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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES


El testamento de
Jean Paul Sartre

Revista Somos
mayo 1980
un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

Jean Paul Sartre murió el 14 de abril. Para la historia de la filosofía desapareció el padre del existencialismo. Para muchos, una gran inteligencia, pero también un hombre contradictorio que cayó en la trampa del ateísmo y de la desesperanza. La muerte lo encontró en el más completo aislamiento político e intelectual. SOMOS presenta una síntesis de su pensamiento: un modo de aportar algo más al juicio definitivo sobre un pensador que desató y seguirá desatando tormentas.

 

 

El existencialismo
Se nos ha reprochado que subrayamos la ignominia humana, que mostramos en todas las cosas lo sórdido, lo turbio, lo viscoso, y que desatendemos cierto número de bellezas risueñas, el lado luminoso de la naturaleza humana. Según Mercier —crítica católica— hemos olvidado la sonrisa del niño. Según el comunismo, partimos de la pura subjetividad.
A estos diferentes reproches trato de responder: el existencialismo es un humanismo.
El reproche esencial que nos hacen es que ponemos el acento en el lado malo de la vida humana. Se asimila fealdad a existencialismo. Por eso se declara que somos naturalistas. Si lo somos, resulta extraño que asustemos, que escandalicemos mucho más de lo que el propio naturalismo asusta o indigna hoy día. Hay quien se traga perfectamente una novela de Zola, como La Tierra, y no puede leer sin asco una novela existencialista.
La mayoría de los que utilizan la palabra existencialismo se sentiría incómoda para justificarla, porque se ha vuelto una moda. En el fondo, la palabra ha tomado tal amplitud que hoy ya no significa absolutamente nada.
Parece que a falta de una doctrina de vanguardia análoga al surrealismo, la gente ávida de escándalo y de movimiento se dirige a esta filosofía que, por otra parte, no le puede aportar nada en esos dominios. En realidad, es la doctrina menos escandalosa, la más austera. Está destinada estrictamente a los técnicos y los filósofos.
El hombre es el único ser que no es sólo como él se concibe, sino tal como él se quiere. El hombre no es otra cosa que lo que él mismo hace de sí. Este es el primer principio del existencialismo. Si una voz se dirige a mí, siempre seré yo quien decida si esa voz es la voz de Dios o del demonio. Si considero que tal o cual acto es bueno, soy yo el que decido si ese acto es realmente bueno o malo. El existencialista no cree en el poder de la pasión: piensa que el hombre es responsable de su pasión.
Dostoiewsky escribió: "Si Dios no existiera, todo estaría permitido". Este es otro punto de partida del existencialismo. En efecto, todo está permitido si Dios no existe, y en consecuencia el hombre está abandonado, porque no encuentra ni afuera ni en sí mismo una posibilidad de aferrarse a lo seguro.
Para el existencialista no hay otro amor que el que se construye. No hay otra posibilidad de amor que la que se manifiesta en el amor. No hay otro genio que el que se manifiesta en las obras de arte. El genio de Proust es la totalidad de las obras de Proust. El genio de Racine es la serie completa de sus tragedias. ¿Por qué atribuir a Racine la posibilidad de escribir una tragedia nueva y mejor, cuando precisamente no la ha escrito y ya no la escribirá jamás?
Queremos una doctrina basada en la verdad y no en un conjunto de hermosas teorías, llenas de esperanza y sin fundamentos reales de concreción. En el punto de partida no puede haber otra verdad que ésta: pienso, luego soy.
El existencialista, cuando describe a un cobarde, dice que el cobarde es responsable de su cobardía. No lo es debido a una organización fisiológica particular, sino a que se ha construido a sí mismo como un hombre cobarde a través de sus actos.
No hay doctrina más optimista que el existencialismo, puesto que el destino del hombre está en el hombre mismo. Y el hombre se hace. No está todo hecho desde el principio: se hace al elegir su moral, y la presión de las circunstancias es tan grande que no puede dejar de elegir una. El existencialista no tomará jamás al hombre como fin, porque el hombre está siempre por realizarse.
No hay otro universo que este universo humano, el de la subjetividad humana. Recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo.
El quietismo es la actitud de la gente que dice: "Los demás pueden hacer lo que yo no puedo''. La doctrina que yo les presento es justamente lo opuesto a tal quietismo, porque declara: sólo hay realidad en la acción. El hombre no es más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza. No es, por lo tanto, más que la suma del conjunto de sus actos. No es más que lo que es su propia vida, es decir, sus obras creativas, positivas en su sola existencia.

Libertad y autocrítica
Qué pienso hoy de todos mis principios? Hay cosas que apruebo y hay otras cosas que me parecen verdaderos disparates, que me provocan escándalo o risa. Entre éstas —por honestidad debo señalarlo— está casi todo el material teórico que escribí aproximadamente en 1945-60, y aun antes. En esos escritos apresurados decía que en cualquier situación se es siempre libre, porque por ejemplo un trabajador puede afiliarse al sindicato o no, es libre de elegir su forma de lucha o no. Y actualmente todo eso me parece absurdo, pueril e ingenuo. Claro, hubo en mí un cambio de la noción de libertad. Siempre he permanecido fiel a la noción de libertad, pero ahora veo aquello que puede modificarla a nivel individual.
Yo pensaba, en definitiva, que la sola conciencia de ser libre era la garantía misma, el reaseguro intuitivo de la libertad. Ahora eso me parece un hecho que por cierto implica la libertad, pero ya no lo es, porque la libertad no se logra. Es como un escape en ciertas condiciones de la historia, que se da en algunos casos y que, además, sólo puede existir en relación con esas circunstancias. En fin, ya lo he dicho: nos hacemos a partir de lo que han hecho de nosotros. Y esto es muy importante, porque, efectivamente, lo que han hecho de nosotros cuenta, y mucho, y sólo nos hacemos a partir de ahí. Entonces, la personalidad en la que se ha puesto la libertad —lo que actualmente llamo "la personificación"— implica necesariamente el condicionamiento anterior.
Así, Flaubert era libre de llegar a ser Flaubert, pero fuera de esta posibilidad no tenía muchas otras. Me explico: tenía algunas otras, como la de ser sólo un buen comerciante, o la de ser un mal médico, y luego la de ser en verdad Flaubert, el Flaubert escritor. Entonces, el condicionamiento histórico existe en cada instante. Se lo puede cuestionar, pero no por eso sera menos real. Por otro lado, cuanto más se lo conozca mejor podrá el resultado del esfuerzo individual, ya que es infinitamente más difícil cruzar el río contra la corriente que a favor de ella.
En mi conferencia de posguerra El existencialismo es un humanismo, me equivoqué como nunca. Y fue el principio de todo. En ella yo expresaba ideas todavía oscuras. Además, apareció un editor que —con mi autorización— imprimió un librito para las personas que no habían podido ir a la conferencia. La tirada fue de 100.000 ejemplares, y aun más. Se vendió en todo el mundo. . . No obré de mala fe, pero erré. Hubo mucha —muchísima— gente que creyó entender lo que yo quería decir leyendo sólo ese libro, y entendieron mal. Pero ellos eran inocentes: el culpable total fui yo.

Literatura y compromiso
Los acontecimientos sociales nos buscan siempre. En mi caso, la experiencia decisiva fue la cautividad forzada. Entre las alambradas de los nazis tomé conciencia de lo que es la verdadera, libertad. Una cosa me impresionó profundamente: el aplastamiento moral del prisionero. Hasta entonces había apreciado la democracia por fines interesados, es decir, por la libertad de escribir que ella me daba. Ahora he tomado posición como escritor militante de la democracia, y a fondo.
El filósofo es un hombre que dice lo que cree que es verdad y nada más. Yo soy un filósofo de la libertad y afirmo que cada uno debe resolver sus propios problemas. ¿Cómo voy yo a decidir algo por los demás? No tendría sentido. Cuanto puedo hacer es aclarar una situación, ayudar a rehacerla, en rigor: orientar. Hasta ahí llega mi influencia. . . Recuerdo a un muchacho que vino a pedirme consejo. Como de costumbre, me negué. "Empiece por ser más honesto con usted mismo", le dije. Tiempo después volvió a verme y me contó que había cometido una serie de miserias, y terminó: "¿Ve usted? Soy honesto conmigo mismo". ¿Es culpa mía?
Atribuir el crimen de un sádico a la lectura de una novela policial negra encontrada sobre su mesita de luz, decir que un adolescente ha matado por haber visto la película Muerte en el Nilo. . ., yo llamo
a eso puerilidad. Me alegra poder creer que un escritor puede provocar un suicidio, porque eso quiere decir que también puede evitarlo. Pero no puedo aceptar ni lo uno ni lo otro. Un libro no puede tener una acción tan directa en nuestra sociedad, por lo menos en nuestra actual sociedad. El escritor no puede ejercer mucho más que una influencia a largo plazo, y muy tamizada. . . Lo que un novelista, lo que un dramaturgo debe intentar hacer es recordarle al público sus propias preocupaciones bajo una forma mítica. Nuestro papel es plantear problemas ante nuestros contemporáneos. No tenemos ni la obligación ni el derecho de dar soluciones. Un creador no es un político, ni un ministro, ni un economista. Es evidente que nuestra visión del hombre actual, en función de sus distintos contextos —social, colectivo, subconsciente— y en su voluntad de decir sí o no a cuanto lo circunda, reclama un nuevo tipo de novela. Todavía seguimos presos en las mallas de la novela psicológica del siglo XIX. Busco otra manera de decir las cosas, pero todavía no la he encontrado. Y tanto lo creo que insisto —por mí y por los demás— y sufro cada vez que fracaso en el intento, porque me siento comprometido.

Premio Nobel, libertad y comunismo
Mi renuncia al Premio Nobel de Literatura 1964 no fue improvisada. Rechacé siempre las distinciones oficiales. Cuando después de la guerra se me ofreció la Legión de Honor, la rehusé a pesar de tener amigos en el gabinete. Tampoco quise ingresar al Colegio de Francia —noble institución de intelectuales franceses— cuando me lo propusieron. Esta actitud no es despreciativa. Se basa en mi concepto de la obra de un escritor. Un autor que como yo adopta libremente ideas políticas, sociales o filosóficas, debe utilizar sólo los medios que le corresponden, es decir: la palabra impresa. Todas las distinciones que uno pueda recibir exponen al lector a una presión que yo no considero deseable ni leal. No es la misma cosa cuando firmo Jean Paul Sartre que cuando firmo Sartre, ganador del Premio Nobel. Razón por la cual nunca pude entrar al Partido Comunista, absolutamente antidemocrático en su interior. "¿Adonde quiere que nos afiliemos?", me preguntaron una vez dos muchachos de unos veinticinco años.
" Y si nos afiliamos, ¿qué seremos?". Si uno tiene ideas, cierto caudal ideológico, puede afiliarse porque puede negociar: "Yo aporto tal cosa, entonces acéptenme con mis libertades". Pero si uno no tiene nada, entra incondicionalmente en un grupo, acepta pasivamente todas sus teorías y pierde su libertad individual. Se vende, se pierde a sí mismo. "No se afilien", les contesté a los muchachos, "no hay por qué adherir a algo simplemente porque no hay nada mejor. Eso, más que audacia es cobardía". Se fueron muy satisfechos y yo quedé por primera vez contento de haber dado un consejo útil. Que los comunistas sigan diciendo que coqueteé con la embajada norteamericana y los otros que soy un comunista. Ambos bandos se equivocan.

 

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