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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

André Malraux
recuerdos y reflexiones sobre el poder

 

 

Pregunta: —¿Qué fue lo más notable de su última entrevista con el general Charles de Gaulle?
André Malraux: —Fue la única vez que De Gaulle me habló de la muerte. Era un hombre que decía "yo" y que no hablaba de sí. ¿Acaso sentía que el fin llegaba? No lo sé. Pienso que en cierta manera el asunto no le interesaba. Pertenecía a esa raza para la cual la muerte no es un accidente. La muerte de la que hablaba era mucho más profunda. Era la declinación, el frío, el temor eterno en él de que Francia desapareciese de la historia de los hombres. Cuando me mostraba esa campiña alrededor de Colombey y me repetía que se había vaciado en el curso de los siglos, siempre era la idea de la muerte la que volvía. En el fondo, aún entonces, encontraba la manera de no hablar de sí. ¿Por qué me habló con el estilo de Malraux? Creo que la respuesta es bastante simple. De Gaulle piensa lentamente, metódicamente, y yo pienso a sacudones. De Gaulle aceptaba entrar en ese ritmo. Quizás lo distrajera. En cambio, cuando se ponía a describir una situación, su palabra se volvía tiesa, a la vez majestuosa y cáustica. Se expresaba pesadamente —había algo de elefantino en él, sabe— y trituraba, bajo las patas de esa especie de intuición que le servía de brújula, hombres y acontecimientos.
—La frase de De Gaulle sobre Pompidou que usted cita: "Por eso tomé a Pompidou", ¿es uno de esos acontecimientos?
—¿Por qué quiere que interprete? Es una frase que me dijo y que yo prefiero. Nada más. Literalmente, no tiene sentido. Es una broma o un lapsus. Por supuesto que creo en los lapsus. El padre Freud está ahí detrás, en cuatro patas. Hay algo irritante en ese antagonismo que todos buscan descubrir entre De Gaulle y Pompidou. Recuerde esto: desde los años que siguieron a la Liberación, vivieron juntos. ¿Entiende lo que quiere decir? El entrevero de los lazos que los unieron, separaron, reunieron. Y esto a todo lo largo de ese inmenso período. No eran los mismos, ni uno ni otro, al cabo de la ruta. De Gaulle era demasiado fino como para no comprender que Pompidou correspondería a la Francia que él dejaba a sus espaldas. Evidencia insoportable. En el fondo. De Gaulle no podía tener como sucesor más que a su adversario absoluto. Pero no lo tenía.
—¿Y los comunistas?
—Los comunistas sí, quizás. Si hubiesen sido distintos. Más inmensos. Pero entonces no habrían sido comunistas franceses. A veces. De Gaulle se ensoñaba: "¡Ah, Malraux!, suspiraba, habrían podido ser mis soldados del año II". ; Eran bromas, sueños... Pasaban por su cabeza como nubes. Bien sabía que los comunistas franceses no estaban hechos para eso. Jamás olvidaba la primera frase que Stalin le dirigió al día siguiente de la Liberación, en Moscú, y que yo refiero en Les chénes qu'on abat: "¿Thorez? En su lugar yo no lo haría fusilar. Es un buen francés". Y hubo más contactos de lo que se cree durante todo el gaullismo entre el Partido y el Elíseo. Por ende, no eran adversarios absolutos.
—¿Qué unió hasta tal punto a De Gaulle y a Malraux? ¿El sentimiento de su dignidad recíproca? ¿El antagonismo radical de su pensamiento original? ¿Su gusto por la acción? ¿Su común frecuentación del poder?
—Occidente ya no sabe qué es el poder. Alejandro lo sabía; César lo sabía; Napoleón lo sabía; Clemenceau, durante dos años, estuvo al borde de saberlo. Hoy se acabó: Norteamérica tiene la potencia, pero no el poder. Cuando muera Mao, se acabará una tajada de la historia del mundo. Porque habrá finalizado una forma del gobierno de los hombres. Un día pregunté a Mao si se sabía emperador de China... Sí, puede parecer una pregunta insolente. Pero nosotros nos conocemos. La Historia, sabe... En todo caso, no se mosqueó. Me miró. Su cigarrillo, eternamente apretado entre dos dedos, describió una vez más un arco de círculo para pasar de la extremidad de su rodilla a sus labios. Luego me respondió: "¿Qué otra cosa sería, si no?". Stalin, que también sabía qué es el poder, jamás habría reconocido que era el heredero de Pedro y Catalina. Al menos, no hubiera osado decirlo. Eso no le impedía pensarlo. Mientras que Lenin jamás hubiera osado rozar, así fuese en espíritu, una idea tan escandalosa. El poder, es el poder de matar. El paseo con Bujarin por plaza del Odéon, que cuento en Les chénes, significaba eso. De hecho, Bujarin me explicaba esa noche la política de Stalin, con perfecta lucidez. Y cuando concluía que Stalin llegaría hasta el final y decía: "Por ejemplo, me matará", sólo era la expresión de una evidencia simple. Ni un reproche. Por lo demás, Stalin lo hizo. La idea de liquidar hombres no tenía significación moral para él. Simplemente perseguía una meta que le parecía gigantesca. Cuando declaraba que Rusia "era Esparta y Bizancio", describía menos una antinomia que un temor. Y, además, añadía: "Cuando Esparta domina, todo va bien...". Lo cual quería decir que sentía miedo de Bizancio. Y tenía razón. Una vez más, Bizancio llegó a Moscú, ya que los rusos desean ahora poseer lavarropas. Queda China... Hoy es Mao quien tienta hacer Esparta, con 700 millones de hombres. De la ciudad griega a la ciudad prohibida. ¡Qué novela! Como le dije un día: "Nadie logró conquistar la India", me respondió: "Se equivoca. Los ingleses la tuvieron dos siglos y sin embargo la cambiaron. No haría falta más a China, en situación análoga, para modificar al mismo tiempo la faz del planeta". Lo sorprendente es que Esparta resiste. Reflexione en lo que es la Revolución proletaria cultural. Pongo la palabra "proletaria" primero porque es el término importante. "Cultural" es una palabra-relleno...
Mao tiene el poder. Lo conquistó con las armas. Y ahí están los rusos atribulados, que olvidaron apoyarlo cuando los necesitaba, y ahora intentan dictarle su ley. El rompe. Porque le parece que no puede elegir. Si China corre en pos de ellos, se encontrará con Citroens 2CV sobre las pistas del Imperio. Pero no habrá Citroens para todo el mundo. Y la aventura fallará, una vez más disuelta Esparta. Entonces, el círculo de Mao quedará con un palmo de narices. Los mariscales salen de 30 años de combates y de aislamiento. No tienen ganas de perder las ventajas adquiridas. Razón de más para que Mao vuelva a partir de cero. Entonces decide quebrar al Partido Comunista, para evitar que se extienda la esclerosis. Decisión sin precedentes para un comunista. Y la manera como la manejará será genial. Claro que sólo hay una fuerza que pueda acabar con el Partido: el Ejército. Pero Mao no es hombre de dar un golpe de Estado militar. Entonces lanza a los niños a las calles de las ciudades, en las plazas de las comunas, y a lo largo de los arrozales. Ellos lo bloquearán todo, porque constituyen un ejército imparable. Y el Partido, contra ellos, nada podrá hacer. Detrás de ellos avanzará el Ejército, que devolverá el poder a Mao. La única pregunta que ahora se plantea, el problema que domina toda esta época, es saber cuánto tiempo resistirá el resorte. Y, de resistir, qué harán esos millones de hombres de 20 años, educados en el fanatismo de una nación resucitada.
Me acuerdo que Mao, un día, acusó a Stalin ante mí. Pero no veía qué había detrás de él. Una inmensa pared blanca con 4 fotos: Marx, Engels, Lenin y —por supuesto— Stalin. El lo destruía con frases, y el otro me miraba triunfante por encima de la cabeza del Emperador de la China. Ese mismo día, un poco más tarde, me llevó a otro salón donde se habían juntado todos los mariscales. Y Mao, para fastidiarlos, me hablaba en un dialecto que no entendían. El intérprete traducía, yo respondía, y los otros permanecían allí como estatuas, sin comprender nada y cuidando de no moverse. Al final de la conversación, Mao me acompañó para despedirme, cosa que —parece— constituye un hecho sin precedentes.
Cuando llegamos a la escalinata, caía la noche. Subí en el auto que me aguardaba. Un auto viejo como aún tienen los chinos, y cuyo vidrio posterior estaba cubierto por cortinas de cretona. Cuando arrancó el motor, levanté la cortina para volver a saludar a Mao. Estaba inmóvil sobre la escalinata, cigarrillo en mano, mientras su secretario lo ayudaba a mantenerse erguido. Un poco de humo se elevaba por sobre su cabeza en el cielo de China. Era una visión apenas creíble. No se equivoque: ese hombre domina nuestra época.
—¿Por qué, para usted, el poder es el poder de los príncipes? ¿Y si hoy explotara la noción de poder? ¿Si Mao fuese simplemente el último representante de la época de los reyes? ¿Si la pulverización del poder fuese el inicio de esa liberalización del hombre con que usted soñó?
—No es el mismo sentido de la palabra poder. Y, en todo caso, no pienso que una civilización pueda vivir sin sistema de valores. Pero no se equivoque: por primera vez en el mundo, una generación entera descubre la existencia sin referencia a valores. Y ahí hay una lógica que uno vuelve a hallar a lo largo de toda la Historia. Cuando los dioses mueren y se vienen abajo los sistemas de valores, el hombre sólo reencuentra una cosa: su cuerpo. El dominio de lo físico. La droga, el sexo y la violencia son los sustitutos naturales para la desaparición de los dioses. Los hombres de negro que, con escudos, cascos y barras de hierro se arrojan unos contra otros no tienen, realmente, la ambición de conquistar el Estado. Primero buscan existir. ¿Se acuerda del día de mayo de 1968, cuando los estudiantes pasaron delante del Palacio Borbón vacío, gritando "¡Hop!, ¡Hop!", sin pensar siquiera en entrar? ¿Se imagina la cabeza de Lenin si le hubieran dicho que sus tropas habían tenido la posibilidad de invadir la Duma y que, en cambio, prefirieron tirar piedras al agua del Neva? Los rebeldes de 1968 no buscaban el poder. Otra cosa.
—¿Otros valores?
—...

—¿Qué lo acercó a Edmond Michelet? Ustedes no tenían gran cosa en común.
—¿De dónde sacó eso? Los campos de concentración y las guerrillas de Corréze, ¿no son nada? Y de yapa, la fidelidad al General. Es un lindo ejemplo, ¿no? Además, Michelet tenía su parte de grandeza. La bondad y la dignidad son una mezcla rara. Andaba con su Peguy en la cabeza. Digamos que todos teníamos también en común la vidriera de Chartres...
—¿Por qué, cuando publicó las Antimemorias, modificó de punta a punta Los nogales de Altenburg? Usted no los redujo, los trasformó. En la primera versión, todo el relato del encuentro de Altenburg gira en torno a la meditación de Walter, una especie de Lawrence que se interroga sobre el sentido o la vanidad de la acción. Por el contrario, en la versión de las Antimemorias, se desvanece la silueta de Lawrence, y no queda más que la meditación en la muerte del padre. Todo pasa como si, en algunos años, le hubiese parecido inútil continuar reflexionando sobre el alcance de los actos de un hombre, como si sólo tuviese un único deseo: fijar los héroes, los cuadros, las estatuas.
—Sobre todo, quise acortar. Pero cada uno es libre de interpretar como quiere. Y, después de todo, no terminé de redactar las Antimemorias. Quizás, por entonces, pensaba menos en Lawrence.
Lawrence: lo encontré una vez. Una sola. En el bar de un gran hotel, en París, no recuerdo de cuál. Estábamos en igualdad, sabe. El tenía en el bolsillo Los siete pilares, su colaboración con Churchill durante la Conferencia de Paz, su ruptura con el mundo y ese halo de misterio que le daba el Intelligence Service.

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Claro que el verdadero misterio no estaba allí. Yo lo sospechaba, sin que en esa época estuviese completamente seguro. En cuanto a mí, era un pequeño escritor francés que sólo tenía un premio Goncourt en el bolsillo. Resultaba leve. El era extraordinariamente elegante. De una elegancia de hoy, no de su época. Un pullóver de cuello alto, por ejemplo, una especie de desenfado y de distancia.
Me hace mal recordar a la gente que hemos abordado. Simplemente me acuerdo que, entonces, estaba en una pasión por los motores, los de motos y de barcos. Era relativamente poco tiempo antes de su muerte. ¿Acaso quería morir? A menudo me hice esa pregunta, sin poder responderla.
Pero hay una historia que habría que elucidar cabalmente. Cuando se mató en la moto, parece que iba a llevar un telegrama a un correo cualquiera. Ahora bien, a mí me hicieron creer que era un documento muy singular. Texto: "Diga no a Hitler". ¿No a qué? ¿Y quién decía "no"? En todo caso, el laconismo es ciertamente de Lawrence. ¿Acaso oyó hablar de esa historia?
—Jamás. ¿Sintió que había algo de común entre ustedes?
—Hay familias, sabe. Uno se reconoce desde lejos entre miembros de un mismo clan. Antes de habernos visto, nos habíamos reconocido, y nuestro encuentro no hizo más que confirmarnos lo que ya sabíamos: el gusto por la acción, la búsqueda de una significación en la existencia y en la Historia, un gusto por la soledad y una pasión por la dulzura.
—Usted emplea a menudo la palabra dulzura, pero no se da frecuentemente en lo que escribe.
—Es una palabra reciente. En su sentido moderno, está ligada a la mujer. Pero no siempre fue así. Lo que marcó a Occidente quizás sea el cambio de papel de la mujer. Todo el mundo se engaña con él. Por lejos que uno se remonte a la historia de las civilizaciones pasadas, las mujeres nunca son encantadoras ni dulces. Son inmensas, potentes, pesadas. Son Valkirias. Mire bien el Antiguo Testamento e inclusive el Nuevo. No hay una sola mujer que corresponda a la idea que de ellas nos hacemos hoy. Las reinas de Egipto son Valkirias. Y luego, de repente, muy adelantada en la Historia, una reina del valle del Nilo que hallaron entre las dos guerras. Su piel se había apergaminado, cosa que no dio lugar a error. Un caso excepcional, porque, ordinariamente, los trozos de los reyes se pasearon de sarcófago en sarcófago antes de que la ciencia europea metiera la nariz. ¿Sabe cómo se llamaba, esa reina que no se asemejaba a las demás? Dulzura. Ahí tiene el anuncio de los tiempos modernos,
—¿Solamente el anuncio?
—Solamente el anuncio. Porque después hay que franquear los siglos. El cristianismo tenía sus ideas, pero sabía por instinto que sólo progresan lentamente en las masas. La verdadera revolución occidental data de Clotilde. Y Clotilde es un golpe de la Iglesia. Algo de eso lo digo en Les chénes. Pero la historia vale desarrollarla.
Usted recuerda la situación. Occidente, entonces, es el desorden. La Iglesia ha logrado hacer vacilar en su campamento a Clodoveo y sus guerreros. Pero es una victoria frágil. En esa época —¿acaso cambió?— todos traicionan a todos. El problema de los obispos es fijar a Clodoveo. ¿Qué es lo que puede fijar a un hombre? Una mujer. La Iglesia saca del bolsillo a Clotilde, que viene de Suiza y a quien conducen a Tournai, Bélgica, para que aguarde al jefe, su destinatario. Pero Clotilde no es muy hermosa, ni muy alta ni muy fuerte. Es inteligente, encantadora, dulce. Nada más. Y el jefe franco pega la vuelta con sus cascos, sus broqueles, sus caballos y sus Brunildas Valkirias llenas de pujanza y de brillo. Las casan.
El prodigio se cumple en 3 meses. Las Brunildas desaparecen, liquidadas, disueltas. ¡Tragadas, las Valkirias! Sólo queda Clodoveo, inmenso, y a su zaga una tímida y frágil Clotilde, que hace lo que quiere con él. Ese día la Iglesia inventó el encanto. Una nueva manera de gobernar el mundo. Quienquiera detente el poder y se rodee de mujeres, ya no es libre. Vea a Napoleón, enredado en sus historias de amor. Y a la inversa, mire a Stalin. Las mujeres no contaron para él. Del seminario, conservó una desconfianza fundamental. Era un hombre solo.
—¿Y Mao?
—Con él, es más complicado. Tuvo 4, sabe. De la primera no se conoce gran cosa. Parece que se la llevaron velada. Un día, levantó el velo, y "pftt", se salvó. Era la novia. A la segunda la desposó mucho más tarde. E hizo la guerra contra Chang con ella. Chang la capturó y la decapitó. Más tarde, Chang y Mao amagaron reconciliarse. Creo que existe una foto que muestra a Chang victorioso y a Mao que finge someterse. Y en la foto se ve perfectamente que Mao no se atreve a mirar a Chang de frente. La tercera desapareció, creo, por el lado de Moscú.
Pero la historia de la cuarta, la actual, es la que resulta fabulosa. Era una beldad, una Greta Garbo del cine chino Comunista. Un día decide abandonar todo para reunirse al Partido en la montaña. Atraviesa China, llega donde se encuentra Mao y le propone montar espectáculos para los combatientes. Entre nosotros, eso se llamaría "el teatro en los ejércitos"... El la acepta. Después se casa con ella.
Desde entonces, desaparece a los ojos de todos. Abandona su carrera, su prestigio. No existe más que para él. Por ello será recompensada. Juntos entran victoriosos en Pekín. Y ya es algo entrar en Pekín como dueño de China. Pueden instalarse en la ciudad prohibida: 5 ó 6 veces Versailles. Pero no van allí. Eligen casi enfrente una especie de palacete siberiano, construido, si mal no recuerdo, por los rusos, una construcción de una fealdad total. Y allí es donde se instalan. De nuevo, ella no hace más que recibir a los mariscales y servirlos.
Y después viene la Revolución cultural. China entra en ebullición. Ella lo sigue siempre. De repente, en medio de la remezón, él tiene una idea. Le ofrece su nuevo poder que está inventando. Y, puesto que él lo quiere, ella obedece. Como si jamás hubiera hecho otra cosa. La Greta Garbo china, a quien los años han deslucido, se metamorfosea en una especie de Juana de Arco sin la hoguera. Aquélla ha sido sucesivamente Clotilde y la Valkiria. Quizás sea simbólico. Me pregunto si el tiempo de la mujer dulce no está desapareciendo. Quizás las Valkirias estén saliendo de la tumba. Desde ahora, el mundo cambia rápido.
—¿Qué pasará en Francia ahora?
—No sé más que usted. Sin duda nada, por un período bastante largo...
—¿A qué llama un periodo bastante largo?
—¿Y usted?
—Cinco años es mucho, ¿no?
—Cinco años. De acuerdo. ¿Por qué nos parece inmenso y casi inverosímil? Antaño, los períodos que separaban una guerra de una revolución estaban etiquetados en la Historia bajo el nombre de "paz romana", hasta de "paz carolingia". Y era triunfo de los reyes el haber logrado establecer esa paz. Hoy, miramos los entreactos de la Historia como períodos aburridos. Estamos hechos de una graciosa manera.
Hay una pregunta que me hago. Una pregunta que no consigo entender. ¿Qué es lo que constituye el éxito de los libros del General en las librerías? Las Memorias, pase... ¿Pero los textos de los discursos? ¿Y los libros entre las dos guerras? ¿Acaso los leen? ¿Qué hacen con ellos? ¿Snobismo, fidelidad? ¿O una manera oscura de testimoniar una vez más su respeto por el sueño que él tuvo en su lugar?.
L'Express y Panorama 1971 PANORAMA, ABRIL 13, 1971

 

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