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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES


Svoboda (izq) y Dubcek (centro)
Checoslovaquia - URSS
la segunda invasión

Otra vez Checoslovaquia es invadida por la Unión Soviética, que ha decidido añadir tres divisiones de ejército a los setenta mil hombres ya acuartelados en el pequeño país. Moscú presiona, además, para acabar con el desafío rumano y obtener el control absoluto de Europa
Oriental.

Revista Siete Días Ilustrados
abril 1969

 

 

El 28 de marzo último, Alexander Dubcek, jefe del partido comunista checo, se asomó a la ventana de su despacho, vio a lo lejos volutas de humo y resplandores de llamas, se puso pálido como un muerto y murmuró: "Lo hemos perdido todo". Le acababan de informar que había sido saqueado e incendiado el edificio de la Aeroflot, la poderosa compañía soviética de aviación comercial. Clavados a los árboles o desparramados por el suelo se encontraban millares de carteles y volantes que decían: "Checoslovaquia, cuatro; Unión Soviética, tres". Era el resultado del partido de hockey sobre hielo jugado ese mismo día en Estocolmo, capital de Suecia, donde se disputaba el campeonato mundial del elegante deporte en patines.
Ya el día 21, el primer triunfo del equipo checoslovaco sobre el soviético había dado lugar a manifestaciones populares de regocijo. Ahora, en ocasión de disputarse la revancha, la segunda victoria nacional había provocado un desborde de entusiasmo. Inmensas multitudes habían salido a la calle enarbolando orgullosas los colores patrios. La amargura por la invasión de agosto y por los setenta mil soldados rusos instalados a la fuerza en territorio checoslovaco, hizo que la población mezclara los vivas al equipo de hockey con los estribillos y los lemas antisoviéticos. Los mandatarios checoslovacos podían comprender esta reacción popular; pero nunca imaginaron que se destrozaría e incendiaría el edificio de la Aeroflot y que se dañaría el local de la Intourist, la gran compañía soviética de turismo.
Tampoco suponían que los cuarteles rusos serían apedreados ese día de triunfo deportivo ...
Dubcek, el presidente Ludvik Svoboda y el primer ministro Oldrich Cernik consultaron con el Presidium y decidieron publicar un comunicado reafirmando la amistad de Checoslovaquia con la Unión Soviética; los "individuos vandálicos y criminales que se habían infiltrado entre la multitud para provocar desmanes" serían, detectados y castigados severamente. Al día siguiente, Dubcek aprovechó un mitin de la Unión Combatientes Antifascistas para hacer causa común con la URSS en la disputa con China. Dos días más tarde, el 30 de marzo, comenzaron las maniobras del Pacto de Varsovia con tropas soviéticas, germano-orientales, polacas y checoslovacas: tales ejercicios (cuyo principal objetivo no era otro que comprometer en un adiestramiento conjunto al ejército checoslovaco, muy desorganizado por la invasión de agosto) se prolongaron exitosamente hasta el 5 de abril.
Si durante los dos días que siguieron a los incidentes del 28 de marzo, los checos pudieron albergar algunos resquicios de esperanza respecto de la Unión Soviética, el desengaño fue rápido y brutal. Las represalias que no había suscitado la inmolación por el fuego de Jan Palach, mártir de la soberanía nacional, se concretaron frente al detonante de un simple triunfo en un campeonato mundial de hockey sobre hielo. Cuando las maniobras de los ejércitos "fraternales" del Pacto de Varsovia concluyeron, ya las tenazas soviéticas habían triturado la capacidad de réplica y de resistencia de los gobernantes checoslovacos.

LA SEGUNDA INVASIÓN
La ofensiva contra los reformistas de Praga comenzó con un virulento editorial del diario Pravda, ampliamente difundido por la agencia Tass, que aseguraba: "Los responsables de los incidentes no son meros vándalos y criminales infiltrados en la multitud, sino los propios gobernantes de Checoslovaquia que han permitido una constante prédica antisoviética de parte de la prensa". Para colmo, Pravda aseguró que el líder parlamentario liberal Joseph Smrkovsky había tomado parte personalmente en la agresión contra el edificio de la Aeroflot. Fue en vano que la Asamblea Nacional desmintiera oficialmente la aseveración de Pravda; el periódico siguió atacando a Smrkovsky para hacer impacto en sus amigos Dubcek y Cernik. En cierto momento la posición de Dubcek se volvió tan comprometida que estuvo a punto de renunciar; lo salvó el jefe del partido comunista eslovaco, Gustav Husak, ni reformista ni liberal, pero sensibilizado por su condición de antigua víctima de las purgas stalinianas. También hubo intensas presiones rusas sobre Svoboda para que tomase el puesto del primer ministro Cernik, pero el presidente checoslovaco supo soslayar la trampa.
El 19 de abril llegaron a Checoslovaquia dos importantes enviados rusos, el ministro de Defensa, mariscal Andrei Grechko, y el viceministro de Relaciones Exteriores, Vladimir Semyonov. Portaban un ultimátum: si no se imponía el orden y no se tomaban ciertas medidas que los jerarcas soviéticos consideraban indispensables, la URSS debería intervenir en el gobierno de Checoslovaquia, en aplicación de la doctrina Brezhnev que postula la soberanía limitada de los países de la órbita comunista.
El 2 de abril, el gobierno checoslovaco, para calmar a Moscú, criticó ásperamente al liberal Smrkovsky y restableció la censura de prensa; dos subdirectores moderadamente reformistas del diario Rude Pravo, vocero del partido comunista, fueron reemplazados por antiguos acólitos del staliniano Antonin Novotny; las protestas de los periodistas fueron acalladas con rapidez y dureza. El 3 de abril, un dolido y casi espectral Alexander Dubcek anticipó que Checoslovaquia debería pagar un alto precio por las manifestaciones antisoviéticas del 28 de marzo. Dos días más tarde, se supo que, como parte de ese precio, se permitiría que tres divisiones rusas de cuarenta y cinco mil hombres se añadiesen a los setenta mil soldados ya establecidos después de la invasión de agosto de 1968. Era una segunda invasión a Checoslovaquia, mucho menos espectacular que la primera, pero igualmente nefasta para el porvenir del pequeño país.
Al avanzar la semana, Praga, la ciudad de las 100 torres, reconcentrada y casi fúnebre se estremecía con los más diversos rumores. Se decía que Rusia exigía implantar la ley marcial, para instalar un gobierno títere. También se murmuraba que el jefe del Estado mayor checoslovaco, general Frantisek Bedrich, estada dispuesto a tomar el poder. La angustiada incertidumbre se acentuaba mientras se iban haciendo más perentorias y rígidas las exhortaciones del gobierno a mantener el orden, a fin de evitar una catástrofe nacional.
Los mandatarios parecían no comprender que la catástrofe nacional ya había ocurrido, según lo afirman los expertos del diario francés Le Monde que acaban de viajar a Checoslovaquia. Después de la primera invasión de agosto, gobernantes y población mantenían una estrecha cohesión y solidaridad, que ahora, con el muevo golpe soviético, se ha perdido. Creyendo evitar males mayores, los mandatarios de Praga han aceptado seguir el camino riguroso que les traza Moscú, lo que los divorcia de su verdadera fuente de poder, el pueblo checoslovaco.
Al mismo tiempo, las últimas conjeturas sostienen que el incendio del edificio de la Aeroflot y te pedrea a los cuarteles rusos fueron digitados por la URSS para justificar su ingerencia y descolocar a los dirigentes checoslovacos: si no satisfacían los reclamos soviéticos, eran barridos; si cedían, quedaban desprestigiados frente a la opinión nacional y terminarían por ser suplantados sin problemas. No hay pruebas de semejante maquiavelismo moscovita; lo único evidente es que la abrumada conducción gubernamental checoslovaca ha perdido el diálogo con el pueblo y corre el riesgo de aparecer como cómplice de la URSS. De todos modos, no logra satisfacer las crecientes exigencias soviéticas: la situación política en el pequeño país sigue siendo extremadamente grave, y no se ve qué salida podría proponer el comité central del partido comunista checoslovaco citado a reunión plenaria de ciento noventa y un miembros para el 17 de abril.

EL DÍSCOLO Y EL DESCARRIADO
"El pulpo revisionista soviético extiende otra vez sus tentáculos sobre Europa oriental", dramatizó radio Pekín a comienzos de esta semana. Pese a la densa hojarasca de la fraseología china, nadie podía equivocarse: la emisión aludía al actual recrudecimiento de las actitudes ultraduras de Moscú hacia los países comunistas europeos en general. Además de provocar una nueva peripecia en el drama checoslovaco, la URSS optó por lanzar ataques de inusitada aspereza contra el gobierno cismático de Yugoslavia y concentrar presiones extremas sobre el equipo de rebeldes nacionalistas que conduce el timón en Rumania.
En marzo se realizó el congreso del partido comunista yugoslavo: la URSS y sus socios del Pacto de Varsovia fueron invitados a enviar observadores, pero sólo acudieron delegados del díscolo presidente rumano Nicolao Ceausescu. El 28 de marzo, el diario soviético Izvestia, órgano del gobierno, después de casi un mes de silencio, lanzó ataques contra el régimen yugoslavo; Tito replicó al día siguiente elogiando el neutralismo frente a los dos bloques, occidental y oriental.
El 5 de abril, la URSS dirigió contra Yugoslavia el embate más serio y violento de los últimos años, acusándola a través del periódico Sovietskaya Rossia de conspirar "con los aventureros de Pekín" contra la unidad de los miembros del Pacto de Varsovia: Yugoslavia sería culpable de "subversión antisocialista y antisoviética". Tres días más tarde, el régimen del mariscal Tito replicó altiva y enérgicamente, a través del diario Borba, recordando a Moscú "la lucha de los pueblos de Yugoslavia en pro de la liberación nacional y social", así como "su aportación internacionalista a la lucha de otros pueblos, incluso el soviético".
Pese a su renovada agresividad contra el cisma yugoslavo, la Unión Soviética sabe que éste es irreversible, por lo menos mientras viva Tito. En cambio, todavía guarda las esperanzas de hacer regresar al redil a la díscola Rumania, a la que nada puede reprochar desde el punto de vista de la conducción interna: el monolitismo partidario y la estricta ortodoxia dominan el único país balcánico de tradición y herencia latinas. Una versión atenuada y más inteligente del stalinismo impera en Rumania, y se combina sin fisuras con una heterodoxia total en el manejo de la política exterior. Rumania es el único país de Europa comunista que no rompió con Israel en ocasión de la Guerra de los Seis Días y el único miembro del Pacto de Varsovia que envió un cálido telegrama de apoyo al Noveno Congreso del Partido Comunista Chino reunido el primero de abril en Pekín.
Penosamente, el Kremlin arranca a los dirigentes nacionalistas rumanos algunas concesiones menores. Por ejemplo, a partir del 25 de marzo se realizaron maniobras terrestres y navales con fuerzas conjuntas soviéticas, rumanas y búlgaras, que terminaron cinco días después. Fue la primera vez en dos años que Rumania participaba en maniobras de este tipo; de todos modos, se realizaron fuera del territorio nacional: Ceausescu y su equipo se niegan a recibir en su país tropas extranjeras, por más aliadas y amigas que sean. Otra concesión arrancada por la URSS al gobierno rumano fue el viaje a Moscú del canciller Corneliu Manescu, quien llegó el 6 de abril para soportar tremendas presiones: la tríada Brezhnev-Kosyguin-Podgorny, desea renovar cuanto antes el pacto de "amistad" que la ligó a Rumania durante dos décadas y que caducó el año pasado. Como el próximo 5 de junio Moscú quiere celebrar la tan postergada reunión de partidos comunistas y obreros, un nuevo tratado de amistad con su crítico impenitente, Rumania, que no vaciló en condenarla por la invasión a Checoslovaquia y logró evitar la condena de China comunista solicitada por los jerarcas soviéticos, constituiría un verdadero trofeo. Mientras la URSS profería veladas amenazas, el arrinconado canciller rumano seguía defendiendo la voluntad de independencia nacional.
No se sabe en qué desembocará esta campaña soviética para reimplantar el resquebrajado monolitismo de Europa Oriental. El 8 de abril, los jerarcas soviéticos volvían a enarbolar la doctrina Brezhnev, como parte esencial del dogma comunista: según esta teoría, la soberanía de los países comunistas está limitada por los intereses geopolíticos del bloque encabezado por la Unión Soviética. Reiteraban, además, que era vitalmente indispensable contar con Hungría, Polonia y Checoslovaquia: no mencionaron a Alemania Oriental y Bulgaria, porque la absoluta fidelidad de ambas naciones está garantizada. Resulta muy significativo que se haya evitado nombrar a Rumania mientras el canciller Manescu era presionado en Moscú. Es que nuevos vientos, llámense nacionalismo o liberalización, soplan en Europa oriental y fomentan las rebeldías. Además, el contagio del capitalismo occidental, con el que se entra en un juego competitivo, impulsa a trasformaciones económicas que derivan en heterodoxos cambios sociales y perturban crecientemente la ya comprometida hegemonía soviética. Moscú tiene razón para alarmarse, porque ya le está quedando un único y peligrosísimo remedio: el de la fuerza.

 

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