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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES


MI ENCUENTRO CON LOS ZOMBIES
Director de una revista venezolana, pintor y caricaturista, el infatigable viajero Julián de Sada Mazzariego asegura haber vivido "una de las más raras experiencias de mi vida. Los muertos obedecen y trabajan en los cañaverales"
El relato que se incluye en estas páginas llegó a la redacción por vía postal. Su autor, Julián de Sada Mazzariego, un periodista, pintor y caricaturista español radicado en Venezuela desde hace treinta años, dirige en Caracas, desde 1963, la revista Páginas y se le reconoce, además, un frondoso curriculum periodístico. Alcanzó celebridad cuando el ex presidente de USA, Ike Eisenhower, felicitó a Velluto —ese es su seudónimo— por sus trabajos realizados acerca de la campaña "átomos para la paz". La colaboración espontánea de VeIluto rescata la alucinante experiencia sobre uno de los temas más polémicos de la mitología popular del Caribe. Lo que sigue es una espeluznante, casi increíble crónica de su viaje por la tierra de los zombies.

Revista Siete Días Ilustrados
abril 1975


 

"Un zombie es un cuerpo humano sin alma, todavía muerto, pero que se halla fuera de la tumba y se mueve y trabaja con una apariencia de vida puramente mecánica." Así contestó a mi pregunta el doctor J. B. Seabrock, un escritor norteamericano que conocí en Haití durante una de mis últimas vacaciones. Se alojaba en el hotel Choucoune, en Petionville, población que está a escasos siete kilómetros de Port-Au-Prince.
Coincidimos una noche en la misma mesa a la hora de la cena y al ver reflejada en mi rostro la extrañeza por lo que acababa de decirme, agregó: "En este mismo momento, a la luz de la luna, estoy seguro de que hay zombies trabajando." Ante mi incredulidad me propuso: "'Mañana al amanecer viajo a Jacmel. Venga conmigo y le mostraré hombres muertos trabajando en los cañaverales."
El doctor Seabrock había llegado a Port-Au-Prince hacía unos días y acababa de finiquitar las gestiones para viajar por tierra a Jacmel. Esperaba recopilar allí datos sobre la estadía del Libertador Simón Bolívar, hacia 1816. Esa gestión, además, le permitía conseguir salvoconductos que encubrían sus otras observaciones. Había contratado dos guías y alquilado una camioneta.
No era la primera vez que Seabrock visitaba a Haití con el objeto de estudiar la significación ultraterrenal, incomprensible y pavorosamente enigmática de los ritos y costumbres haitianos.
Nuestra conversación acerca de los zombies duró aproximadamente dos horas, ya que después de la cena nos habíamos retirado al bar del hotel a tomar café y unas copas de ron de las destilerías de Barbancourt.
Al presentarme a él cuando ocupó su sitio en la mesa en la que me disponía a comer, le hice presente mi condición de periodista, siendo esto lo que motivó que me hablase de los zombies. "Tendrá usted un buen material para publicar", aseguró abriendo desorbitadamente los ojos. Esa noche me acosté temprano, pues había aceptado su invitación y la hora señalada para el viaje eran las cinco de la mañana.
"Con su compañía me sentiré más seguro", me dijo a punto ya de iniciar la marcha. "No estaré solo y así nos será más fácil hacer frente a cualquier emergencia desagradable que pueda surgir". Eso me sobresaltó y le pregunté si podía pasar algo que pusiera en peligro nuestras vidas. "Todo es posible en Haití", me contestó en forma enigmática.
La mañana era gris y húmeda. Comenzaba a clarear el día cuando salimos de Petionville. Conduciendo la camioneta iba un joven negro de nombre Joseph. A su lado, el doctor Seabrock. En el asiento posterior ocupé mi puesto junto al otro guía. En pocos minutos recorrimos el trayecto de Petionville a Port-Au-Prince. Por el borde de la carretera, numerosas mujeres, descalzas, con enormes cestas en la cabeza, abarrotadas de frutas y verduras, se dirigían a los mercados de la capital a vender su mercancía. La mayoría de ellas procedía de Kenscoff, un pueblecito situado en las montañas que, por el Norte, limitan con Petionville.
Atravesamos Port-Au-Prince que, a esa hora, parecía sepultado en el fondo de un profundo pozo de silencio. Sus casas de madera, de los tiempos de Petion, eran solemnes espectadoras de la quietud que en esos momentos reinaba en la capital haitiana.
Nuestro vehículo tomó rumbo sur, hacia Jacmel. Port-Au-Prince había quedado atrás. Llevábamos apenas quince minutos de viaje cuando la carretera de asfalto dio paso a un camino de tierra y piedras que ya no nos abandonó durante el resto del recorrido. La camioneta saltaba por el camino polvoriento aplastando con frecuencia serpientes y lagartos desaforados que salían de sus guaridas excitados por el ruido que hacia nuestro vehículo.
EN TIERRA DE LOS TON TON
Separados unos de otros a escasos diez metros, diversos conjuntos de chozas construidas de barro con techos de paja en forma de cono formaban pequeños poblados que salpicaban el paisaje dándole un aspecto africano.
Nos íbamos internando hacia el macizo de La Selle, donde bordeamos montañas de más de mil metros de altura. Llevábamos unas cuatro horas de viaje y decidimos hacer un alto para tomar un refrigerio en Teonite, un poblado de míseras viviendas semejantes en parte a las que habíamos dejado atrás, con la diferencia de que aquí había varias construcciones de ladrillos con techos de tejas, algunas de las cuales servían para alojar a un destacamento del ejército y a otro de Ton Ton Macutes, fuerza esta última creada por el entonces presidente de Haití Françis Duvalier.
Nos presentamos ante las autoridades militares, y un joven oficial, después de leer los pases extendidos a nombre del doctor Seabrock para que se le diesen las mayores facilidades en la misión que lo llevaba a Jacmel, nos invitó con una taza de café que aceptamos gustosamente. Nuestra presencia llenó de curiosidad a los habitantes de Teonite. Las mujeres nos observaban desde sus viviendas asomándose sólo lo necesario para vernos. Los niños, desnudos, de enormes barrigas, se mostraban menos temerosos, aunque igualmente asombrados y se acercaron a nosotros. Para ellos debía ser un espectáculo poco frecuente, el ver a personas de piel blanca.
Después de un pequeño descanso iniciamos de nuevo la marcha. A la salida del poblado, nos sorprendió que frente a una de las viviendas de ladrillos, en un promontorio, se alzara un pesado monumento funerario de piedra. El doctor Seabrock explicó: "Particularmente en el interior del país, las familias pobres, por lo general, cuando se les muere un ser querido hacen los mayores sacrificios para enterrarlo frente a sus viviendas, protegiendo la sepultura con ladrillos o piedras ante el temor de que individuos dotados de extraños poderes extraigan el cadáver antes de que comience a descomponerse y lo conviertan en zombie. Estos individuos, especie de brujos o hechiceros —continuó—, galvanizan a los cadáveres dándoles además la facultad de moverse convirtiéndolos en sus sirvientes o esclavos, maltratándolos de un modo bárbaro y cruel cuando no trabajan con la suficiente diligencia". La explicación consiguió enmudecernos por un tiempo.
El día continuaba nublado y frío. Una bruma gris, espesa, lo envolvía todo. De pronto, como un espejismo, como si algo sobrenatural hubiese levantado un monumental telón, apareció ante nosotros Ciudad Duvalier, un conjunto de grandes edificios que constituyó, en su tiempo, el sueño dorado de Papá Doc: el complejo urbanístico más moderno de Haití, una especie de pequeña Brasilia que no pudo terminarse debido a que los Estados Unidos de América suspendieron los créditos que ofrecieron para su construcción.
EL PUEBLO FANTASMA
La ciudad, aparentemente solitaria, aparecía semiderruida. La mayor parte de los edificios estaban derrumbados, como si, el día anterior un terremoto hubiese arrasado con cuanto encontró a su paso.
Nos adentramos en Ciudad Duvalier y ante un edificio de dos pisos que aún se mantenía en pie, Seabrock hizo detener la camioneta a la vez que ordenaba parar el motor.
Un silencio de tumba fría lo invadió todo. En el cielo gris, grandes cúmulos se desplazaban impulsados por el viento. Por entre la bruma que envolvía el lugar vimos avanzar a un grupo de personas que iban tomando forma a medida que se acercaban a nosotros.
El doctor Seabrock montó su pistola Star de 9 milímetros y a la vez que los guías hacían otro tanto con sus respectivos rifles de repetición, nos parapetamos tras la camioneta. Nos separaban aproximadamente 10 metros del grupo cuando el que iba al frente avanzó unos pasos preguntando en voz alta, en idioma creole, quiénes éramos y qué hacíamos allí. Uno de los guías le contestó, por insinuación del doctor, que éramos gente amiga que nos dirigíamos a Jacmel.
Durante este corto diálogo, el grupo que seguía a nuestro interlocutor se había acercado lo suficiente a nosotros para poder distinguirlo con precisión. Fue entonces cuando viví una de las más raras experiencias de mi existencia.
Tenía ante mí a cinco hombres de rostros demacrados y terribles, sin expresión, medio desnudos, sin otra ropa que unos pantalones del color de la tierra en que trabajaban. Algo extraño y sobrenatural parecía impulsar a aquellos infelices, extenuados por el trabajo, a caminar tras su capataz.
No me quedó la menor duda de que eran zombies, cadáveres vueltos a la vida por arte de brujería. En un momento me acerqué al que tenía más cerca y le toqué su brazo desnudo, frío como una estatua de hielo. Al contacto de mi mano se estremeció atemorizado, causándome una impresión horrorosa. Sus ojos, sin manifestación alguna de vida, parecían los de un muerto.
El individuo que comandaba el grupo, un negro huesudo y fornido, me miró de manera poco amistosa y súbitamente, con un machete que cargaba en su diestra, golpeó despiadadamente —de plano— a aquellos pobres seres irracionales que, obedientes como animales sumisos, retrocedieron hacia el interior de uno de los edificios próximos a donde nos encontrábamos, desapareciendo de nuestra vista.
Lo ocurrido no pareció causar mayor efecto en los guías que nos acompañaban en nuestro viaje a Jacmel. Ni en Seabrock. Este, cuando ya habíamos abandonado Ciudad Duvalier, me dijo: "Comprendo su estado de ánimo. Yo también estoy conmovido, aunque no es la primera vez que presencio escenas semejantes y veo el trato despiadado de que son objeto estos seres por parte de quienes los explotan".
Vi natural que el doctor no se sorprendiera por lo ocurrido. Ya me lo había anunciado mientras cenábamos la noche anterior en el hotel Choucoune. La experiencia había sido ahora vivida por mí.
Ya cerca de Jacmel, pasamos por algunos cañaverales. Cortando caña y vigilados por hombres armados de machetes, grupos de extrañas criaturas, inclinados sobre la tierra, trabajaban sin cesar, sin descanso, como autómatas. Pregunté si también eran zombies. "Nada de extraño tendría que lo fueran", me contestó irónico el doctor Seabrock.
Era de noche cuando llegamos a nuestro destino. La camioneta hizo alto a la puerta del hotel Craft, el único que posee la ciudad, pues el otro, el Communal, había sido derruido por un terremoto hacía algunos años. En el Craft se había alojado por dos veces el presidente François Duvalier. Una señora gruesa, cuya tez parecía aún más negra en contraste con su alba vestimenta que, además de ser la dueña del hotel, fingía de recepcionista, se dispuso a designarnos habitación.
Cuando llegó mi turno, después de hacer entrega de mi pasaporte, crucé los dedos de mis manos esperando tener suerte y ser favorecido con una habitación que no fuera la que, en dos ocasiones, ocupara Papá Doc.
Todo era posible en Haití, como me había dicho el doctor Seabrock, y no hubiese sido nada agradable despertarme en la madrugada y ver ante mí la discutida figura, convertida en zombie, de François Duvalier.

 

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