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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES


Los guerrilleros de Harlem

Como hace diez meses, se yergue la amenaza de cruentos desórdenes. Los terroristas negros apelan a la guerrilla urbana, mientras los blancos se preparan militarmente en zonas ultrasecretas. por Raymond Cartier

Revista Siete Días Ilustrados
abril 1968


 





 

"¡Cuidado, Poder Negro! Esta zona se encuentra protegida por la milicia de los ciudadanos blancos". La advertencia estalló días pasados en centenares de carteles, inundó calles y edificios de los Estados Unidos. La nación norteamericana reedita, así, 'la atmósfera de violencia que la convulsionó hace menos de un año; el espectro de la guerra racial vuelve a crecer.
Blancos y negros se lanzan boy a una desenfrenada carrera armamentista y se adiestran militarmente en asociaciones ultrasecretas. Desde Michigan, el reverendo negro Albert Cleage responde a aquella amenaza de los militantes blancos: "Hermanos: debemos aprovisionarnos para resistir el cerco. Nos rodea el ejército mejor armado del país, que se apresta a sitiar nuestros ghettos. Es necesario que los negros sepan morir como verdaderos revolucionarios. . ." En Detroit, Ohio, Nueva Jersey, en todos los puntos azotados por el terror a mediados de 1967, el país blanco y el país negro se observan. Con furia, con los dientes apretados.
¿Cuándo comenzó, qué curso puede seguir esta turbulenta lucha que desgarra a la más poderosa nación de Occidente?
LA GUERRILLA NEGRA
Durante el verano último, los disturbios raciales conmovieron a 164 localidades de los Estados Unidos. La sangre corrió 89 veces, con un saldo de 83 muertos. Fueron auténticas batallas que envolvieron a Newark y Nueva Jersey (25 muertos), a Michigan y Detroit (43 muertos). Refiriéndose a esta última, el mayor general George M. Geltson enfatizó: "¡No se trata ya de una operación de policía, sino de una verdadera guerrilla!"
Una semana después de la batalla de Detroit, el presidente Johnson encomendó al gobernador de Illinois, Otto Kerner, la dirección de una encuesta sobre aquellos desórdenes: exigió una investigación "absolutamente libre". "Encuentre la verdad, y viértala en su informe. . .", reclamó. Kerner, demócrata, contó con la colaboración del alcalde republicano de Nueva York, John V. Lindsay. En la comisión, de nueve miembros, actuaron dos eminentes personalidades negras: el director de la Asociación por el Progreso de la Gente de Color, Roy Wilkins, y el senador republicano electo en 1966 por Massachusetts, Edward W. Brooks. Además, un pequeño ejército de encuestadores se esforzó para establecer y controlar los hechos.
El informe, de 2000 páginas, confirma que la trinchera donde se debate actualmente la "cuestión negra" no se encuentra en las plantaciones de algodón o los tabacales de Dixie. De las 83 víctimas de 1967, sólo una cayó en una localidad sureña: Jackson, Mississippi. El campo de batalla de la presumible segunda guerra civil norteamericana se extiende hoy por las grandes ciudades; especialmente las del Norte.
Dos de esas ciudades están pobladas por mayorías negras: Washington —la capital— y Newark, frente a los rascacielos de Manhattan, más allá del río Hudson. Tres años más y les llegará el turno a Nueva Orleans y Richmond. Y en 1972 le tocará a Baltimore y Gary, el importante distrito siderúrgico de Chicago. Les seguirán Cleveland, en 1975; San Luis, en 1978, y Detroit en 1979. En 1981, Filadelfia se convertirá también en una ciudad con mayoría negra. En 1985, Chicago ingresará en el mismo rango. Y habrá más niños negros que blancos en las escuelas de Dallas, Pittsburgh, Buffalo, Cincinnati, Louisville, Indianapolis, Kansas City, New Haven y otras localidades. Quedan pocas dudas: la negrización de las ciudades continuará.
LOS GHETTOS NEGROS
¿Es el resultado de una explosión demográfica? Sí y no. En 1985, la "nación negra" de USA contará con 30.700.000 habitantes. No alcanzará, sin embargo, más que a un 12,8 por ciento de la población total: demasiado poco, para explicar por qué todas las grandes ciudades estadounidenses tendrán mayorías o enormes minorías de color.
Parece ser que cuando "llegan" los negros, los blancos huyen de la ciudad. Según el informe Kerner, 21 de los 30 millones de negros potenciales de 1985 ocuparán el radio céntrico de 134 conglomerados urbanos: la periferia estará constituida por los suburbios blancos. En la actualidad, los barrios de color designados con el terrible nombre de ghettos ocupan generalmente los puntos más estratégicos: el ghetto de Detroit rodea al principal hotel de la ciudad; uno de los de Chicago se extiende hasta el distrito comercial; Harlem —en Nueva York— presiona fuertemente sobre Manhattan. El grueso de los extranjeros que atraviese esta pequeña isla está lejos de sospechar su estructura racial y social.
La comisión Kerner trazó un bosquejo de cada una de las ciudades cuyas explosiones raciales analizó: allí, las condiciones de vida de los negros, sensiblemente inferiores a las de los blancos, se deterioran más aún por el éxodo de éstos. Newark —400.000 habitantes— perdió 70.000 de sus residentes blancos después de 1960. Desangradas por la fuga de sus mejores contribuyentes, las finanzas municipales permiten menos que nunca las mejoras imprescindibles en cuanto a viviendas, caminos, escuelas. Cada día, el ghetto es más y más ghetto. Se desarrolla un sectarismo amargo y erizado. La América negra y la blanca se distancian, se atrincheran, se miran con recelo. Aunque la segregación legal fue totalmente abolida, la segregación de los espíritus se acentúa.
EL PODER NEGRO
Veinticinco años atrás ni se hubiera soñado con esta situación. Los negros de Norteamérica se enorgullecían por su calidad de ciudadanos (aun cuando fueran de "segunda clase") de la más grande democracia del mundo. Pero la emancipación de África destruyó ese sentimiento de superioridad: los negros de Harlem tienen hoy mucho que envidiar a los de Nairobi o Bamako.
"Los extremistas del Poder Negro —declaró días pasados Henry Moon, colaborador de Roy Wilkins— son dementes. Sus ideas separatistas no resisten el análisis. ¿Un estado negro independiente en el sur? Es imposible. ¿Matar a todos los blancos? Es ridículo. ¿Volver al África? Es impensable. Nosotros somos americanos. Pertenecemos a la civilización occidental. La meta de nuestra lucha no puede ser otra que la de conquistar iguales derechos y privilegios que nuestros compatriotas blancos."
Moon, como todos los líderes negros moderados, no oculta su angustia. Porque, mientras la presión de los extremistas recrudece, la violencia comienza a producir un fruto temible, que apareció también en los motines del año pasado: la contraviolencia blanca. Inclusive, los negros más pacíficos se sienten solidarios con sus hermanos de color, reducidos por la fuerza de las granadas lacrimógenas o los garrotes electrizados; algo comparable a lo que ocurre con los vietnamitas anticomunistas que, pese a todo, sienten admiración por los éxitos de sus compatriotas ante el ejército extranjero. Es verdad que, según las encuestas de opinión, los negros estadounidenses depositan más confianza en Martin Luther King y Roy Wilkins que en Rap Brown o Stokely Carmichael. Pero la opinión es una veleta: en cualquier momento puede cambiar de rumbo.
Los pivotes de la estrategia antiblanca son los sórdidos ghettos. La fuerza ejecutiva está en manos de esa fracción de la población de color, sumida en extremo pauperismo. En el ghetto de Newark, por ejemplo, el 12 por ciento de los adultos carece de trabajo; el 40 por ciento de los niños nace de padre desconocido, o son hijos de madres abandonadas...
Las calles que rodean a los edificios; los patios, techos y terrazas; las escaleras de incendio, equivalen a una jungla en la cual los guerrilleros de los ghettos se desplazan como peces en el agua.
Pero los cabecillas "guerrilleros" no están de acuerdo entre sí: uno de los hermanos, Henry Richard, preconiza un retorno al Sud: la conquista insurreccional de un territorio que se convertiría en un estado negro, independiente y soberano. El reverendo Albert Cleage, cuya sangre negra está tan diluida que casi no se diferencia de los blancos, cree preferentemente en el terrorismo urbano. Su meta es también diferente: "El hombre blanco —dice— deberá dejarnos el control de nuestras ciudades."
Los partidarios del Poder Negro no se inquietan ante los amenazantes problemas económicos. "Somos —proclama el reverendo Cleage— la más grande, la más rica colonia del hombre blanco. Somos más valiosos que los diamantes de África del Sur, y les enseñaremos a los blancos a respetar los ghettos tanto como a cualquier otro país extranjero."
Para los teóricos del "Black Power", la América blanca no puede prescindir del mercado comprador y la mano de obra negros. Sobre esta base podrían dictarse las condiciones para una coexistencia pacífica: el "gobierno" de color negociaría con las autoridades federales una cuota de mano de obra en las empresas blancas, y una participación en las medidas de gobierno. Sería el punto de partida para organizar su sociedad como ellos la entienden, con sus propias instituciones políticas y culturales, sus escuelas y —probablemente— su religión.
Este sistema tiene un nombre: "appartheid". Paradójicamente, su inventor fue el primer ministro de África de Sur, Daniel F. Malan, uno de los hombres más odiados y censurados en su momento. Una cruel paradoja convierte a Malcolm X, a Carmichael y Rap Brown en discípulos del doctor Malan.
Los Estados Unidos tomaron conciencia tardíamente de esta situación; recién ahora comprenden que están habitados por dos naciones distintas, de diferentes aspiraciones y capacidades. Se veía el problema bajo su aspecto racial, que es superficial y falso. Así, los conservadores del Sur querían mantener al negro en "su lugar", aunque a menudo sintieran por él simpatía y comprensión. Los liberales del Norte pretendían abatir toda discriminación legal —y si fuera posible social— entre negros y blancos. Ambas posiciones resultan simplistas. La comisión Kerner, por ejemplo, propone crear en tres años dos millones de empleos en los sectores público y privado; preconiza la dispersión de los ghettos y la construcción, en cinco años, de seis millones de unidades de vivienda. Reclama un aumento en las tasas de asistencia social y la multiplicación de las asociaciones cívicas "bicolores", así como un mayor acceso de los negros a los cargos municipales, a la policía, etc. Quiere, además, que las escuelas estén abiertas a todos los alumnos y maestros, sin ninguna discriminación.
Las recientes declaraciones de una joven profesora blanca ilustran las dificultades de esta medida: "Cuando acepté un puesto en una escuela del barrio negro, se me acordó un sueldo excepcional: 8.000 dólares por año. Pero en sólo tres meses perdí todas las esperanzas de poder hacer obra útil. Siento terror cada vez que debo dar la espalda a la clase para escribir en el pizarrón. La policía tuvo que venir tres veces a la escuela, para desarmar a los alumnos que llevaban revólveres y cuchillos..." Y esto ocurre en Washington, donde la condición material de los negros es la mejor.
Dos conclusiones parecen desprenderse según los observadores: la primera, que es un deber adoptar todas las previsiones para que en el futuro no se produzcan situaciones análogas. La experiencia sangrienta de Indonesia, Argelia, Irlanda y Checoslovaquia, demuestra que es casi imposible hacer convivir dos grupos tan heterogéneos en un mismo marco nacional. La segunda conclusión concierne a los propios Estados Unidos: su poderío es inmenso. Pero también son inmensos sus problemas. En su papel de monitor del mundo libre, Estados Unidos puede encontrarse en una situación que lo distraiga de su acción exterior. Y así como sería un error hostigarlo, también lo sería no comprender que puede llegar el día en que deba delegar parte de sus responsabilidades mundiales.

 

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