Volver al Indice

crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES


La ideología de los tanques

El triunfo de la línea dura del Kremlin, que culminó con la intervención armada en Checoslovaquia, ahondará aún más el cisma en los países socialistas y en las filas del comunismo mundial. Causas de la crisis.

Revista Siete Días Ilustrados
septiembre 1968

 


 

En la mañana del pasado martes 20, el ex ferroviario Leonid Brezhnev, jefe máximo del comunismo soviético, se asomó a la puerta de su 'dacha', en la apacible y veraniega costa del Mar Negro, y ordenó los últimos detalles de su repentino viaje a Moscú. Acababa de sostener una larga conferencia telefónica con el premier Alexei Kosygin, un notorio exponente de la línea "blanda" o revisionista que anida en algunos rincones del Kremlin. El tecnócrata Kosygin no tuvo más remedio que reconocer su derrota: la línea "dura", liderada por Brezhnev, terminaba de decidir la intervención armada de Checoslovaquia.
Horas después, el presidente Nikolai Podgorny, otro veraneante con vacaciones interrumpidas, trasponía los espesos muros del Kremlin escoltando al secretario general del partido Comunista. Adentro esperaban los otros nueve miembros del Plenum del Comité Central para consumar la ceremonia formal del operativo. A las 23 (hora de Moscú) de ese mismo martes, poderosos contingentes militares, compuestos por tropas soviéticas, germanas, polacas, búlgaras y húngaras, atravesaban la frontera checa por los cuatro puntos cardinales.
A partir de ese momento, el cielo de Praga, la "ciudad dorada de las cien torres", comenzó a albergar el trueno ensordecedor de los Yllushin de trasporte soviético. Paracaidistas y tropas especializadas del Pacto de Varsovia ya se desplegaban por las dos márgenes del Moldava.
No sólo los checos se sorprendieron. Dean Rusk fue arrancado de la Convención Demócrata, en Washington, para enterarlo de la repentina noticia. También Harold Wilson tuvo que despedirse de sus vacaciones estivales. El mundo volvía a sofocarse con el tenso aire de la guerra fría. Porque esta vez, la famosa "línea roja" (el teléfono que comunica directamente a Washington con Moscú, último invento de la coexistencia) no funcionó. Lejos de ello, el comunismo moscovita resolvió demostrar, a través de la vieja política de "posiciones de fuerza" y "hechos consumados", que el carcomido monolitismo staliniano iba a ser repuesto con los tanques y la soldadesca. Retornaba así el 4 de noviembre de 1956, cuando el entonces todopoderoso Nikita Krushev ordenó el avance de sus carros de guerra sobre la convulsionada Hungría.

CON LA FRENTE MARCHITA
En 1947, a Josif Stalin le bastó un llamado telefónico para hacer ir a Moscú a los jefes checos de entonces, Gottwald y Mazaryk. Mientras Benes, el presidente, caía fulminado por un ataque de apoplejía, Mazaryk declaraba 24 horas después, en Praga, a sus íntimos: "Salí como ministro de Asuntos Extranjeros de un estado soberano; vuelvo como un pelele de Stalin". Antes de ocho meses, su cadáver fue encontrado en el patio de su propio ministerio.
En ese momento, la "desviación" castigada por Stalin consistió en la voluntad del gobierno checo de acogerse al Plan Marshall. Se trataba, obviamente, de un intento de acercamiento a Occidente.
Veintiún años después, en marzo de 1968, cuando los estudiantes, junto con otros sectores, lograron derribar a Antonin Novotny, discípulo dilecto del dictador soviético, el primer nombre que resultó homenajeado fue precisamente el de Jan Mazaryk. Ello bastó para que en Moscú se reanudara otra de las batallas entre blandos y duros. Estos últimos pugnaban por consumar ya la intervención armada, sin pérdida de tiempo. El objetivo consistía en reponer en el cargo al dócil Novotny y ahogar en sangre a las tendencias liberalizadoras de Checoslovaquia. Pero la jefatura checa, encabezada por el liberal Alexander Dubcek, que empezó a adueñarse del poder en enero de este año, luego del affaire Sejna, no sólo contaba con apoyo dentro de su propio país. Había nítidas líneas tendidas con la corriente moscovita del clan Kosygin. Cuando a mediados de junio éste voló a Praga en "viaje de descanso", dejó trascender que la URSS miraba "con simpatía" el proceso checoslovaco.
La puja adquirió entonces carácter público y sus manifestaciones posteriores consistieron en que mientras el ejército soviético se escudaba en las maniobras anuales del Pacto de Varsovia para permanecer desmedidamente en territorio checo, los canales diplomáticos preparaban la reunión conjunta de ambos partidos. Se realizó en Cierna Nad Tisou, durante los días 29, 30 y 31 de julio, y se continuó después en la conferencia de Bratislava. Sus resultados parecieron despejar la tensión: el 3 de agosto las tropas extranjeras iniciaron la lenta desocupación del país.
Un mes antes, Josef Zednik, parlamentario checo, integrante de una de las interminables peregrinaciones que desfilaron por Moscú para convencer al Kremlin de que "liberalización" no significa abandono del socialismo, le preguntó a Brezhnev si la URSS pensaba intervenir. Insólitamente, al jefe ruso, un veterano de la Segunda Guerra, se le llenaron los ojos de lágrimas: "Nunca hemos pensado interferir el proceso democrático de Praga. Si ustedes dudan, la URSS, para justificarse, acepta comparecer ante una corte internacional".
Hoy se sabe que las lágrimas eran de ira. La batalla entre las dos tendencias antagónicas aún no se había definido. Pero ahora, cuando las palabras fueron sustituidas por el lenguaje de los cañones, la "corte internacional" ante la que tendrá que justificarse el 'aparatchik' Brezhnev, no será sólo la inocua sede de la ONU. Existe, dentro del propio mundo socialista, una línea disidente que une a tres capitales: Belgrado, Bucarest y Praga. Los sucesos de la madrugada del miércoles 21, que conmovieron al mundo, no parecen otra cosa que los últimos estertores de la pesadilla staliniana. El monolitismo amenaza con desmembrarse también en las ciudades "leales" de Polonia, Bulgaria, Alemania y Hungría: Janos Kadar, el líder húngaro, ingresó a regañadientes en la aventura intervencionista.

LA CASA EN LLAMAS
Las causas de fondo que abrieron Checoslovaquia al dubcequismo, no son únicamente políticas. Una de las primeras declaraciones de Alexander Dubcek, cuando accedió al poder, consignaron que "veinte años de errores de planificación y ejecución han dejado a la economía checa en un estado miserable". A las tremendas dificultades de la colectivización agrícola, el pequeño país de 14 millones de habitantes se debate entre la baja productividad y el estancamiento de su otrora poderosa industria. Una estimación reciente calculó en 400 millones de dólares la cifra necesaria para comenzar a reflotar la deteriorada economía. De ahí que uno de los temores agitados últimamente por la prensa soviética haya sido el de que el gobierno checo recurriera al Banco Mundial para obtener dicha cifra.
Pero el pánico de la dirigencia del Kremlin, ante el proceso de democratización de Praga, cundió ya el 1º de mayo, cuando en el desfile de rigor aparecieron uniformes de la Legión Checa, un cuerpo de combate que nació en 1918 luchando contra los bolcheviques en la estepa siberiana, para ahogar la revolución rusa.
Por otra parte, la antigua plaza Wenceslao, en el centro de Praga, cubierta ahora de tanques soviéticos, albergó hasta hace pocos días mitines en los que se votaron reclamos de elecciones libres y secretas, la abolición de partido único y de las "milicias obreras", y se vocearon estribillos antisoviéticos. La prensa moscovita, con Pravda a la cabeza, encontró entonces renovados argumentos para la campaña intervencionista: el programa votado en las calles de Praga contradice punto por punto los preceptos de Lenin y el dogma de la "dictadura del proletariado".
A estos motivos "ideológicos" se agrega el nada desdeñable detalle geopolítico de que Checoslovaquia, centro geométrico de Europa, es dueña de una dilatada frontera con Alemania Federal. Cualquier apertura política a Occidente, tiene allí una cuña física.
Seguramente por eso, los argumentos esgrimidos por Dubcek y su estado mayor, en las reuniones de Cierna y Bratislava, tendientes a convencer a los soviéticos de que "son necesarios ciertos cambios fundamentales en los métodos de trabajo del partido, en la concepción de su rol dirigente, en la democratización de nuestra vida pública, para preservar el socialismo", cayeron en el vacío más absoluto. De ahí que el hábil y fogueado mariscal Tito, que le puso la espalda al monolitismo en 1948, haya susurrado durante su reciente visita a Praga: "Ustedes fueron víctimas de un bluff monumental: los rusos no van a ceder un ápice, aunque hayan sonreído en las reuniones". Ceaucescu, el líder rumano, completó la profecía del viejo militar: "Yugoslavia necesitó ocho años para obtener su independencia, Rumania cuatro y ustedes en seis meses están por recobrar la soberanía. Sin embargo, aquí están, aprisionados por los textos que se escriben en Moscú". Esos textos son los que aparecieron publicados en 'Pravda', 'Literaturnaia Gazeta' y toda la prensa soviética, que acribilló a Praga con críticas cada vez más furibundas, para preparar la arremetida armada del miércoles 21.
Pero esta vez, no sólo Occidente critica el zarpazo ruso. Los partidos Comunistas de Italia y Francia también han hecho oír sus voces de protesta.
Mientras tanto, la resistencia checa a la invasión, a pesar de algunas escaramuzas, no parecía desmesurada. Poco antes de ser arrestado, junto con Dubcek y otros altos dirigentes, el presidente Svoboda proclamó con voz apenas audible que "hemos iniciado la marcha y seguiremos hasta el final". ¿Resistirá Praga? Cuando la pregunta le fue hecha a Stephen Dubcek, padre de Alexander, su respuesta fue categórica: "Vamos, en mi familia se vive hasta los 96 años. Alex tiene la resistencia y la salud de un oso de los Cárpatos".

 

Google
Web www.magicasruinas.com.ar