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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Pablo Neruda
escenas de la vida bohemia

"Confieso que he vivido", el esperado texto autobiográfico del poeta chileno, ha sido objeto de polémicas opiniones aun antes de su aparición (incluso se dudó de su existencia, o se lo dio por perdido): ahora se lo podrá juzgar y, sin duda, reiterará la controversia y los elogios que nunca fueron ajenos a la obra nerudiana

revista siete días ilustrados
mayo 1974

 




- En la Munich de la Costanera Sur
Buenos Aires 1971
- Durante un acto político en el Estadio Nacional de Santiago
- Su féretro


-En España, con Matilde, Ernesto Sábato y Nemesio Antúnez
- Al recibir el Premio Nobel de Literatura a
fines de 1971

 

 

 

El 23 de setiembre del año pasado Pablo Neruda moría en una clínica de Santiago de Chile. Esta muerte, producida pocos días después del golpe militar que derribara al gobierno encabezado por su amigo Salvador Allende, habría de dar forma definitiva a la figura del poeta, artífice consumado de la lengua y eterno combatiente de la gran causa latinoamericana.
Entre sus papeles quedaban ocho libros inéditos de poesía y los manuscritos de sus Memorias. Ahora, gracias al celo y la diligencia de su viuda, Matilde Urrutia, han comenzado a circular aquellos libros y aparecerá en los próximos días el tomo autobiográfico, titulado Confieso que he vivido (Editorial Losada), que se abre con el relato del nacimiento mismo del poeta en la localidad de Parral, en el año 1904. En este texto, Neruda cuenta su infancia en los fríos territorios del sur chileno; su bohemia estudiantil en Santiago; sus largas residencias en Birmania, Ceilán, Java, España, México, Francia y la Argentina. Habla también de su trayectoria política como senador nacional de los mineros del cobre; su evasión a caballo a través de la Cordillera de los Andes; el largo exilio y el regreso a la patria; hasta llegar a la ceremonia en que le fuera entregado el Premio Nobel de Literatura 1971 de manos del rey de Suecia.
Confieso que he vivido, ha despertado inusitada expectativa en los círculos culturales del mundo entero y las noticias —falsas y verdaderas— a su respecto no han cesado de aparecer en la prensa mundial. Los tramos que Siete Días anticipa hoy —por especial permiso de su editor local— permiten vislumbrar la calidad de esta obra, que, seguramente, ha de figurar junto a los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Residencia en la Tierra, Canto General, Memorial de Isla Negra y Estravagario.

Muchas veces me han preguntado cuándo escribí mi primer poema, cuándo nació en mí la poesía.
Trataré de recordarlo. Muy atrás en mi infancia y habiendo apenas aprendido a escribir, sentí una vez una intensa emoción y tracé unas cuantas palabras semirrimadas, pero extrañas a mí, diferentes del lenguaje diario. Las puse en limpio en un papel, preso de una ansiedad profunda, de un sentimiento hasta entonces desconocido, especie de angustia y de tristeza. Era un poema dedicado a mi madre, es decir, a la que conocí por tal, a la angelical madrastra cuya suave sombra protegió toda mi infancia. Completamente incapaz de juzgar mi primera producción, se la llevé a mis padres. Ellos estaban en el comedor, sumergidos en una de esas conversaciones en voz baja que dividen más que un río el mundo de los niños y el de los adultos, les alargué el papel con las líneas, tembloroso aún con la primera visita de la inspiración. Mi padre, distraídamente, lo tomó en sus manos, distraídamente lo leyó, distraídamente me lo devolvió, diciéndome:
—¿De dónde lo copiaste?
Y siguió conversando en voz baja con mi madre de sus importantes y remotos asuntos.
Me parece recordar que así nació mi primer poema y que así recibí la primera muestra distraída de la crítica literaria.
Mientras tanto avanzaba en el mundo del conocimiento, en el desordenado río de los libros como un navegante solitario. Mi avidez de lectura no descansaba de día ni de noche. En la costa, en el
pequeño Puerto Saavedra, encontré una biblioteca municipal y un viejo poeta, don Augusto Winter, que se admiraba de mi voracidad literaria. "¿Ya los leyó?", me decía, pasándome un nuevo Vargas Vila, un Ibsen, un Rocambole. Como un avestruz, yo tragaba sin discriminar.
Por ese tiempo llegó a Temuco una señora alta, con vestidos muy largos y zapatos de taco bajo. Era la nueva directora del liceo de niñas. Venía de nuestra ciudad austral, de las nieves de Magallanes. Se llamaba Gabriela Mistral.
Yo la miraba pasar por las calles de mi pueblo con sus ropones talares, y le tenía miedo. Pero, cuando me llevaron a visitarla la encontré buenamoza. En su rostro tostado en que la sangre india predominaba como en un bello cántaro araucano, sus dientes blanquísimos se mostraban en una sonrisa plena y generosa que iluminaba la habitación.
Yo era demasiado joven para ser su amigo, y demasiado tímido y ensimismado. La vi muy pocas veces. Lo bastante para que cada vez saliera con algunos libros que me regalaba. Eran siempre novelas rusas que ella consideraba como lo más extraordinario de la literatura mundial. Puedo decir que Gabriela me embarcó en esa sería y terrible visión de los novelistas rusos y que Tolstoy, Dostoievsky, Chéjov, entraron en mi más profunda predilección.

El tren recorría un trozo de aquella provincia fría desde Temuco hasta Carahue. Cruzaba inmensas extensiones deshabitadas sin cultivos, cruzaba los bosques vírgenes, sonaba como un terremoto por túneles y puentes. Las estaciones quedaban aisladas en medio del campo, entre aromos y manzanos floridos, los indios araucanos con sus ropas rituales y su majestad ancestral esperaban en las estaciones para vender a los pasajeros corderos, gallinas, huevos y tejidos. Mi padre siempre compraba algo con interminable regateo. Era de ver su pequeña barba rubia levantando una gallina frente a una araucana impenetrable que no bajaba en medio centavo el precio de su mercadería.
Cada estación tenía un nombre más hermoso, casi todos heredados de las antiguas posesiones araucanas. Esa fue la región de los más encarnizados combates entre los invasores españoles y los primeros chilenos, hijos profundos de aquella tierra.
Labranza era la primera estación, Boroa y Ranquilco la seguían. Nombres con aroma de plantas salvajes, y a mí me cautivaban con sus sílabas. Siempre estos nombres araucanos significaban algo delicioso: miel escondida, lagunas o río cerca de un bosque, o monte con apellido de pájaro. Pasábamos por la pequeña aldea de Imperial donde casi fue ejecutado por el gobernador español el poeta don Alonso de Ercilla. En los siglos XV y XVI aquí estuvo la capital de los conquistadores. Los araucanos en su patria inventaron la táctica de tierra arrasada. No dejaron piedra sobre piedra de la ciudad descrita por Ercilla como bella y soberbia.
Y luego la llegada a la ciudad fluvial. El tren daba sus pitazos más alegres, oscurecía el camino y la estación ferroviaria con inmensos penachos de humo de carbón, tintineaban las campanas, y se olía ya el curso ancho, celeste y tranquilo del río Imperial que se acercaba al océano. Bajar los bultos innumerables, ordenar la pequeña familia y dirigirnos en carreta tirada por bueyes hasta el vapor que bajaría por el río Imperial, era toda una función dirigida por los ojos azules y el pito ferroviario de mi padre. Bultos y nosotros nos metíamos en el barquito que nos llevaba al mar. No había camarotes. Yo me sentaba cerca de proa. Las ruedas movían con sus paletas la corriente fluvial, las máquinas de la pequeña embarcación resoplaban y rechinaban, la gente sureña taciturna se quedaba como muebles inmóviles dispersos por la cubierta.
Algún acordeón lanzaba su lamento romántico, su incitación al amor. No hay nada más invasivo para un corazón de quince años que una navegación por un río ancho y desconocido, entre riberas montañosas, en el camino del misterioso mar.
Bajo Imperial era sólo una hilera de casas de techos colorados. Estaba situado sobre la frente del río. Desde la casa que nos esperaba y, aún antes, desde los muelles desvencijados donde atracó el vaporcito, escuché a la distancia el trueno marino, una conmoción lejana. El oleaje entraba en mi existencia.

En la revista Claridad, a la que yo me incorporé como militante político y literario, casi todo era dirigido por Alberto Rojas Giménez, quien iba a ser uno de mis más queridos compañeros generacionales. Usaba sombrero cordobés y largas chuletas de prócer. Elegante y apuesto, a pesar de la miseria en que parecía bailar como pájaro dorado, resumía todas las cualidades del nuevo dandismo, una desdeñosa actitud, una comprensión inmediata de los numerosos conflictos y una alegre sabiduría (y apetencia) de todas las cosas vitales. Libros y muchachas, botellas y barcos, itinerarios y archipiélagos, todo lo conocía y lo utilizaba hasta en sus más pequeños gestos. Se movía en el mundo literario con un aire displicente de perdulario perpetuo, de despilfarrador profesional de su talento y su encanto. Sus corbatas eran siempre espléndidas muestras de opulencia, dentro de la pobreza general. Cambiaba de casa y de ciudad constantemente y de ese modo su desenfadada alegría, su bohemia perseverante y espontánea, regocijaban por algunas, semanas a los sorprendidos habitantes de Rancagua, de Curicó, de Valdivia, de Concepción, de Valparaíso. Se iba como había llegado, dejando versos, dibujos, corbatas, amores y amistades en donde estuvo. Como tenía una idiosincrasia de príncipe de cuento y un desprendimiento inverosímil, lo regalaba todo, su sombrero, su camisa, su chaqueta y hasta sus zapatos. Cuando no le quedaba nada material, trazaba una frase en un papel, la línea de un verso o cualquier graciosa ocurrencia, y con un gesto magnánimo te lo obsequiaba al partir, como si te dejara en las manos una joya inapreciable.
Escribía sus versos a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y del grupo ultraísta de España. Había fundado una nueva escuela poética con el nombre de "Agu", que, según él, era el grito primario del hombre, el primer verso del recién nacido.
Rojas Giménez nos impuso pequeñas modas en el traje, en la manera de fumar, en la caligrafía. Burlándose de mí, con infinita delicadeza, me ayudó a despojarme de mi tono sombrío. Nunca me contagió con su apariencia escéptica, ni con su torrencial alcoholismo, pero hasta ahora recuerdo con intensa emoción su figura que lo iluminaba todo, que hacía volar la belleza de todas partes, como si animara a una mariposa escondida.
De don Miguel de Unamuno había aprendido a hacer pajaritas de papel. Construía una de largo cuello y alas extendidas que luego él soplaba. A esto lo llamaba darles el "impulso vital". Descubría poetas de Francia, botellas oscuras sepultadas en las bodegas, dirigía cartas de amor a las heroínas de Francis Jammes.
Sus bellos versos andaban arrugados en sus bolsillos sin que jamás, hasta hoy, se publicaran.
Tanto llamaba la atención su derrochadora personalidad que un día, en un café, se le acercó un desconocido, que le dijo: "Señor, lo he estado escuchando conversar y he cobrado gran simpatía por usted. ¿Puedo pedirle algo?" "¿Qué será?", le contestó con displicencia Rojas Giménez. "Que me permita saltarlo", dijo el desconocido. "Pero, ¿cómo?", respondió el poeta, "¿es usted tan poderoso que puede saltarme aquí, sentado en esta mesa?" "No, señor", repuso con voz humilde el desconocido. "Yo quiero saltarlo más tarde, cuando usted ya esté tranquilo en su ataúd. Es la manera de rendir mi homenaje a las personas interesantes que he encontrado en mi vida: saltarlos, si me lo permiten, después de muertos. Soy un hombre solitario y éste es mi único hobby". Y, sacando una libreta, le dijo: "Aquí llevo la lista de las personas que he saltado". Rojas Giménez aceptó loco de alegría aquella extraña proposición. Algunos años después, en el invierno más lluvioso de que haya recuerdo en Chile, moría Rojas Giménez. Había dejado su chaqueta, como de costumbre, en algún bar del centro de Santiago. En mangas de camisa, en aquel invierno antártico, cruzó la ciudad hasta llegar a la Quinta Normal, a casa de su hermana Rosita. Dos días después, una bronconeumonía se llevó de este mundo a uno de los seres más fascinantes que he conocido. Se fue el poeta con sus pajaritas de papel volando por el cielo y bajo la lluvia.
Pero aquella noche los amigos que le velaban recibieron una insólita visita. La lluvia torrencial caía sobre los techos, los relámpagos y el viento iluminaban y sacudían los grandes plátanos deja Quinta Normal, cuando se abrió la puerta y entró un hombre de riguroso luto y empapado por la lluvia. Nadie lo conocía. Ante la expectación de los amigos que lo velaban, el desconocido tomó impulso y saltó sobre el ataúd. En seguida, sin decir una palabra, se retiró tan sorpresivamente como había llegado, desapareciendo en la lluvia y en la noche. Y así fue como la sorprendente vida de Alberto Rojas Giménez fue sellada con un rito misterioso que aún nadie puede explicarse.
Yo estaba recién llegado a España cuando recibí la noticia de su muerte. Pocas veces he sentido un dolor tan intenso. Fue en Barcelona. Comencé de inmediato a escribir mi elegía: "Alberto flojas Giménez vienes volando", que publicó después la Revista de Occidente.
Pero, además, debía hacer algo ritual para despedirlo. Había muerto tan lejos, en Chile, en días de tremenda lluvia que anegaron el cementerio. El no poder estar junto a sus restos, el no poder acompañarlo en su último viaje, me hizo pensar en una ceremonia. Me acerqué a mi amigo, el pintor
Isaías Cabezón, y con él nos dirigimos a la maravillosa basílica de Santa María del Mar. Compramos dos inmensas velas, tan altas casi como un hombre, y entramos con ellas a la penumbra de aquel extraño templo. Porque Santa María del Mar era la catedral de los navegantes. Pescadores y marineros la construyeron piedra a piedra hace muchos siglos. Luego fue decorada con millares de exvotos; barquitos de todos los tamaños y formas, que navegaban en la eternidad, tapizan enteramente los muros y los techos de la bella basílica. Se me ocurrió que aquél era el gran escenario para el poeta desaparecido, su lugar de predilección, si lo hubiera conocido. Hicimos encender los velones en el centro de la basílica, junto a las nubes del artesonado, y sentados con mi amigo, el pintor, en la iglesia vacía, con una botella de vino verde junto a cada uno, pensamos que aquella ceremonia silenciosa, pese a nuestro agnosticismo, nos acercaba de alguna manera misteriosa a nuestro amigo muerto. Las velas, encendidas en lo más alto de la basílica vacía, eran algo vivo y brillante como si nos miraran desde la sombra y entre los exvotos los dos ojos de aquel poeta loco cuyo corazón se había extinguido para siempre.

En París, antes de la última guerra, conocí al pintor Alvaro Guevara, a quien en Europa siempre se le llamó Chile Guevara. Un día me telefoneó con urgencia. "Es un asunto de primera importancia", me dijo.
Yo venía de España y nuestra lucha de entonces era contra el Nixon de aquella época, llamado Hitler. Mi casa había sido bombardeada en Madrid y vi hombres, mujeres y niños destrozados por los bombarderos. La guerra mundial se aproximaba. Con otros escritores nos pusimos a combatir el fascismo a nuestra manera: con nuestros libros, que exhortaban a reconocer el grave peligro.
Mi compatriota se había mantenido al margen de esta lucha. Era un hombre taciturno y un pintor muy laborioso, lleno de trabajos. Pero el ambiente era de pólvora. Cuando las grandes potencias impidieron la llegada de armas para que se defendieran los españoles republicanos, y luego cuando en Munich abrieron las puertas al ejército hitleriano, la guerra llegaba.
Acudí al llamado del Chile Guevara. Era algo muy importante lo que quería comunicarme.
—¿De qué se trata? —le dije. —No hay tiempo que perder —me respondió—. No tienes por qué ser antifascista. No hay que ser antinada. Hay que ir al grano del asunto y ese grano lo he encontrado yo. Quiero comunicártelo con urgencia para que dejes tus congresos antinazis y te pongas de lleno a la obra. No hay tiempo que perder.
—Bueno, dime de que se trata. La verdad, Alvaro, es que ando con muy poco tiempo libre.
—La verdad, Pablo, es que mi pensamiento está expresado en una obra de teatro, de tres actos. Aquí la he traído para leértela —y con su cara de cejas tupidas, de antiguo boxeador, me miraba fijamente, mientras desembolsaba un voluminoso manuscrito.
Presa de terror, y pretextando mi falta de tiempo, lo convencí de que me explayara verbalmente las ideas con las cuales pensaba salvar la humanidad.
—Es el huevo de Colón —me dijo—. Te voy a explicar. ¿Cuántas papas salen de una papa que se siembra?
—Bueno, serán cuatro o cinco —dije por decir algo.
—Mucho más —respondió—. A veces cuarenta, a veces más de cien papas. Imagínate que cada persona plante una papa en el jardín, en el balcón, donde sea ¿Cuántos habitantes tiene Chile?, Ocho millones. Ocho millones de papas plantadas. Multiplica, Pablo, por cuatro, por cien. Se acabó el hambre, se acabó la guerra. ¿Cuántos habitantes tiene China? Quinientos millones, ¿verdad? Cada chino planta una papa. De cada papa sembrada salen cuarenta papas. La humanidad está salvada.
Cuando los nazis entraron a París no tomaron en cuenta esa idea salvadora: el huevo de Colón, o más bien la papa de Colón. Detuvieron a Alvaro Guevara una noche de frío y niebla en su casa de París. Lo llevaron a un campo de concentración y ahí lo mantuvieron preso, con un tatuaje en el brazo, hasta el fin de la guerra. Hecho un esqueleto humano salió del infierno, pero ya nunca pudo reponerse. Vino por última vez a Chile, como para despedirse de su tierra, dándole un beso final, un beso de sonámbulo, y se volvió a Francia, donde terminó de morir.
Gran pintor, querido amigo, chile Guevara, quiero decirte una cosa: Ya sé que estás muerto, que no te sirvió de nada el apoliticismo de la papa. Sé que los nazis te mataron. Sin embargo, en el mes de junio del año pasado, entré en la National Gallery. Iba solamente para ver los Turner, pero antes de llegar a la sala grande encontré un cuadro impresionante: un cuadro que era para mí tan hermoso como los Turner, una pintura deslumbradora. Era el retrato de una dama, de una dama famosa: se llamó Edith Sitwel. Y este cuadro era una obra tuya, la única obra de un pintor de América latina que haya alcanzado nunca el privilegio de estar entre las obras maestras de aquel gran museo de Londres.
No me importa el sitio, ni el honor, y en el fondo me importa también muy poco aquel hermoso cuadro. Me importa el que no nos hayamos conocido más, entendido más, y que hayamos cruzado nuestras vidas sin entendernos, por culpa de una papa.

Valparaíso está muy cerca de Santiago. Lo separan tan sólo las hirsutas montañas en cuyas cimas se levantan, como obeliscos, grandes cactus hostiles y floridos. Sin embargo, algo infinitamente indefinible distancia a Valparaíso de Santiago. Santiago es una ciudad prisionera, cercada por sus muros de nieve. Valparaíso, en cambio, abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de las calles, a los ojos de los niños.
En el punto más desordenado de nuestra juventud nos metíamos de pronto, siempre de madrugada, siempre sin haber dormido, siempre sin un centavo en los bolsillos, en un vagón de tercera clase. Éramos poetas o pintores de poco más o poco menos veinte años, provistos de una valiosa carga de locura irreflexiva que quería emplearse, extenderse, estallar. La estrella de Valparaíso nos llamaba con su pulso magnético.
Sólo años después volví a sentir desde otra ciudad ese mismo llamado inexplicable. Fue durante mis años en Madrid. De pronto, en una cervecería, saliendo de un teatro en la madrugada, o simplemente andando por las calles, oía la voz de Toledo que me llamaba, la muda voz de sus fantasmas, de su silencio. Y a esas altas horas, junto con amigos tan locos corno los de mi juventud, nos largábamos hacia la antigua ciudadela calcinada y torcida. A dormir vestidos sobre las arenas del Tajo, bajo los puentes de piedra.
No sé por qué, entre mis viajes fantasiosos a Valparaíso, uno se me ha quedado grabado, impregnado por un aroma de hierbas arrancadas a la intimidad de los campos. Íbamos a despedir a un poeta y a un pintor que viajaría a Francia en tercera clase. Como entre todos no teníamos para pagar ni el más ratonil de los hoteles, buscamos a Novoa, uno de nuestros locos favoritos del gran Valparaíso. Llegar a su casa no era tan simple. Subiendo y resbalando por colinas y colinas hasta el infinito, veíamos en la oscuridad la imperturbable silueta de Novoa que nos guiaba.
Era un hombre imponente, de barba poblada y gruesos bigotazos. Los faldones de su vestimenta oscura batían como alas en las cimas misteriosas de aquella cordillera que subíamos ciegos y abrumados. El no dejaba de hablar. Era un santo loco, canonizado exclusivamente por nosotros, los poetas. Y era, naturalmente, un naturalista; un vegetariano vegetal. Exaltaba las secretas relaciones, que sólo él conocía, entre la salud corporal y los dones connaturales de la tierra. Nos predicaba mientras marchaba; dirigía hacia atrás su voz tonante, como si fuéramos sus discípulos. Su figura descomunal avanzaba como la de un San Cristóbal nacido en los nocturnos, solitarios suburbios. Por fin llegamos a su casa, que resultó ser una cabaña de dos habitaciones. Una de ellas la ocupaba la cama de nuestro San Cristóbal. La otra la llenaba en gran parte un inmenso sillón de mimbre, profusamente entrecruzado por superfluos rosetones de paja y extraños cajoncitos adosados a sus brazos; una obra maestra del estilo Victoriano. El gran sillón me fue asignado para dormir aquella noche. Mis amigos extendieron en el suelo los diarios de la tarde y se acostaron parsimoniosamente sobre las noticias y los editoriales.
Pronto supe, por respiraciones y ronquidos, que ya dormían todos. A mi cansancio, sentado en aquel mueble monumental, le era difícil conciliar el sueño. Se oía un silencio de altura, de cumbres solitarias. Sólo algunos ladridos de perros astrales que cruzaban la noche, sólo un pitazo lejanísimo de navío que entraba o salía, me confirmaban la noche de Valparaíso.
De repente sentí una influencia extraña y arrobadora que me invadía. Era una fragancia montañosa, un olor a pradera, a vegetaciones que habían crecido con mi infancia y que yo había olvidado en el fragor de mi vida ciudadana. Me sentí reconciliado con el sueño, envuelto por el arrullo de la tierra maternal. ¿De dónde podría venir aquella palpitación silvestre de la tierra, aquella purísima virginidad de aromas? Metiendo los dedos por entre los vericuetos de mimbre del sillón colosal descubrí innumerables cajoncillos y, en ellos, palpé plantas secas y lisas, ramos ásperos y redondos, hojas lanceoladas, tiernas o férreas. Todo el arsenal, salutífero, de nuestro predicador vegetariano, el trasunto entero de una vida consagrada a recoger malezas con sus grandes manos de San Cristóbal exuberante y andarín. Revelado el misterio, me dormí plácidamente, custodiado por el aroma de aquellas hierbas guardianas.

Me refugié en la poesía con ferocidad de tímido. Aleteaban sobre Santiago las nuevas escuelas literarias. En la calle Maruri 513 terminé de escribir mi primer libro. Escribía dos, tres, cuatro y cinco poemas al día. En las tardes, al ponerse el sol, frente al balcón se desarrollaba un espectáculo diario que yo no me perdía, por nada del mundo. Era la puesta del sol, con grandiosos hacinamientos de colores, repartos de luz, abanicos inmensos de anaranjado y escarlata. El capítulo central de mi libro se llama "Los crepúsculos de Maruri". Nadie me ha preguntado nunca qué es eso de Maruri. Tal vez muy pocos sepan que se trata apenas de una humilde calle visitada por los más extraordinarios crepúsculos.
En 1923 se publicó ése, mi primer libro: Crepusculario. Para pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj que solemnemente me había regalado mi padre, reloj al que él le había hecho pintar dos banderitas cruzadas. Al reloj siguió mi traje negro de poeta. El impresor era inexorable y, al final, lista totalmente la edición y pegadas las tapas, me dijo con aire siniestro: "No. No se llevará ni un solo ejemplar sin antes pagármelo todo". El crítico Alone aportó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría.
¡Mi primer libro! Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni mágica, sino que, por lo menos, la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos. Sin embargo, creo que ningún artesano puede tener, como el poeta la tiene, por una sola vez durante su vida, esta embriagadora sensación del primer objeto creado con sus manos, con la desorientación aún palpitante de sus sueños. Es un momento que ya nunca más volverá. Vendrán muchas ediciones más cuidadas y bellas. Llegarán sus palabras trasvasadas a la copa de otros idiomas como un vino que cante y perfume en otros sitios de la tierra. Pero ese minuto en que sale fresco de tinta y tierno de papel el primer libro, ese minuto arrobador y embriagador, con sonido de alas que revolotean y de primera flor que se abre en la altura conquistada, ese minuto está presente una sola vez en la vida del poeta.
Uno de mis versos pareció desprenderse de aquel libro infantil y hacer su propio camino: es el "Farewell", que hasta ahora se sabe de memoria mucha gente por donde voy. En el sitio más inesperado me lo recitaban de memoria, o me pedían que yo lo hiciera. Aunque mucho me molestara, apenas presentado en una reunión, alguna muchacha comenzaba a elevar su voz con aquellos versos obsesionantes, y a veces ministros de Estado me recibían cuadrándose militarmente delante de mí y espetándome la primera estrofa.
Años más tarde, Federico García Lorca, en España, me contaba cómo le pasaba lo mismo con su poema La casada infiel. La máxima prueba de amistad que podía dar Federico era repetir para uno su popularísima y bella poesía. Hay una alergia hacia el éxito estático de uno solo de nuestros trabajos. Este es un sentimiento sano y hasta biológico. Tal imposición de los lectores pretende inmovilizar al poeta en un solo minuto, cuando en verdad la creación es una constante rueda que gira con mayor aprendizaje y conciencia, aunque tal vez con menos frescura y espontaneidad.

 

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