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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

El último sobreviviente de Munich

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EL ULTIMO SOBREVIVIENTE DE MUNICH

De los cuatro signatarios, dos murieron en medio de la hecatombe que ellos mismos habían provocado, uno en el ocaso wagneriano de la cancillería de Berlín en ruinas; el otro colgado cabeza abajo en la plaza del Duomo de Milán. El tercero, aquel que al retomar agitando el papel que había firmado en Munich proclamó ante su pueblo haber logrado "la paz en nuestro tiempo", murió cuando Inglaterra soportaba los golpes de una blitzkrieg que su política de apaciguamiento había contribuido a desencadenar. El cuarto, último sobreviviente de aquella ilusión de paz que probó ser el paso decisivo hacia la Segunda Guerra Mundial, acaba de morir en París.
Edouard Daladier fue una figura vigorosa de la política francesa entre las dos guerras, y su extensa biografía -tenía 86 años cuando murió— no carece de momentos rescatables. Pero pasará a la historia como uno de los firmantes -con Hitler, Mussolini y Chamberlain-del Pacto de Munich de 1938, cuya lógica cruel lo obligó, justo un año más tarde, a estampar su firma en la declaración de guerra de Francia a Alemania tras la invasión y arrasamiento de Polonia por los nazis en setiembre de 1939.
Algunos espíritus lúcidos lo intuían entonces, y lo dijeron inútilmente: "Hitler es un tigre cebado; no es alimentando su apetito como se lo puede frenar. Y mucho menos cediéndole la presa que podía hacer la diferencia entre la victoria y la derrota". Checoslovaquia era la última trinchera, y Eduardo Benes no estaba solo cuando prevenía que no podía abandonársela sin riesgo mortal. Era una pieza maestra contra el avance militar alemán. Poseedora de las fábricas de armamentos más poderosas de la Europa central fuera del Reich, con fortificaciones militares que el Pacto de Munich puso intactas en manos de Hitler, el torpe sacrificio fue inútil. La reivindicación del territorio de los sudetes era apenas un pretexto: la Checoslovaquia amputada fue presa más fácil. Así, como con otro pretexto político había invadido Austria, quitado de en medio al canciller Schussnigg y proclamado el anshluss, así, a pesar del pacto de Munich, apenas 6 meses después de firmado, la nación reconstruida por Massaryk se convertía en protectorado alemán.
William Schirer describe, en su Ascenso y caída del Tercer Reich, la cadena de avances de Hitler que, con un mínimo de decisión, pudieron haber sido desbaratados y no lo fueron. Pero hay uno que colma toda medida: la militarización de la Renania, que le estaba prohibida por el Tratado de Versalles. Cuando Hitler ordenó a su ejército —que todavía no estaba preparado-cruzar el Rin, entregó al mariscal von Blomberg un sobre con instrucciones secretas.

Después de la guerra se reveló su contenido: "Si los franceses se oponen, vuelva a cruzar el río y emprenda la retirada".
Los franceses no movieron un dedo, y así comenzó a escribirse la historia de la Segunda Guerra, con un camino de claudicaciones que 3 años más tarde tuvo su rúbrica en el Pacto de Munich.
Daladier, contrariamente a Chamberlain, no se hacía demasiadas ilusiones, pero su culpa no es menor porque alegue que no tenía alternativa. Gobernaba a una Francia ya dividida (solo más tarde habría de reencontrar su espíritu en la Resistencia), que la oposición implacable de la derecha contra el gobierno del Frente Popular había debilitado sin remedio.
El mismo Schirer evoca en su último libro (sobre el gobierno de León Blum) las maniobras combinadas de la derecha maurrasiana en el terreno político y de las "200 familias" que controlaban las finanzas y la industria en el terreno económico. Drenaje de divisas, sabotaje de la producción y hasta de la defensa nacional, alineamiento junto al enemigo ("Mejor Hitler que Blum"); una ofensiva demoledora que terminó con el gobierno del Frente Popular. Daladier fue el beneficiario de su caída, y el gabinete que él presidió en reemplazo del de Blum era el que estaba en el poder cuando acudió a firmar lo que equivalía a la rendición anticipada de Francia.
No fue un quisling como Petain o Laval, y ello le permitió reanudar su carrera política después de la guerra, aunque ya nunca participó en otros gobiernos. Pero a su manera era un símbolo más de la IV República, incluso cuando desplazó de la presidencia del Partido Radical Socialista al brillante Felix Gaillard (muerto hace poco en un accidente), que había sido premier a los 38 años y pagó tributo, como Mendes France y otros, a esa etapa negativa de la política francesa, corrosiva de alguno de sus mejores valores.
En la prisión en que lo confinaron los nazis tras la derrota, Daladier pudo pensar en los errores que condujeron a Francia a la catástrofe. En las omisiones, en las decisiones tardías. Una de éstas está inscripta en la crónica de la guerra: fue cuando nombró subsecretario de Defensa a un coronel recién ascendido a general, que hacía años postulaba cambios que podían haber parado a Hitler. Pero era demasiado tarde.
El coronel se llamaba Charles De Gaulle y era el mismo que poco después proclamaba, en medio de la debacle, que Francia había perdido una batalla pero no la guerra.

 

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