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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES


Abuela Meir acepta el reto

La anciana militante sionista se ha convertido en primera figura del gobierno istraelí, alternando las pujas políticas con la atención de sus nietos: tal vez por eso, antes que una jefa, parece una dulce abuela.

Revista Siete Días Ilustrados
abril 1969

 

 

A los setenta años, hay muchas cosas que puede recordar; el ruido del martillo de su padre, en la carpintería dé Kiev, en el sur de Rusia; el delirio de los soldados y campesinos borrachos que sacudían las calles del pueblo durante los pogroms; las puertas y ventanas del ghetto que se cerraban presurosas. Nada extraordinario: fue la experiencia común que padecieron varias generaciones de judíos europeos.
Pero Golda Meir, 'la abuela' para los israelíes, puede computar algunas cosas más en su memoria: tenía 18 años cuando emigró a América con sus padres. En el pueblo de Milwaukee, estado de Wisconsin, se trasformó en una salvacionista militante: reunía dinero para comprar libros a los niños necesitados. De allí transitó hacia el sionismo y definió su futuro. El 23 de mayo de 1921 se embarcó con su marido, Morris, en un cascajo casi desahuciado, el "Pocahontas", hacia los pestilentes pantanos de la Alta Galilea, en Palestina.
Los sueños sionistas de Milwaukee se estrellaron contra la cruda realidad del kibutz Merhavia, donde las mujeres no podían salir, al caer la noche, con vestidos claros, por el acecho de los francotiradores árabes. Y aunque al principio no siguió siendo más que una piadosa salvacionista, la lucha por la independencia le permite descubrir una veta nueva: es una brillante, oradora. "¿Qué tengo de particular para que mis hijos no logren colmar mi vida?", escribe en su diario a fines de 1928. El que lo sabía era un joven con traza de profeta, David Ben Gurlón, quien la envió a los EE. UU. con la misión de reunir fondos para la causa sionista.
Desembarcó en Nueva York, un día glacial de enero, con un tailleur liviano, guantes de hilo blanco y una cartera de mano por todo equipaje. "Se parece a una mujer de la Biblia", musitaron quienes la esperaban. Dos meses después, regresaba a Tel Aviv con 50 millones de dólares. La siguiente misión fue más peligrosa. Tuvo que ir a Amann, vestida con el atavío de las mujeres árabes, para negociar con el rey Abdallah, de TransJordania. El viejo monarca propuso admitir la neutralidad de su país a cambio de que los judíos desistieran de proclamar la independencia. Golda repuso con un no categórico. Abdallah comentaría más tarde que "sin la testarudez de esta mujer, tal vez se hubiera podido evitar la guerra de 1948".
Se equivocaba. Esa mujer terca y convencida ya formaba parte del comité central del partido de Ben Gurión, el MAPAI, una especie de remedo del laborismo británico. La central obrera, Histadrut, por entonces una organización clandestina, paramilitar, la contaba también entre sus cuadros más destacados. A partir de allí, la Meir no se desvinculó nunca de la estructura de poder, ni de la política. Una afición que le depararía graves conflictos personales: "¿Soy culpable —se preguntó más de una vez— si después de haberle dado un lugar en el corazón a mi familia, siento un vacío que es necesario colmar con intereses extraños para ellos?". Una vez alcanzada la independencia, llegó a ser ministra de Relaciones Exteriores del joven Estado judío. Se había convertido en una de las pocas mujeres que alcanzaron el primer plano de la política mundial. Pero nunca se separó de su marido ni dejó de compartir su vida con sus hijos. Un mes atrás, luego de la repentina muerte de Levi Eshkol, la anciana Golda retenía las lágrimas, arrugada y peinada como una campesina, frente a los ciento veinte diputados que la aclamaban frenéticamente. Acababa de ser nombrada primera ministra de Israel. Aun así, encontró la forma de resolver la vieja contradicción entre la familia y la política: los israelíes pueden verla, por las calles de Tel Aviv, empujando el cochecito de alguno de sus nietos.

 

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