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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES

FIDEL CASTRO RUZ
44 AÑOS, ABOGADO, PRIMER MINISTRO DE CUBA. UNO DE LOS PERSONAJES DE ESTE SIGLO. POR PRIMERA VEZ EN SIETE AÑOS SALIÓ DE LA HABANA Y ATERRIZO, EL MIÉRCOLES 10 DE NOVIEMBRE A LAS 5 DE LA TARDE, EN EL AEROPUERTO CHILENO DE PUDAHUEL. "GENTE" ESTUVO CON EL EN SANTIAGO, EN ANTOFAGASTA, EN EL SALITRE DE PEDRO DE VALDIVIA, EN LAS MINAS DE COBRE DEL ALTO NORTE. CAPTO SUS PALABRAS, SUS GESTOS, SUS ANÉCDOTAS, TODO LO QUE DIJO Y TODO LO QUE HIZO. RESULTADO: UN FIDEL CASTRO CAUTELOSO, PRUDENTE, MUY ESTENTÓREO, CON DOTES DE SHOWMAN, Y MUY, MUY DISTINTO DEL FIDEL CASTRO QUE ESTUVO EN LA ARGENTINA EN 1959. AQUÍ ESTA, DE CUERPO ENTERO.

Por Alfredo Serra y Antonio Legarreta
enviados especiales a Chile
Revista Gente - noviembre 1971

 





 

CARTA A REDACCIÓN
Desde Pedro de Valdivia, un pueblo minero de cuatro mil habitantes en el desierto de salitre de la República de Chile, 14 de noviembre de 1971.
¡Hola! Ya sé lo que me van a preguntar ni bien vuelva a la redacción: ¿Che, cómo es Fidel Castro? Mejor les contesto ahora. ¿Cómo es Fidel Castro? Mil tipos en uno. En cinco minutos frente a una multitud (el arte que mejor domina) puede simular fiereza, timidez, simpatía, agresividad, orgullo, modestia, miedo, valentía, frío, calor, cansancio, vitalidad. Y ninguno de esos estados será totalmente cierto ni totalmente falso. Puede ser de pronto un conductor de masas y de pronto un payaso que se rasca la cabeza, se retuerce la barba, resopla como un buey o hace cuernos con los dedos. Conoce todos los resortes para gustar a los demás. Por ejemplo, cuando llegó a Santiago dijo que lo perdonaran, que estaba afónico y no podía hablar mucho. Y veinticuatro horas después, en Antofagasta, habló a los gritos durante más de dos horas sin sombra de afonía. ¡Ah! Me olvidaba. Eso ocurrió inmediatamente después de su discurso en la Universidad de Chile, que duró exactamente tres horas. Por supuesto, a la noche todo Antofagasta estaba admirado y decía que Fidel era un hombre extraordinario, que afónico y todo etcétera, etcétera
¿Se dan cuenta?
Por supuesto, no es el Fidel Castro que estuvo en Buenos Aires en 1959. Sigue sin darle importancia al protocolo (en algunos aspectos), pero no creo que vuelva a pasear solo por la calle (por cualquier calle, no importa) ni a comer sandwiches de chorizo en una costanera. Entre otras cosas porque está más viejo —se le notan mucho los casi trece años que pasaron por su rostro desde aquel 1º de enero de 1959 en La Habana—, porque ya no es el insólito jefe de un grupo de guerrilleros que derrocó un gobierno y que todo el mundo miró con expectativa y simpatía (todavía no se había proclamado marxista-Ieninista, eso ocurrió unos meses después), y porque lo rodea una guardia de seguridad que sabe cómo y adonde pegar en cuanto un periodista, un fotógrafo o un hombre cualquiera se acerca más de la cuenta. Y también porque se ha vuelto cauteloso y prudente.
Sobre esto último les cuento dos anécdotas. Cuando llegó a la Universidad de Chile, en Antofagasta, lo esperaban unos tres mil estudiantes. Se habían pasado una semana pintando banderas, hoces, martillos y caras de Lenin, y esperaban que el discurso de su líder fuera una explosión roja y caliente, una proclama feroz. Hoy, de vuelta en las aulas, no dicen exactamente que Fidel Castro los defraudó, pero tampoco pueden entender muy bien por qué empezó el discurso diciendo: "No me inscriban en ninguna de sus agrupaciones. Vamos a hablar de cosas importantes, pero comprendan que debo tener cautela. No me tiendan trampas. No creo que piensen que yo pienso que ustedes piensan tenderme una trampa, no. Pero entiendan que debo medir mucho mis palabras..."
La otra anécdota ocurrió en la explanada del hotel Antofagasta. Cuando apareció en el palco, envuelto en un poncho, la gente empezó a cantar: "Fidel / seguro / al yanqui dale duro". Y Fidel sonrió, y tiró besos, y jugó a asombrado y a conmovido, pero no pronunció una sola palabra contra los Estados Unidos a lo largo de las dos horas siguientes; como si estuviera frenado.

NO POR SER PERIODISTAS...
Justamente allí, en la explanada del Antofagasta, tuvo el primer topetazo con los periodistas. Antes de empezar el discurso bajó del palco y se acercó a la soga de seguridad que nos separaba de él (les aclaro que éramos más de ochocientos, de todas partes del mundo; mi credencial tenia el número 832, así que saquen la cuenta). Se acercó a un camarógrafo y le preguntó de dónde era. "De Francia", le contestó el otro. "De Francia... ¿Desde allí te has venido? Qué bien..." Enseguida volvió a subir al palco, hizo un largo silencio y se puso a juguetear con los micrófonos. Los torcía, los acomodaba, los golpeaba con la punta del dedo índice de la mano derecha (me llamó la atención el tamaño de las manos de Castro: son muy, muy chicas; no tienen nada que ver con su cuerpazo cuadrado y sin cintura, tipo ropero). Siguió así un rato. Alguien, entre la muchedumbre, desató un coro: "Que los periodistas / digan la verdad..., que los periodistas / digan la verdad / que los periodistas / digan la verdad..."
Era lo que esperaba. Nos miró a todos de reojo con gesto desconfiado. Luego miró a la gente y dijo:
—No creo que vayan a decir la verdad...
Por supuesto, la gente ya tenía el "embale" necesario. Otro gritó:
—Claro, hay muchos periodistas norteamericanos.
Era lo que Fidel Castro esperaba. Sonrió, se tocó la barba, volvió a mirarnos de reojo. Después dijo con tono zumbón:
—Un momento, un momento. A lo mejor cometemos una gran injusticia. No por el hecho de ser periodistas tienen que ser mentirosos. No por el hecho de ser norteamericanos tienen que ser mentirosos. Son mentirosos porque son imperialistas, no porque son periodistas...
Había conseguido lo que quería: nos silbaron de los cuatro costados. Y no terminó allí. Siempre antes del discurso descubrió que los periodistas, parados delante del palco, tapábamos al público. Entonces, a los gritos, dijo que si queríamos quedarnos allí teníamos que sentarnos en el suelo o arrodillarnos. Lo contrario hubiera sido perder la nota, de modo que aceptamos la imposición.

¡CUANDO EMPIEZA A DISCURSEAR!
Lo demás, el discurso, fue interminable. Nosotros recibimos cada tanto algún cable que dice: "Fidel Castro pronunció un discurso de siete horas (o de nueve, o de quince) en tal o cual parte", y leemos ese cable como una rutina. Pensamos, simplemente, que el primer ministro es un tipo que habla mucho pero verlo y oírlo es otra cosa. Ustedes no pueden imaginárselo. Domina todas las trampas, todos los mecanismos del impacto sobre la masa. No lleva nada escrito, pero tampoco es exactamente cierto que improvisa. Creo que sube al palco con todo el esquema en la cabeza, palabra por palabra, segundo por segundo, y que jamás se aparta de ese plan. Pero lo desarrolla de tal modo que la cosa parece un juego, un diálogo, una charla mano a mano con la gente. Por ejemplo, su as en la manga para el partido de Antofagasta era prometerles a los chilenos (eso ya se sabía en Santiago un día antes) todo el azúcar, el níquel y el apoyo técnico que Cuba esté en condiciones de darles. Sin embargo, derramó esas promesas poco a poco (mientras se hacía de noche y el frío lo obligaba a arrebujarse en un poncho que le regalaron los mineros) y en forma de respuesta.
Algo así:
Fidel Castro: —En Cuba quisieron dejarnos sin médicos, pero ahora tenemos ocho mil. Y todos revolucionarios.
Una mujer: (desde el fondo de la muchedumbre, abrazada a una bandera roja) —¡Mande unos poquitos para aquí, compañero Fidel!
Fidel Castro: (larga pausa primero) —No tema, compañera. Si Chile necesita médicos cubanos los tendrá. Cuando yo digo en La Habana que Chile necesita médicos, no tengo que convencer a esos médicos para que vengan a Chile. Tengo que convencerlos de que no pueden venir todos...
¿Se dan cuenta? Y como ésta, mil frases, siempre jugadas de la misma manera. Incluso apoyándose en detalles nimios y convirtiéndolos en algo fundamental. Como el episodio del cuadro de cobre que le regalaron los mineros de Chuquicamata. Lean bien:
Fidel Castro: (levanta el cuadro de cobre y lo muestra a la multitud) —Este cuadro me lo regalaron los obreros del cobre. Pregunté dónde estaba el delegado de ellos que me lo tenía que entregar y me contestaron que no había podido venir porque tenia que seguir en su puesto de trabajo. Eso me pareció magnífico. Compañeros... ¡Así debe ser una verdadera revolución! 
¿Me entienden?

(continúa)

 

 

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