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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES


Richard Nixon
el poder y la gloria

Revista Siete Días Ilustrados
1968

 

El triunfo del candidato del partido Republicano constituye el premio a la tenacidad -su principal virtud- y a una hábil estrategia proselitista; y también, el castigo a la ceguera política de su rival..

dos meses antes de cumplir 56 años, tras 23 de intensa actividad política, el californiano Richard Nixon corona su máxima aspiración

su familia: la esposa Thelma Patricia Ryan y sus hijas Patricia y Julie, con David Eisenhower

Nixon obtuvo el 43% de los votos al igual que Hubert Humphrey

Hubert Humphrey

George Wallace

 

 

"John y Robert Kennedy han de haber vibrado de indignación en sus tumbas de Arlington al enterarse de que 'Tricky Dicky' irá a la Casa Blanca", rezongó —ante el corresponsal de SIETE DÍAS en Nueva York— un kennedista acérrimo, horas después del cierre de los comicios presidenciales realizados el día anterior. Ya entonces, Richard Milhous Nixon (para sus enemigos: Tricky Dicky, o sea Ricardito el Tramposo) contaba con 287 electores a su favor, 17 más de los necesarios para ser ungido presidente por el colegio electoral. Desde ese preciso instante, la reñida carrera que disputaba "cabeza a cabeza" con Hubert Bumphrey perdió toda importancia. Aunque todavía no había terminado el cómputo de votos en el inmenso país, y pese a que los guarismos de ambos rivales eran muy parejos, Nixon (55 años, casado, dos hijas, ex vicepresidente durante los dos períodos de gobierno de Ike Eisenhower, derrotado en 1960 por John F. Kennedy en la elección presidencial, y en 1962 por Pat Brown en la elección estatal de California) era ya el trigésimo séptimo presidente de Estados Unidos.
Esto se explica por las características de las elecciones presidenciales estadounidenses. Los votos individuales sirven para nombrar a los electores de cada Estado, quienes a su vez designan al primer magistrado de la Nación. El número de electores varía según la densidad de población de cada Estado: por ejemplo, a Nueva York le corresponden 43 electores, y a Alaska sólo 3. Así cabe imaginar situaciones que parecen de "política-ficción", pero son por completo verosímiles: un candidato puede ser ungido presidente si triunfa en los once Estados que tienen más electores, mientras que su rival es vencido aunque gane en los otros treinta y nueve; lo cual supone una grave trasgresión al dogma federalista. Por otra parte, un candidato puede llegar a la Casa Blanca aunque tenga menos sufragios que su contrincante, siempre que esa minoría de votos esté repartida de modo tal que le asegure la mayoría de electores.
Frente a semejantes incongruencias, varias voces autorizadas han preconizado una reforma sustancial del sistema. Otros se alzan de hombros y preguntan: ¿para qué innovar en el esquema electoral y en el mecanismo de los comicios, si nada logra remozar la política, democratizar la máquina partidaria, cambiar a los hombres que se apoderan de las candidaturas? Los escépticos basan su actitud precisamente en el desarrollo de la puja presidencial de 1968; su blanco favorito es el partido Demócrata, que la tradición rotula como mayoritario y popular, hasta "populista". Aunque los afiliados demócratas aprovecharon las elecciones primarias de precandidatos para demostrar su repudio a Johnson y a su delfín Humphrey, la máquina partidaria, con ceguera suicida, no quiso oír ese clamor por caras y voces nuevas (Eugene Mac Carthy, Robert Kennedy) y decidió imponer la candidatura de HHH, seriamente comprometido con la política de LBJ. La insustancial alegría, la desordenada emotividad y la vana retórica de Humphrey parecieron brindar al partido Republicano la ocasión de volver sin esfuerzo a la Casa Blanca.
En verdad, los republicanos fueron más respetuosos de las formas democráticas: la convención partidaria ungió sin mayores problemas a Nixon, predilecto de los afiliados. No se dejó arredrar por la nefasta fama de "perdedor nato" que tenía el flamante presidente ni por lo gastado y tedioso de su figura política, hasta el momento de iniciar la pugna electoral. Es que en ese torneo entre dos veteranos intervenía un tercer candidato innegablemente novedoso, aunque tosco y cavernario: George Wallace, de extrema derecha, campeón de los resentidos y de los asustados. La incógnita "Wallace" alarmó a Nixon y a Humphrey, aunque los dos intentaron tranquilizarse calculando que el otro sería el perjudicado por el tercer postulante a la Casa Blanca. El escepticismo frente a elecciones que diarios y revistas estadounidenses de gran prestigio no vacilaron en calificar como "las más insípidas de las últimas décadas", hizo que muchísimos jóvenes llevaran un distintivo con esta leyenda: "Mi candidato es Nadie". De allí que, horas después de los comicios, la radio La Voz de América señalara un notable ausentismo entre los electores menores de 30 años, no obstante la afluencia de votantes.

EL NUEVO NIXON
No son los jóvenes los que deciden una elección presidencial; tampoco los intelectuales, los negros, los más pobres, o cualquier otro grupo minoritario. La clave del triunfo en los comicios está en el votante (varón o mujer) de edad media, clase media e intereses medios, que tiene un relativo status para conservar celosamente, mientras delega sus moderadas ambiciones en sus hijos. Nixon vio muy claramente este panorama de éxito, y dedicó sus mejores esfuerzos a conquistar al "votante típico", desde el comienzo de la campaña electoral. En cierto modo, trató de que ese votante típico pudiera identificarse con el "candidato Nixon", y también lo sintiera lo bastante ponderado, activo y eficiente como para elegirlo su representante y defensor en la Casa Blanca. Casi desde el comienzo de la campaña electoral, había hecho olvidar su mote de Tricky Dicky y había disipado su apariencia de "perdedor nato".
Antes que nada, tuvo la inteligencia de elegir un equipo de organizadores que reguló su campaña electoral como un reloj. No tenía que desaprovechar ni un solo minuto, pero tampoco debía fatigarse demasiado, para estar tranquilo, "suelto" y casi cordial en los encuentros con los votantes y con los periodistas. En los mítines llegaba puntualmente, cronometraba sus discursos, sus pausas, y hasta los aplausos que una disciplinada claque colocaba en el momento oportuno. Los famosos gestos de mal humor, los exabruptos y los rictus avinagrados que le dieron un triste renombre durante sus campañas contra John Kennedy y Pat Brown habían desaparecido por completo. El Nixon de 1968 se mostraba dueño de sí, amable. Su barba de cinco horas, que lo afeaba fatalmente ante las cámaras de televisión, desapareció con los hábiles trucos y emplastos de un experto especialmente contratado: la Casa Blanca bien vale un maquillaje.
No es que Nixon careciera de elementos aptos para lograr el favor de los votantes. Hasta la historia de su vida es el típico cuento de hadas para clase media que mejor cabe en el folklore electoral. Tuvo contacto con la tierra, con el trabajo manual, con la pobreza: llegar le costó un duro esfuerzo. Nació en Yerba Linda, el 9 de enero de 1913, en el Estado de California; pero la huerta de limoneros que tenía su padre naufragó bajo las deudas, y la familia debió mudarse a un pueblo cercano, Whittier, donde papá Nixon instaló una despensa y una estación de servicio. Para ayudar a sus familiares y costearse sus estudios secundarios, el joven Richard trabajó como granjero, peón de limpieza en un frigorífico, portero y vendedor de nafta, y obtuvo una beca que le permitió estudiar derecho en el Duke College de Carolina del Norte. Ya graduado, volvió a Whittier, se casó con Thelma Patricia Ryan (entonces morena, hoy rubia) y trató de ganarse la vida como abogado. El resultado debe haber sido magro, pues poco tiempo más tarde se lo encuentra en Washington en un empleo gubernamental, que abandona para enrolarse como voluntario de la marina durante la Segunda Guerra Mundial. Con el grado de teniente de navío, unido al título de abogado, R. N. vuelve a Whittier. Pero ya tiene un camino a seguir: la política.
El ascenso es veloz: dos veces diputado, luego senador, se relaciona con los "hombres claves" de la máquina republicana. Su hora gloriosa le llega con el general Dwight Eisenhower, quien depositó total confianza en el joven senador californiano y exigió tenerlo como vicepresidente en sus dos períodos de gobierno, desde 1953 a 1960.
Ese año comenzó su descenso: se mostró hosco, agrio, y exitista frente al carismático John F. Kennedy; el día de su derrota, los fotógrafos captaron sus expresiones rencorosas y las crisis de llanto histérico de su frustrada esposa Pat. Dos años más tarde, cuando perdió ampliamente en los comicios por la gobernación de California, tuvo reacciones tan torvas que el periodista Augusto Marcello, del semanario italiano L'Europeo, resumió: "Un hombre así no merecía vencer. Desde el comienzo de su carrera fue un arribista y un logrero sin principios: ahora sólo cabe callar, porque es un muerto político".

LAS CENIZAS DE "TRICKY DICKY"
En 1962, todo el mundo creyó que Richard Milhous Nixon había sido barrido para siempre del escenario de la vida pública. Olvidaban que es un hombre habilísimo y terriblemente obstinado. El primer paso de Nixon consistió en buscar el éxito profesional y económico en su vida privada: en poco tiempo se convirtió en uno de los abogados más prestigiosos y solicitados de Nueva York. Después apoyó al partido Republicano que había lanzado la candidatura presidencial del senador de Arizona, Barry Goldwater; se manejó tan inteligentemente que su actitud nunca pareció una adhesión personal a Goldwater, sino una demostración de su disciplina y su espíritu de equipo. Cuando el troglodítico senador por Arizona aterró con sus exabruptos al electorado, provocando la estrepitosa derrota de su partido, Nixon supo preservar la cohesión de los republicanos e infundirles ánimo para la futura confrontación de 1968. Después de un servicio tan señalado, no podía menos que nombrárselo candidato presidencial del GOP, el "gran viejo partido" de Abraham Lincoln.
La guerra de Vietnam y los manejos de Johnson le abrieron una perspectiva triunfal; las disensiones en el partido Demócrata y la infortunada candidatura de Humphrey le aseguraron la victoria. Para neutralizar a Wallace, con su lema de "ley y orden", él también peroró largamente sobre la criminalidad en las calles y los motines urbanos. Más cauto que Wallace, habló de "ley, orden, y mucha policía" frente a ciertos públicos; a otros grupos de electores les habló de "orden y progreso". En suma, usó los lemas de Wallace, quitándoles agresividad y aspereza, diluyéndolos un poco, acentuando lo constructivo más que lo represivo. Sobre todo, nunca se definió demasiado claramente sobre ningún tópico susceptible de controversias. Dijo a menudo qué deseaba hacer, pero nunca concretó los medios que usaría para lograr sus deseos. Evitó todo compromiso, toda definición. El anciano y famoso columnista Walter Lippmann afirmó: "El Nixon de hoy es distinto y mejor que el de antes. Indudablemente ha adquirido bastante más fineza y flexibilidad política". Es innegable que se mostró un conservador ponderado y sereno durante la campaña de 1968, pese a advertir el vuelco a la derecha del electorado estadounidense. Prefirió ceder a su vicepresidente, el estólido Spiro Agnew, el papel ingrato de emular a George Wallace. Agnew lo hizo a la perfección: tomó ribetes de racista y de cazador de brujas; habló de 'japs' y de 'pollacks' (términos insultantes para japoneses y polacos); acusó a Humphrey, anti-marxista y anti-socialista notorio, de ser demasiado blando con los rojos. Mientras tanto Nixon, quien recordaba el fiasco de Goldwater, se colocaba al margen de la ultraderecha.
El triunfo de R. N. en los comicios del 5 de noviembre iba a ser espectacular; llevaba un 15 por ciento de ventaja a Humphrey en las encuestas de opinión pública; por su parte, Wallace le pisaba los talones al desdichado candidato demócrata. Pero, pocos días antes de las elecciones, el imprevisible Johnson decidió suspender los bombardeos a Nortvietnam; el repunte de Humphrey fue tan veloz y amplio que le habría arrebatado la presidencia si esa decisión hubiese llegado dos o tres semanas antes. La pregunta —sin respuesta— es si a Johnson le interesaba la mala o buena suerte de su heredero. LBJ parece tener en cuenta sólo su propia proyección en la historia y querer salir de la Casa Blanca como el hombre que solucionó el problema de Vietnam, sin importarle que sus dilaciones y regateos hayan causado la derrota de su partido.

NIXON PRESIDENTE
Lo cierto es que los comicios ya quedaron atrás, y que sólo interesa vitalmente descubrir qué hará Nixon cuando el 20 de enero del próximo año asuma la presidencia de los Estados Unidos. En el orden interno, tratará de no recurrir a impuestos y de ayudar al contribuyente evitándole la voracidad fiscal que financistas y comerciantes echan en cara a la administración Johnson. En ese sentido, antes de ser electo, hizo circular una carta muy reconfortante entre los financistas de Wall Street; doradas perspectivas se abren frente a los poderosos. También hay dulces promesas para la clase media que sufre una inflación del 4 por ciento anual en los precios. Nixon promete acabar con la inflación, sin confesar que deberá recurrir a una tasa más alta de desempleo y a ciertas recesiones periódicas (es oportuno recordar que en el lapso de ocho años en que Eisenhower fue presidente se registraron tres).
Los rebeldes y los amotinados sufrirán una dura represión, pues se prevé que el poder policial será reforzado considerablemente. Nixon piensa fomentar con exenciones de impuestos a los "capitalistas negros" que se lancen a participar en los beneficios de la libre empresa. Es previsible que los estados segregacionistas (si el movimiento de Wallace pierde poder aglutinante) romperán con la tradición demócrata e ingresarán al republicanismo, al que son hostiles por razones históricas, aunque concuerdan en los planteamientos básicos de Lincoln en su versión actual.
Para Nixon, el crimen tiene poca o ninguna relación con los ghettos urbanos, la mala vivienda y los problemas ambientales. Durante su campaña afirmó: "Para evitar desórdenes y motines, es mucho más eficaz duplicar el número de criminales apresados y convictos que cuadruplicar los gastos en alojamiento y servicios sociales". Si bien no abolirá las leyes de beneficios sociales promulgadas por la administración demócrata, no se desvelará por encontrar los fondos que dichas leyes puedan requerir para cumplirse totalmente.

POLÍTICA EXTERIOR
En política exterior, Nixon responderá a una población que ha reavivado sus tendencias aislacionistas y a un Congreso más conservador que el actual, y que será predominantemente demócrata. No se demuestra demasiado pesimismo si se supone el retorno de la guerra fría, ya anticipada por la brutal invasión rusa a Checoeslovaquia, y basada en la convicción de Nixon de que para "dialogar" con la Unión Soviética los EE. UU. deben ampliar aún más su ventaja en el arsenal atómico. Alemania Federal tiene una mejor oportunidad de entrar en el club nuclear, aunque eso disguste al resto de Europa Oeste. En cuanto a la NATO y los demás pactos defensivos regionales, serán revigorizados. Se comprende que la ayuda exterior se sopesará minuciosamente, y se otorgará sólo en relación directa con necesidades estratégicas.
El presidente Van Thieu y el vice Cao Ky, de Sudvietnam, encontrarán en Nixon el mejor aliado para su intransigencia; no es improbable que el "fin de la guerra" que promete el presidente recién electo se logre con una escalada masiva y total, aunque no se apele a la bomba atómica. El papel de Corea del Sur, Thailandia y China nacionalista en la lucha regional anticomunista será ampliada; tal vez se ejerzan presiones sobre Japón para que participe en la defensa de la zona. La meta es: "Que los mismos asiáticos se defiendan contra el comunismo".
En América latina, Nixon fomentará el desarrollo a través de la inversión de capitales privados estadounidenses, siempre que las naciones al sur del Río Grande, no obstaculicen el proceso con un excesivo proteccionismo de su industria. La Alianza para el Progreso, ya agonizante, morirá para ser trasformada en otro tipo de ayuda cuyos lineamientos no han sido clarificados todavía, pero que en principio procuraría la integración del continente. La actitud de Washington hacia Cuba será más dura que nunca; tal vez se tomen sanciones contra los países de la órbita occidental que comercien con La Habana. Todo este programa interno y externo sólo puede deducirse casi como hipótesis a través de las fluidas declaraciones en que Nixon se ha especializado hasta ahora, con el ánimo de no mostrar sus cartas antes de tiempo. Lo seguro, ya en el plano exclusivamente doméstico, es que la elección de Nixon como presidente hará que, por primera vez después de muchas décadas, la Casa Blanca se convierta en el marco suntuoso y romántico de una boda: la de Julie Nixon con David Eisenhower, nieto del famoso Ike. Los dos tienen algo más de 20 años, y se aman desde niños. Con la morena Julie y el rubio David, quienes parecen poco interesados en problemas políticos, el público estadounidense tendrá un momento festivo y sentimental para celebrar, además de ley y orden. 

 

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