores de los demás pueblos, y no quieran imponer a otros Estados una determinada línea de conducta exterior, o un enrolamiento a la fuerza en ciertos "bloques".
Chou deslizó a su vez con sibilina sonrisa: "Se suele confundir nuestro imperativo de autonomía con un afán de aislamiento. Es un error. Además, en cierto sentido somos partidarios como ustedes del libre comercio, que no implique ataduras políticas ni situaciones de dependencia económica, técnica o intelectual".
Mientras el gobierno de Pompidou se alborozaba con las perspectivas político-económicas de su renovada entente con China, llegaba a Pekín a fines de julio el ministro rumano de Defensa, general Ion lonitsa. Fue recibido con gran despliegue por el general Huang Yong-chen, jefe de Estado Mayor y quinto en la jerarquía partidaria, quien lució en la imponente ceremonia unos pantalones abolsados y un aspecto de campesino recién salido de la gleba. Mao, a su vez, derramó mieles sobre el visitante.
—La valerosa defensa de su soberanía nacional, emprendida por el pueblo y el gobierno rumanos, provocan nuestra más cálida admiración, pues asesta un severo golpe a quienes practican una prepotente política de diktat. Por eso China Popular respeta y apoya también la decisión del pueblo y el gobierno yugoslavos, de mantenerse independientes pese a las violencias del socialimperialismo.
El rumano no se extrañó frente al previsible ataque contra el Kremlin; más singular resultaba la nueva actitud china hacia el régimen del mariscal Tito, vilipendiado ferozmente durante largos años como "traidor al marxismo". La diplomacia de Pekín se había vuelto muy flexible y era evidente que los maoístas se filtrarían por cada resquicio que dejaran los soviéticos; hasta cortejarían a graníticos aliados del Kremlin, como Alemania Oriental, motejando de "puñalada por la espalda" al acuerdo Bonn-Moscú, que provocaba en el régimen del stalinista germano Walter Ulbricht una inocultable amargura.

LOS TERCEROS SON LOS PRIMEROS

El otrora desolado aeródromo de Pekín vibraba con la llegada de aviones cargados de dignatarios extranjeros; previsiblemente, el Tercer Mundo era el más numeroso en acudir a la capital de Mao, y el que recibía acogidas más espectaculares: se congregaban destacamentos de las fuerzas armadas, milicias populares, brigadas obreras, cohortes de la juventud, nutridas bandadas de escolares, y hasta conjuntos de ballet vestidos de rosa, rojo, marrón y verde.
Los chinos se esmeraron particularmente el 2 de agosto, cuando arribó a Pekín Salem Ali Robaya, jefe de Estado de la República Popular de Yemen del Sur (trescientos mil kilómetros cuadrados y un millón trescientos mil habitantes). Al descender Robaya del avión, sonaron gongs y címbalos, banderas flamearon por doquier, millares de gargantas atronaron el aire, y se desplegaron cartelones que loaban "al país amigo que había aplastado a las víboras imperialistas", o sea a la ex-metrópoli británica. Tan confundido quedó el sudyemenita con la imponencia del agasajo, que en improvisado discurso balbuceó: "El presidente Mao es el más grande hombre de China ... el más grande de Asia ... el más grande del mundo".
En África negra, los préstamos chinos sin interés, y a más de veinte años de plazo para proyectos prácticos y concretos, encontraban un eco cada vez más halagüeño. En la canícula del verano llegó a Pekín el joven y fogoso comandante Alfred Raoul, vicepresidente de la república marxista del Congo-Brazzaville; lo siguió días después una importante misión de Guinea. Tanto el congoleño como los delegados de Sékou Touré se volvieron muy satisfechos a sus patrias, portando nuevos créditos generosamente otorgados por las arcas de Pekín. Pero el gran éxito africano del régimen de Mao se lograría con la realización de un proyecto de vastas proporciones, casi tan prestigioso como lo había sido la represa de Asuán para los soviéticos: el colosal ferrocarril que uniría Zambia con Tanzania y el océano.
Hacia el fin del verano, ya era notorio el éxito de la ofensiva tercermundista de Pekín; la amistad con la revolucionaria Argelia no impedía mejorar notoriamente las relaciones con la conservadora Marruecos; el cálido y amplio apoyo chino a Pakistán, y los halagos maoísta al pequeño Nepal, no obstaban para que disminuyera drásticamente la tensión con la India; la admiración entusiasta por las guerrillas de Birmania y Malasia no impidió a Pekín normalizar las relaciones "de gobierno a gobierno" con Rangún y Kuala-Lumpur.

LA "APERTURA AL OESTE"

"Las relaciones exteriores de China crecen rápidamente y se afirman cada día más. ¡Tenemos amigos en todas partes del mundo!", proclamó enfáticamente el mariscal Lin Piao, el 1º de octubre, cuando la plaza pekinesa de Tien-An-Men rebosaba de una muchedumbre entusiasta que festejaba los veintiún años de existencia del régimen, entre inmensos retratos de Mao, franqueados previsiblemente por efigies de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Sun Yat-sen, el primer presidente chino.
Este año, los festejos del primero de octubre resultaban muy distintos a las celebraciones de años anteriores; no desfilaron los últimos hallazgos del arsenal chino, otrora infaltables, y se diluyeron los aspectos bélicos para exaltar el esfuerzo productivo. Después de haber coloreado el cielo con diez mil globos rojos inflados de helio y soltados al unísono, se llegó al momento culminante de la fiesta, cuando desfilaron tractores coronados con inmensos hatos de espigas de trigo. Al anochecer, hubo un despliegue de fuegos artificiales, grato e inocuo.
Los avezados ojos de los diplomáticos occidentales habían escudriñado ávidamente el estrado que ocupaba Mao, hasta detectar un hecho muy significativo: la notoria ausencia de los dirigentes e ideólogos ultras, capitaneados otrora por la explosiva mujer de Mao, Chiang Ching. Muy pronto se conocerían los primeros y resonantes éxitos de la "apertura al Oeste" emprendida por Pekín, con Chou En-lai como principal tramoyista.
—No se puede seguir ignorando la existencia de un gobierno sólidamente anclado en un subcontinente que ha de tener ochocientos millones de habitantes; entablar relaciones diplomáticas con el régimen de Pekín, no significa que Canadá le otorgue su aprobación moral. Si tal requisito fuera indispensable, no sólo nuestro país, sino también los Estados Unidos, deberían reducir notoriamente sus lazos con el exterior.
El primer ministro canadiense Pierre Elliott Trudeau descartó así, no sin velada ironía, las quejas de los emisarios de la Casa Blanca deseosos de proteger los intereses de China Nacionalista.
La cortina de bambú siguió entreabriéndose hacia el Oeste; el 6 de noviembre, Italia y China Popular trabaron lazos diplomáticos. La solución transaccional adoptada fue idéntica a la puesta en práctica con Canadá: el gobierno italiano se limitaba a reconocer al régimen de Pekín "como único gobierno legal de China", aclarando que "tomaba nota de sus reclamos de soberanía sobre la isla de Formosa (China nacionalista), pero declinando cualquier pronunciamiento al respecto".

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Como en el caso de Canadá, el gobierno de Taipeh evitó todo intento de componenda: retiró inmediatamente de la península a su cuerpo diplomático en pleno.
Mientras Bélgica y Austria dejaban traslucir su decisión de imitar a Canadá e Italia en un plazo prudencial, los estrategos estadounidenses mostraban rostro sombrío: de los quince miembros de la NATO, ahora ya sumaban siete los que reconocían al régimen de Pekín. Y en ese "continente amigo" que era Latinoamérica, el nuevo presidente de Chile, el socialista Allende, parecía dispuesto a emular a Cuba y trabar lazos con los maoístas; Perú y Bolivia podían verse tentados a emprender el mismo camino.

EL DILEMA DE LA ONU

—La ONU será débil mientras no sea universal. Es preciso hallar una solución que permita a la República Popular China ocupar el sitio que le corresponde en la Asamblea y en el Consejo de Seguridad, sin menoscabar los derechos de la República nacionalista de Taiwan.
A comienzos de octubre resonó vigorosamente en el seno de la ONU esta declaración del delegado belga, Pierre Harmel: sintetizaba la tesis de "las dos Chinas", a mitad de camino entre la eterna posición estadounidense de reconocer una sola China, la gobernada por el mariscal Chiang Kai-shek, y la doctrina del bloque socialista y sus amigos, que sólo admitía a la China de Mao. Muy pronto se advirtió que la tesis de las dos Chinas tenía partidarios en la ONU: junto a Bélgica, se alinearon oficialmente Malasia, Senegal, la República Centroafricana, Luxemburgo y México. Muchas delegaciones soñaban con admitir al régimen de Pekín en nombre del "realismo político", pero sin dejar de apadrinar fervientemente la presencia de los representantes de Taipeh en el cónclave internacional.
Pese a tales esfuerzos moderadores, los "padrinos" de China Popular insistieron en presentar la misma moción intransigente de años anteriores (que excluía a Taipeh), mientras los EE.UU. lograban que la Asamblea calificara de "importante" la admisión del régimen de Mao. La votación del 20 de noviembre volvió a cerrar las puertas de la ONU a China Popular, que no logró contar con dos tercios de los sufragios a su favor. Pero, por primera vez en la larga serie de votaciones anuales, Pekín ganó la mayoría simple: 51 sufragios a favor, 49 en contra y 25 abstenciones.
La derrota era, en verdad, un innegable triunfo psicológico, basado en un "deslizamiento" hacia Pekín de las posiciones de muchos delegados: algunos países que en 1969 se habían abstenido, como Austria, Canadá, Chile, Italia y Guinea Ecuatorial, votaron este año a favor del ingreso de Pekín; otros países que el año pasado habían sufragado en contra, como Bolivia, Camerún, Guyana, Irlanda, Luxemburgo, República Centroafricana, Senegal y Trinidad-Tobago, eligieron ahora la "vía intermedia" de la abstención.
Muchos vaticinaban ya que no pasarían más de uno o dos años sin que Pekín tuviera su sitial en la ONU; hasta Australia, pilar en el "muro de contención" anticomunista de los EE.UU. en el Pacífico, advertía que "iba a someter a revisión" su política respecto al ingreso de China Popular. Entre tanto, el semitriunfo en la ONU daría mayor impulso a la apertura diplomática mundial del gobierno de Mao.
En aquel momento, los delegados del cónclave internacional fueron, sorprendidos notoriamente por la actitud del soviético Jakob Malik, quien defendió la admisión de China Popular con fervoroso brío. Hasta entonces, la URSS había apoyado el ingreso de Pekín fríamente y como si cumpliera un pesado deber.

LA PESADILLA DEL "SOL NACIENTE"

Esta vez, sin embargo, el alegato prochino de Malik en la ONU era una prueba restallante del exitoso proceso de "deshielo" entre Pekín y Moscú, cuyos lazos diplomáticos habían quedado virtualmente tronchados en 1966, con los primeros desbordes de la Revolución Cultural. El 13 de octubre último se había inaugurado la primera "etapa visible" de la normalización diplomática, cuando el nuevo embajador soviético, Vassili Tolstikov, presentó sus credenciales a las setenta y dos horas de haber pisado territorio chino.
—China estará siempre en nuestras fronteras, pero Mao no vivirá eternamente en China —había subrayado Kosygin.
—La única potencia nuclear temible es la de los Estados Unidos; los dientes atómicos de Mao son de papel —había agregado, con una mueca sonriente, el mariscal Andrei Greschko.
En Pekín, mientras tanto, Mao sentenciaba:
—El noble pueblo soviético, protagonista de la Revolución de octubre y de la lucha antinazi, ya recuperara por sí mismo la pureza marxista-leninista.
—Entre tanto, conviene tener relaciones normales de gobierno a gobierno con la URSS; lo primordial es precaverse contra la nueva amenaza letal que está surgiendo en el Este —arguyó Chou En-lai.
Los jerarcas de Pekín habían elegido la vía del pragmatismo frente a los soviéticos, porque, según el análisis maoísta, el "imperialismo estadounidense" había decidido acicatear y dar rienda suelta en el Pacífico al "feroz militarismo japonés". A criterio de China Popular, el alma guerrera de los antiguos samurais, reencarnados por los kamikazes de la ultima contienda mundial, estaba latente bajo el tenue barniz pacifista impuesto por las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y pronto habría de resurgir con virulencia. ¿Acaso el propio primer ministro Eisaku Sato no se permitía ya afirmar que "Formosa y Corea del Sur estaban dentro del espacio defensivo del Japón"?
Ya desde septiembre de 1969, la Casa Blanca y el gobierno conservador de Sato se hallaban en tratativas secretas concernientes al futuro papel militar del Japón. A criterio de Washington, los nipones debían estructurar potentes fuerzas convencionales, mientras que la defensa atómica quedarla en manos de los estadounidenses, que también aportarían inmensas flotillas da bombarderos.
Estas nuevas perspectivas habían acarreado fuertes discusiones en el gabinete nipón. "La oposición, sobre todo socialista, no nos dará tregua si militarizamos al país —afirmaban las palomas japonesas—; además, somos los más grandes exportadores a China Popular, con la que tenemos una balanza comercial favorable; sobre todo, la plataforma continental china encierra tesoros petrolíferos que no podemos desaprovechar".
—Si es por razones comerciales, debemos defender nuestras enormes inversiones en Formosa y Sudcorea. Pero lo esencial es que Japón, gigante económico, ya no puede seguir siendo un eunuco militar —respondían los halcones.
En el pasado mes de noviembre, Japón publicaba un libro Blanco sobre su futuro rearme; duplicaría su módico presupuesto defensivo y se encargaría de proteger a Formosa y Sudcorea. En Pekín, la histeria llegó al máximo. Algunos observadores alarmistas pronosticaron un futuro de sangre: la tercera guerra mundial comenzaría en el Pacifico, con una nueva contienda chino-japonesa, abastecida en la retaguardia por la URSS y los EE.UU., que terminarían por verse obligados a abandonar su cómodo papel de observadores, para hundirse en la gran catástrofe.

¿OTRO ENFRENTAMIENTO CON LA URSS?

Hacia fin de ano, sin embargo, este esquema ingresó en un cono de sombras: la prensa, pekinesa tornó a destilar nuevas catilinarias contra los odiados "socialimperialistas" de Moscú. El ataque probó, para algunos observadores, que el disenso ideológico existente entre los dos gigantes rojos continuaba siendo más poderoso que los juegos de ajedrez trazados por las cancillerías. Los soviéticos, naturalmente, respondieron con violencia, apelando a un novedoso repertorio de epítetos y reiterando su argumento de siempre: "Los maoístas —bramaron— nos atacan aún más que los EE.UU. y las potencias de Occidente".
Es que, tal vez, la meneada apertura diplomática china deba subordinarse al abstruso trabajo de zapa que las huestes de Mao realizan en el Tercer Mundo para carcomer la influencia soviética. Es un juego complicado: mientras los partidarios de Pekín en Chile y Bolivia, por ejemplo, lanzan furiosos denuestos contra los gobiernos de Salvador Allende y Juan José Torres —a quienes califican de "reformistas"—, publicaciones impresas en la propia China tratan con benevolencia a esos regímenes, enfatizando, sobre todo, las perspectivas de intercambio comercial abiertas por el "nacionalismo latinoamericano". Esta actitud es coincidente con la de los soviéticos, al menos en el plano de las relaciones "de gobierno a gobierno". El nuevo ataque chino a la URSS, entonces, acaso deba interpretarse como una reiteración propagandística, tendiente a preservar la "ideología" y tal vez escindir nítidamente dos frentes de acción: el de las cancillerías por un lado, y el de los partidos comunistas de cada país, que seguirían manteniendo en alto sus banderas a pesar de los requiebros diplomáticos.
Con todo, el recrudecimiento del duelo verbal chino-soviético entraña misteriosas perspectivas, que sólo los acontecimientos futuros podrán aclarar. Un elemento a tener en cuenta es la susceptibilidad maoísta frente a la colaboración soviético-japonesa. Mientras tanto, el 77º cumpleaños de Mao fue celebrado en un marco de rígida austeridad, aunque no exento de sorpresas: China acusó a la URSS de haber enviado tropas a Polonia, lo que ningún país occidental pudo comprobar
.

enero 1971
revista siete días ilustrados

 

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