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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES

EINSTEIN
UN NIÑO FRENTE AL MISTERIO
El científico, el niño, el místico, el disconforme, el desarreglado, el defensor del hombre convivían en la personalidad de Einstein. En el centenario de su nacimiento, por suerte, las nuevas generaciones de científicos también empiezan a ver al gran maestro que habitaba en él.

José Luis D 'Amato
Revista Expreso Imaginario
abril 1979

 

 



 

A veinticuatro años de su muerte, para la mayoría de la gente Einstein dejó de ser un hombre: se convirtió en una leyenda, en el símbolo máximo del conocimiento. Pero cien años atrás, cuando el 14 de marzo de 1879 nacía en Ulm, Alemania nadie lo
hubiera previsto. De lento desarrollo mental —habló recién a los tres años—, de aspecto soñador y nada "productivo", la escuela primaria fue para él un suplicio; los programas escolares que los maestros repiqueteaban en sus oídos tenían para aquel niño infinitamente menos atractivo que, por ejemplo, la brújula que le había mostrado su padre a los cinco años.
Albertito no aprendía. Los maestros no sabían qué hacer con él. Sus padres tampoco. Era un chico muy "raro". Se resistía con toda su alma a estudiar de memoria. No aguantaba la disciplina cadavérica de las aulas. La educación autoritaria no podía quebrar en él la capacidad constante de maravillarse ante el misterio, ante lo incomprensible.
Ya viejo, le diría irónicamente a un estudiante que le escribió contándole sus problemas en la escuela: "No te preocupes por tus dificultades en matemática; te puedo asegurar que las mías son aun mayores".
Si nunca logró ser buen alumno, tampoco se lo propuso. En el otro suplicio, la escuela secundaria, los profesores lo llamaban "el perro perezoso" ¿Para qué la zoología, la historia, el lenguaje? A los doce años, cosa común en esa edad, tuvo un fuerte brote de misticismo. Su familia era judía, pero atea. En algún momento de esa crisis religiosa llegó a reprender a su padre por haberse apartado de la ortodoxia judía.
Pero esa problemática fue diluyéndose y encauzándose cuando halló por su cuenta temas de estudio que sí lo apasionaron: filosofía, física, geometría. Allí encontró lo que las religiones no le daban. No fue extraño entonces que a los quince o dieciséis años estudiara la filosofía de Spinoza, para quien Dios no es otra cosa que la misma Naturaleza. "Creo en el Dios de Spinoza, que nos revela una armonía de todos los seres, y no en un Dios que se ocupe del destino y de las acciones de los hombres", dijo cierta vez.
Para Spinoza —y para Einstein— la Naturaleza sólo puede ser captada de un modo totalmente racional, tratando siempre de eliminar de nuestra mente todo rastro de pensamiento vago y confuso. Pero "ser racional", utilizar a fondo la razón para destapar los enigmas de la Naturaleza, no quería decir para Einstein "frialdad intelectual", "rigidez mortal". Todo lo contrario. Únicamente la razón acompañada de una profunda emoción puede producir ese raro fruto necesario para el verdadero conocimiento: la intuición, decía.
"La más hermosa y profunda emoción que podemos experimentar es el sentido del misterio. En él está el origen de todo arte, de toda verdadera ciencia. Quien jamás haya probado esta emoción, quien no se ha detenido para meditar y quedar cautivo en temerosa admiración, está como muerto; su vida se ha apagado".
Y Einstein estaba vivo, vaya si estaba vivo mientras vivía. ¿Las formalidades? Al diablo las formalidades. En su casa recibía a altísimas personalidades con su viejo pulóver y sin medias. ¿El confort, las complicaciones? Una vez le preguntaron por qué usaba el mismo jabón para lavarse y para afeitarse: contestó: "Dos jabones? Eso es demasiado complicado para mí". ¿Las injusticias de cualquier tipo? Luchaba contra ellas donde las encontraba. Hacia el final de su vida, una vez más se topó con la injusticia cuando en EE.UU. el macartismo le hizo sentir que volvía a estar en la Alemania de Hitler. Entonces arengó a los científicos e intelectuales para que desafiaran al congreso norteamericano, aun bajo el riesgo de la cárcel y la ruina económica.
Era pacifista, pero no agachaba la cabeza. Tal vez, porque siempre la tuvo bien alta, es que supo pensar como lo hizo. Desde la escuela primaria hasta la vejez, nunca se sometió. Ni siquiera se inclinó ante lo que los demás creían que era la verdad. Esa seguridad en sí mismo fue quizá uno de los factores para que a la edad de 26 años —nada más— se atreviera a concebir la máxima revolución científica de la era moderna: la teoría de la relatividad. Cuenta su yerno, A. Moszkowski, que el día que llegó a casa de Einstein la confirmación de que, como había previsto en su teoría, la luz de las estrellas es desviada por la masa solar, un amigo que estaba con él le dijo:
— Es para mí un honor hallarme hoy aquí. Ud debe ser un hombre feliz. (Señaló la foto que Einstein tenía en sus manos). Ahí en sus manos está la primera prueba de que su teoría es cierta.
— ¿La prueba?; ¿la prueba?... "Ellos" la necesitaban, yo no!...
En 1945, sin embargo, esa tremenda seguridad tambaleó. Fue el 6 de agosto, el día que la bomba atómica derritió Hiroshima. Semanas después fue a visitar al físico japonés Hideki Yukawa, y, con lágrimas en los ojos, le pidió profundas disculpas. Se sentía culpable de la matanza. El, que decía:
"Mi trabajo científico está motivado por el irresistible anhelo de comprender los secretos de la Naturaleza y por ningún otro sentimiento. Mi amor por la justicia y los esfuerzos que hago por contribuir al mejoramiento de las condiciones humanas, son completamente independientes de mis intereses científicos".
...él, que decía esto, ante la bomba atómica se encontró frente a la mayor contradicción de su vida. Su trabajo científico también había contribuido a la injusticia y a la destrucción humana: ya el uno y las otras no eran independientes.
Einstein tenía cerca de cuarenta años cuando se desató sobre él el carnaval de la popularidad. Lo aguantó como pudo. "Con la fama me hice más y más estúpido, lo cual, por supuesto, es un fenómeno muy común. Hay una gran desproporción entre lo que uno es y lo que los otros piensan que uno es. En mi caso, cada silbido se convierte en un solo de trompeta" decía mordazmente.
Los que saben interpretar la teoría de la relatividad (en sus dos formas), aseguran que allí se encuentra condensado el pensamiento más profundo y armonioso que produjeron los 400 años de ciencia moderna. Aun hoy resulta incomprensible entender cómo un hombre solo, encerrado en un mísero empleo de receptor de patentes, pudo volar a tales alturas. Cuando murió, los científicos quisieron encontrar la respuesta analizando la estructura de un cerebro. Había algunas circunvoluciones más que las normales, pero esto se debía a que ejercitó como un músculo su mente toda la vida, no a alguna razón misteriosa, oculta. Cierta vez un psicoanalista lo quiso analizar. El le contestó: "Me apena no poder acceder a su pedido, porque me gustaría mucho
seguir permaneciendo en la oscuridad que significa no haber sido analizado".
Además de ese temperamento punzante, tenía una particularidad que a todos asombraba: la de abstraerse imprevistamente de sus ocupaciones cotidianas para concentrarse en una idea o en una intuición. Una amiga suya, A. Vallentin, cuenta que durante una charla era común verlo "partir" de repente. "Nada aparentemente cambiaba en su expresión. A menudo una ligera sonrisa quedaba dibujada en sus labios. Sus ojos podían seguir abiertos, pero estaban tan vacíos y sin luz como los de un ciego. Se podía hacer al lado suyo un gran ruido o guardar un silencio profundo; él no llegaba a sentirlo. Podía permanecer así ausente largo rato, o volver en sí rápidamente. Sus retornos eran tan bruscos como sus partidas. Pero era difícil sacarse de encima la impresión de que su presencia entre nosotros era algo así como prestada".
Este año hay programados innumerables actos para conmemorar en todo el mundo el centenario de su nacimiento. Desde noviembre pasado gira sobre nuestras cabezas un satélite que lleva su nombre. En los Estados Unidos, en este mes de abril, erigirán una estatua de bronce con su figura. Los científicos de todas partes le rendirán culto. ¿Einstein hubiera aprobado estas reverencias? Creemos que no. De estar vivo, en cambio sí le hubiera gustado observar el sintomático fenómeno que se advierte en las actuales generaciones, que están volviendo a dirigir su atención hacia la vida, la obra y la pasión sin límites que este hombre puso ante todo lo qué se enfrentó. Einstein vuelve a ser un verdadero maestro, no una leyenda.

 

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