Revista Confirmado
16.09.1969 |
El jueves 16 de junio de 1955. Nublado, probables lluvias ligeras,
poco cambio de temperatura. La agenda de Perón vaticina un día como
otro en la vida de un Presidente: entrevistas con el Secretario de
la SIDE, con los Ministros militares y con Albert Nufer, Embajador
de los Estados Unidos.
El resto de las actividades más o menos oficiales previstas para el
día, apenas sobresale sobre la domesticidad. A las 10.30, la
Dirección de Sanidad Militar celebra su día con un vino de honor que
ofrece su titular, el general Pedro Eugenio Aramburu. A la misma
hora, el Vicepresidente, contraalmirante Alberto Teisaire, disertará
sobre Doctrina Nacional en la Escuela de Comando y Estado Mayor de
Aeronáutica: una especialidad nacional —el rumor— ralea su público
de jerarcas civiles y uniformados.
El brigadier San Martín, Ministro de Aeronáutica, se aleja de una
ventana con disgusto: no hay plafond. Habrá que suspender la parada
aérea programada para desagraviar la memoria del Libertador,
ofendida unos días antes —según la opinión oficial— por bandas
clericales. Sin embargo, en la base aeronaval de Punta Indio las
meditaciones meteorológicas de sus jefes contradicen el pesimismo
del Ministro.
A las 12.40, miles de porteños giran la cabeza hacia el bajo cielo,
donde en perfecta formación una escuadrilla aérea se dirige a Plaza
de Mayo. Parece que el desfile se realiza, de todos modos.
Es un engaño: de la apariencia a la realidad hay sólo el estallido
de la primera bomba sobre un trolebús repleto de gente, frente al
Ministerio de Hacienda. Ha errado el blanco. El segundo proyectil se
desempeña mejor: atraviesa el despacho presidencial. El ataque ha
comenzado: los ya entonces veteranos Douglas DC 3 y los Glenn Martin
de la escuadrilla de patrulleros Espora, se lanzan en picada y en
vuelos rasantes sobre la Casa de Gobierno, sobre la residencia
presidencial de Agüero y Avenida del Libertador y sobre el mítico
departamento secreto que Perón conserva en una de las callejuelas
que llevan al monumento a Mitre.
Perón improvisa una mudanza al Ministerio de Guerra, donde su
titular, general Franklin Lucero, ha tomado el mando del Comando de
Represión. Desde el Ministerio de Marina avanzan tropas hacia la
Casa Rosada: soldados de Granaderos y de la tercera compañía del
regimiento motorizado Buenos Aires responden al fuego.
Mientras tanto, Héctor Hugo Di Pietro, Secretario General de la CGT,
convoca, desde la cadena oficial de radios, a todos los trabajadores
para que inicien la defensa civil. Una proclama estúpida, por el
lugar elegido para la cita: la propia Confederación General del
Trabajo, uno de los blancos presumibles de los insurgentes.
A los pocos minutos, Rivadavia, la Avenida de Mayo, ven pasar los
primeros camiones cargados de peronistas, que agitan estandartes e
invitan estentóreamente a no faltar. La adhesión a El Líder es
automática y riesgosa. Plaza de Mayo recomienza a poblarse cuando
aparecen en escena los Gloster Meteor. Las bombas, la metralla, la
artillería antiaérea y el brillo cegador de sus trazadoras contra el
cielo gris, sumados a algún episódico combate aéreo, preludian un
espectáculo de guerra. Y la guerra es absurdamente fascinante en sus
ruidos precoces. La gente abandona las confortables recovas. La
curiosidad puede más: no quiere perderse el espectáculo. Los aviones
se lanzan entonces en picada sobre imaginables cabecitas negras.
Algunas bombas no estallan; la falta de plafond tiene la culpa; las
ráfagas de ametralladoras sí llegan a destino. A cada pasada rasante
aumentan los muertos, los heridos, los mutilados; lo que no impide
que los sobrevivientes se aventuren a rescatar a las víctimas.
Toda la zona que va desde Plaza de Mayo hasta la CGT abunda ya en
autos y trolebuses destrozados, llameantes; otro tanto se observa en
Pueyrredón y Las Heras. donde una bomba disuelve a un pibe de
catorce años. Sarmiento se llamaba; su padre es carnicero.
Un comando conducido por un ignoto Capitán Ciro intenta tomar Radio
Mitre y fracasa. A las 17.40, el capitán Phillipeaux anuncia que el
Ministerio de Marina se ha rendido. En seguida, allí mismo, el
vicealmirante Benjamín Gargiulio, jefe de la Infantería de Marina se
pega un tiro.
A las 18 se oye a Perón: "Les hablo desde nuestro puesto de comando
que, como es lógico, no puede estar en la sede del Gobierno, de
manera que todas las acciones que se han realizado sobre esa Casa
han sido tirando sobre un lugar inerme, perjudicando solamente a
algunos ciudadanos que han muerto por efecto de las bombas". Muchos
jurarán que no es su voz: en realidad, se ha vuelto prudente,
comprensivo.
Los últimos aviones descargan sus restos de munición y siguen hacia
los obvios aeropuertos uruguayos. Al caer la tarde, los infantes del
Regimiento 3 recuperaban Ezeiza y los blindados de Campo de Mayo las
pistas de Morón, que habían sido copadas a mediodía por tropas de
Punta Indio. Era la tarde y la hora en que 39 aviones y 110
tripulantes habían optado ya por las pistas de la Banda Oriental.
Entre ellos figuraba un civil: Miguel Ángel Zavala Ortiz. Otros
cuatro aviones tuvieron menos suerte; terminaron por tocar la tierra
patria, dos de ellos abatidos por los leales.
Con la noche, algunos incendios se hicieron visibles: los de las
iglesias de Santo Domingo y San Francisco y, sobre todo, el de la
Curia Metropolitana, en Plaza de Mayo, que terminó con su
existencia. Comenzó a llover, pero no fue más que un simbólico
paliativo. La ciudad quedó desierta: ni autos, ni trolebuses, ni
tranvías. Solamente algunos ómnibus que hacían un recorrido
caprichoso en busca de donantes voluntarios de sangre. Al que subía
se lo llamaba "compañero".
Crítica fue el único diario que salió a la calle: cuatro páginas y
una primera plana con un retrato al lápiz de El Líder y un enorme
¡PERÓN! encima. El general Molinuevo reunía al Consejo Supremo de
las Fuerzas Armadas para juzgar a los cabecillas; dos recibieron
condenas carcelarias: el ministro de Marina, contraalmirante Aníbal
Olivieri, y su par Samuel Toranzo Calderón. En las redacciones, los
periodistas fueron generosos en adjetivos lacerantes, duros,
sentimentales. Al día siguiente, Apold impartiría desde la
Secretaría de Prensa y Difusión una circular que aconsejaba (u
ordenaba) un estilo de pacificación y fraternidad que tradujese un
estado de legalidad y calma. Es que, de hecho, las Fuerzas Armadas
—y, en particular, Lucero— disponían ya de la voluntad del alicaído
déspota. Cuando quiso reaccionar, era tarde: su exaltado discurso
del 31 de agosto fue la involuntaria epifanía de la Revolución
Libertadora.
Llega la medianoche. Los hospitales no dan abasto. En el vestíbulo
de la CGT aún hay sangre fresca. Ya nadie grita "La vida por Perón";
algunos dirigentes jóvenes, por lo contrario, responsabilizan a Di
Pietro —e incluso a El Líder— por la matanza. La más noctámbula del
mundo parece muerta.
The End: la cartelera del 16 de junio exhibía una alta dosis de
percepción extrasensorial: desde 'Esta sí que es una bomba', en el
Maipo, hasta películas de títulos tan intuitivos como 'Sucedió en
Buenos Aires', 'Motín sangriento', 'Desalmados en pena', 'Intermezzo
criminal', 'Rebelión en el presidio' y 'La ciudad siniestra'.
El festival aéreo había terminado, pero Buenos Aires no era una
fiesta. Se contaron alrededor de 300 muertos y 1.200 heridos. Como
dijo después un veterano del 17 de octubre: "Son, apenas, cifras
oficiales".
El país se había partido en dos, también las Fuerzas Armadas, y esa
horrible matanza no fue inútil, porque ahorró seguramente una larga
y cruenta guerra civil. Tres meses después —tres meses justos—
Eduardo Lonardi hizo la señal necesaria, y todos se fueron plegando:
incluso la CGT, con su inacción. Esos centenares de muertos y
heridos han sido víctimas de una de las trágicas divisiones que de
pronto sobrevienen en la vida de cualquier Nación. En cuanto a los
que tenían que dar la vida por Perón, ésos se olvidaron.
II
Gastón Lestrade, 66, casado, dos hijos, contraalmirante (RE),
subsecretario de Marina en junio de 1955:
"La noche anterior, a eso de las siete, me avisaron que el Ministro
había sido internado en el Hospital Naval. Fui a verlo y me quedé
hasta la madrugada junto con otros altos jefes navales. Pero no se
podía hablar con Olivieri: estaba en mano de los médicos. A la
mañana siguiente fui a la reunión del Presidente con los Ministros
militares: por supuesto, yo estaba de oyente. Recuerdo que Sosa
Molina le pidió permiso a Perón para comentar que la campaña contra
la Iglesia dañaba la imagen del Gobierno. Perón asintió con la
cabeza y ordenó al edecán que hablase con Apold para moderar la
situación.
"Al salir, a las 10, saludamos de pasada al Embajador de los Estados
Unidos, que hacía antesala, y luego fuimos con Sosa Molina y el
brigadier San Martín a visitar a Olivieri. Esta vez pudimos verlo,
apenas cinco minutos. Después me fui al Ministerio y me encontré con
la orden de presentarme urgentemente ante Perón. Me acompañó el
almirante Brunet, que tampoco sabía de qué se trataba.
"Cuando llegamos a la Casa de Gobierno sólo había silencio y guardia
reforzada. Subimos por la escalera hasta el despacho presidencial.
No había un alma. Un empleado nos dijo que Perón se había ido con
Lucero al Ministerio de Guerra. Allá fuimos. Perón me preguntó por
mi arma y le dije que todo estaba tranquilo, en orden.
"Al rato bajó un helicóptero y nos asomamos al balcón para verlo.
Cuando volvimos al despacho del Ministro, comenzaron las
explosiones. Y los nervios. Recuerdo que Perón dijo: ¡Hágase cargo
usted, Lucerito!. Déjelo por mi cuenta, general, contestó el
Ministro.
"A eso de las dos de la tarde, Apold leyó una proclama sin firma que
anunciaba la sublevación de Punta Indio y de la infantería de
Marina, que a todo esto hacía rato que estaba atacando la Casa de
Gobierno. En cierto momento Lucero se mostró prudente: El edificio
es muy sólido, pero será mejor bajar al subsuelo. Le hicimos caso.
Por fin llegó la noticia de que en el Ministerio de Marina pedían
parlamento. Perón envió a Brunet en la comitiva. Nos quedamos
esperando en planta baja y vimos pasar camiones cargados de gente
que gritaba y hacía toda clase de desmanes. El Presidente, nervioso
y molesto. le preguntó a Di Pietro: ¿Quién trajo esta gente aquí?
¡Por favor, que se vayan todos a sus casas!
"Al volver la comisión dio, entre los arrestados, el nombre de
Olivieri. Perón cabeceó: Son gajes del oficio. No había comprendido.
Creyó que el Ministro había sido capturado por los sublevados."
Carlos Benito Jauregui, 62, casado, tres hijos, general de brigada
(RE, Jefe de la SIDE en junio de 1955:
"Llegué a mi despacho en la Casa Rosada a las 5.30. Tenía audiencia
con el Presidente a las 7. Después de la reunión de Ministros, a la
que asistí, deduje de la información de mis colaboradores la
inminencia de un movimiento subversivo. Le dije a Perón que sería
prudente trasladar la sede del Gobierno. Me hizo caso. Luego de
impartir algunas instrucciones, también partí hacia el Ministerio de
Guerra. Cuando pasó todo, cené con el Presidente."
Roberto di Sandro, 38, casado, dos hijos. Periodista destacado desde
1948 en la Casa de Gobierno:
"En ese tiempo también cubría Cancillería. Pasadas las doce llamé a
la Rosada: usted sabe, un tic de la profesión, uno siempre llama por
las dudas. Oigo que me dicen: Si podés, venite urgente. Me fui
urgente no más ... ; bajé del taxi en Perú y Avenida. Crucé Plaza de
Mayo y todo normal. Me meto en Casa de Gobierno por Balcarce y
siento: Tírate al suelo. Menos mal que me tiré.
"Pasó un auto a todo lo que daba, tiró una ráfaga de ametralladora,
y enseguida oí la primera bomba. Eran las 12.40 clavadas. Empiezo a
correr y oigo una explosión más cerca. Me acordé del foso, ahora es
el museo. Imposible entrar. Parecía una liquidación. Con mis
compañeros Aulio Almonacid y Guillermo Napp subimos al primer piso.
Había soldados, y Enrique, el hermano de Aulio, de Clarín, estaba
tirado en el piso con una guía telefónica en el mate. Nos hizo señas
de que nos fuéramos.
"Seguimos a las corridas por los pasillos en medio de los destrozos,
y en una de esas tropezamos con un funcionario de Interior —mejor no
nombrarlo ...—. Nos pidió fuego. ¿Sabe cómo le temblaba la mano?
Parecía que estaba saludando. No pudo prender el faso.
"La volvimos a probar con el foso. La pegamos. Pero no se imagina la
cantidad de gente que había allí adentro. Dos bancarios gritaban
que, si tiraban obuses, volábamos todos. Entonces empezaron a gritar
las mujeres. Por los tragaluces que dan a Paseo Colón, mirábamos el
tiroteo, mientras tomábamos apuntes de los diálogos del foso. A las
16.30 quedamos a oscuras: un corto circuito. No se imagina lo que
fue eso. Para colmo comenzó una pérdida de gas.
"Salimos y cruzamos hasta la recova del Hipotecario y de allí a los
piques hasta Clarín, que entonces estaba en Moreno al 800. Antes de
llegar vimos un combate aéreo y otra vez cuerpo a tierra. Ahí no más
apareció un tipo y nos preguntó qué nos pasaba. ¿Se da cuenta?"
Julio Oscar Diaz, 32, soltero. Empleado en la oficina de prensa del
Ministerio de Economía.
"... pero entonces era ascensorista en Hacienda. Me faltaba media
hora para tomar servicio, y estaba, con otros pibes, cambiándome en
el subsuelo. Nos paralizó un ruido sordo, como si hubiera explotado
una caldera. Vimos aparecer a un ordenanza ensangrentado, pidiendo
auxilio. Ahí sí que me pegué un jabón bárbaro.
"Subí al quinto piso a buscar a mi hermano que quería ver el desfile
aéreo: no lo encontré. Pero en cambio vi la cabeza decapitada de su
amigo íntimo. Recuerdo que tenía una pinta bárbara... Bajé a mil,
espantado.
"De pura suerte encontré la entrada directa al subte y alcancé el
último. A los que iban a Plaza de Mayo les avisábamos que había
tiros; muchos no creían. Cuando llegué a Primera Junta me di cuenta
de que estaba uniformado de ascensorista, sin plata y sin
documentos. Una piba me pagó el colectivo.'"
Dora M., soltera. Empleada pública:
"Mire, ya que insiste . . . Pero prométame que no pone ni mi nombre
ni mi dirección. Si no, no hablo. Soy empleada pública, un puestito
que me consiguió un militar, y a ver si todavía hablar me trae
problemas. Con decirle que ni en la oficina saben nada.
"En el 55 trabajaba en un comercio cerca de Plaza de Mayo y estaba
relacionada con un muchacho del Hipotecario. Cuando yo salía a
almorzar, él se escapaba para acompañarme. Cuando sentí los aviones
creí que era el homenaje a San Martín. Fue todo tan rápido ...
"Los gritos, la gente corriendo. Me parece que estaba en el mismo
lugar. Terminé tirada debajo de un banco, rodeada de gente. Estuve
una hora sin moverme. Lo malo del caso es que, después de la segunda
pasada de los aviones, desde no sé qué edificio empezaron a tirar
con ametralladoras. Las balas picaban cerca, en las baldosas.
Barrieron a todos los que no tenían protección.
"A veces una no sabe qué pensar de ustedes, los hombres: en esos
momentos en que lo único en que pensaba era cómo salvar la vida, un
tipo bien puesto, joven, me tenía abrazada lo más campante, allí
bajo el banco. Yo rezaba y rezaba y no me daba cuenta.
"En una pausa crucé hacia el Banco de la Nación junto con un
matrimonio: el hombre fue acribillado en medio de la calle, ella
gritaba que también quería morir... Mejor es no contar esas cosas y
otras que, desgraciadamente, tuve que contemplar. Para colmo, la
gente de los camiones gritaba, insultaba. Un infierno. ¿Ve esta
herida? Me hicieron cirugía plástica, pero la marca no se irá más."
Vicente Orlando Diaz, 39, casado, dos hijos. Jefe de servicios
administrativos en la Caja Federal de Ahorro y Préstamos para la
Vivienda:
"Parece un chiste: cuando vi caer lentamente las primeras bombas,
creí que eran flores. Después sólo recuerdo que aparecí dentro de la
oficina. Las ondas expansivas... Perdía sangre del brazo derecho.
Callupi, un amigo, me acompañó hasta el subte, pero ya no corrían.
Empezamos a caminar por el túnel, en la semipenumbra.
"En Piedras, salimos hacia la Asistencia Pública ... Todos de
blanco. Me hicieron la primera cura y me mandaron urgente al Rawson.
Me atendieron los doctores Cosavella y Martínez Mosquera. Las
esquirlas me habían pulverizado el hombro. Estuve dos años enyesado.
Pero me salvaron el brazo. ¿Puedo agradecer a Callupi y a los
doctores?"
Carlos de la Fuente. 37, casado, dos hijos. Cameraman de Sucesos
Argentinos:
"Habíamos filmado hasta mediodía un comercial para los cigarrillos
Tacoma. De regreso oigo por la radio que en Plaza de Mayo había
despiole. Con Pedro chapamos las cámaras y nos largamos. Cuando
llegamos, ya se había armado el tole tole.
"Me instalé junto al troley incendiado y a un tipo muerto, con las
muletas al lado. Me acuerdo de otra que un oficial me impidió
tomarla: un tipo afanando a un cadáver. Cuando quise enfocarlo ya
era fiambre él también.
"Filmé de todo. En un descanso quise entrar en la Rosada. Me sacaron
a patadas. En ese momento en el Ministerio de Marina habían izado
bandera blanca; según los militares, era de rendición. Gente del
Ejército iba hacia allí y yo salí corriendo para poder filmar la
entrevista.
"Y ahí no más una andanada de metralla me agarró de lleno. Mejor
olvidar. La gente disparaba, se tiraba al suelo, gritaban como
locos. Quedé tirado una hora y media. Pasaban los autos y nadie me
levantaba. En la barriga ... Fíjese: más de 20 centímetros. Por fin
me llevaron a la Asistencia.
"Había que hacer cola. Una enfermera anotaba no sé qué en un papel,
con lápiz labial, y lo dejaba en los cadáveres: los apiló como si
fueran bolsas. Al rato me llevaron al Español. Tuve que esperar
turno, esta vez para la sala de operaciones. Pero no me desprendía
de la cámara.
"Un tipo me la pidió. Como no podía mirar de costado, le pregunté si
era del hospital. No, dijo, soy de la pompa fúnebre de enfrente.
Resultó un buen tipo: avisó a Sucesos. Cuando vinieron mis
compañeros preguntaban por un muchacho de Sucesos. Un médico los
insultó: ¿No tienen nada mejor que filmar? Un par de operaciones. Me
salvé gracias a esos médicos. Tengo unas esquirlas de recuerdo;
adentro, no se pueden ver. A veces las siento."
José Alejandro López, 65, casado, tres hijos. Médico cirujano,
propietario y director de la Clínica López:
"Yo era subdirector del Hospital Español. Cuando llegué, era
aterrador. Heridos llenos de barro, sucios, que sangraban de todos
lados. Uno de ellos resultó ser paciente mío. Tenía el brazo
agarrado solamente por un hilito de carne. Tomé la tijera y corté.
Era lo único aconsejable.
"Faltaba sangre. Planté un pizarrón en la vereda de Belgrano: Los
heridos de este hospital se mueren por falta de sangre. Sea usted
humano y done un poco. Cuatro horas más tarde, teníamos 20 litros;
sobró, y enviamos el resto al Ramos Mejía. Dieron todos, peronistas
y contreras: sé lo que digo, conocía bien a la gente del barrio.
"Quiero recordar a los doctores Bescouk y Rodríguez; a Carmen Casin,
jefa de la sala de operaciones; a la señorita Trilla, encargada de
laboratorio, que trabajó hasta el otro día. Después de operar,
todos, sin distinción de jerarquía, con agua, jabón y cepillo,
empezamos a lavar a los heridos. No se nos murió ninguno."
Mario Verón, 60, casado, cuatro hijos. Jornalero:
"Yo de oficio era albañil, pero sabía ir a changuear al puerto. Ese
día descargábamos un buque gringo; norteamericano, casi seguro.
Medio lloviznaba y los muchachos rezongaban porque no iba a haber
laburo a la tarde.
"Cuando explotó la cosa corrimos todos a Plaza de Mayo, porque se
comentaba que había caído una bomba en la oficina de Perón. Éramos
como cien. No teníamos armas ni nada para atacar o defendernos.
Después fuimos miles que empezamos a pedir armas a los gritos,
frente al Ministerio de Guerra. Decían que allí estaba Perón... Cada
vez que pasaban los aviones quedaba el tendal. No tuve ni una
raspadura. Sólo un gran julepe. Lo que vi esa tarde, se lo juro que
jamás me voy a olvidar; y ojalá que no se repita nunca."
Agustín Tosco, 40, casado, tres hijos. Dirigente de Luz y Fuerza en
Córdoba.
"Yo tenía 15 años, en ese tiempo trabajaba en la Capital, era
repartidor de soda. Perón me gustaba, el peronismo no. Ese día
dijeron: Vamos, pibe, hay que defenderlo a Perón, no seas sotreta, y
fuimos.
"Dejé el camión por La Paternal y corrí a la CCT. Pedía armas, como
todos. En eso bajaron la cortina metálica y nos dijeron por
altoparlante Vayan a Plaza Mayo y levanten pañuelos blancos. Algunos
levantaron pañuelos blancos y los hicieron pomada.
"Me fui para casa, pensando que si eso era la CGT, si eso era el
peronismo, yo no tenía por qué estar allí."
PEDRO OLGO OCHOA
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