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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


A solas con Bioy Casares
revista Somos
octubre 1983

 

Hijo de un padre que le recitaba poemas cuando era muy chico y de una madre contadora de historias, Adolfo Bioy Casares nació narrador. "Me gusta contar historias y me gusta que la gente me cuente historias", suele decir. Se hizo escritor después de un aprendizaje riguroso, de estudiar matemáticas y filosofía y de lecturas ordenadas ("Desde los trece y hasta los veintitantos años fui un lector omnívoro. Traté de leer todo históricamente: toda la literatura española, francesa, inglesa; algo de literaturas orientales"). De esa pasión, la literatura, habló con SOMOS. También, de otros amores: el país y el cine. Durante la charla, el autor de La invención de Morel (para nombrar sólo una parte de su obra vasta que podría ser, como él mismo dice, "inmensa, si todos los días no perdiera algo") ratificó las virtudes de su prosa. Inteligencia, sensibilidad, imaginación. Y humor, ese humor que, según Addison, desciende de la verdad, el buen sentido, el ingenio y la alegría.

 

 

—¿Cómo se llama la novela que está escribiendo?
—Por ahora, Aventuras de un fotógrafo. Me dicen que es un título horrible. . . A mí la palabra aventuras me resulta simpática.
—¿La asocia con los cuentos de aventuras?
—Tal vez. Mi madre me contaba cuentos, cuando yo era chico. Cuentos de animales que huían de la madriguera, se metían en un mundo de aventuras y peligros y a último momento llegaban de nuevo a la madriguera y estaban protegidos. Me atrae ese mundo para correr las aventuras y me gusta, también, la protección más o menos imaginaria que busca el ser humano para defenderse hasta donde puede. Porque uno nunca puede defenderse del todo. La muerte llegará aunque le pongamos todas las puertas blindadas.
—¿Sigue escribiendo cuentos?
—Sí, desde luego. Tengo una serie escrita desde El héroe de las mujeres —mi último libro de cuentos— hasta hoy. Esos van poniéndose en fila y algunos me gustan, como Máscaras venecianas.
—El primer cuento que escribió es una historia de amor, ¿no es cierto?
—Sí, se llama Iris y Margarita. Es una historia de amor que escribí para enamorar a una prima mía. El segundo cuento era un cuento policial y fantástico. Vale decir que las dos líneas que hay en todo lo que escribo, historias de amor y fantásticas y policiales, se dan desde el principio.
—En el título de una breve poética usted enuncia una verdad que los lectores, muchas veces, no tenemos en cuenta: "Escribir no es fácil". . .
—Eso lo descubrí muy pronto en mi vida, porque empecé muy pronto a escribir. Y, en 1937, el día que se me ocurrió La invención de Morel pensé: "Tengo una historia buena, no debo frustrarla como he frustrado todas mis historias anteriores". Entonces hice un esfuerzo realmente ímprobo para cambiar completamente mi manera de escribir. Y tan convencido estaba de mis dificultades para escribir que lo primero que me propuse fue evitar las ocasiones para cometer errores. Más que buscar aciertos, buscaba la eliminación de los errores. Eliminé las frases largas y todo aquello que podía perturbarme psicológicamente. Traté de escribir sobre temas lejanos, para que mis amores, mi amor propio, mi vanidad, no estuvieran presentes. Y logré, en La invención de Morel, que el tratamiento del tema fuera más o menos acertado. Fracasé en cambio con las frases breves, que cansan, alguien las ha llamado estilo de pan rallado. Creo que de eso me sobrepuse cuando escribí El ídolo: en ese cuento solté mi mano.
—Yo creo —o casi siempre he creído— en el escritor deliberado. Que la inteligencia de uno debe dirigir la creación, ayudada por la sensibilidad. Creo, también, que una persona inteligente sin sensibilidad puede ser tonta, porque desde el momento que no es sensible le faltan experiencias.
—¿Qué autores de preceptivas le han enseñado algo sobre su oficio?
—Vernon Lee, una escritora inglesa de comienzos de siglo. Ella me enseñó que cuando uno describe algo quieto no debe darle falsa animación por miedo de repetir los verbos más usuales del idioma: ser, estar, tener. . .
—Le enseñó, en cambio, a tenerle miedo a los sinónimos. . .
—Así es. Cuando una persona quiere decir dos veces la misma cosa recurre al sinónimo. Y casi todo sinónimo es un ripio, algo que está para llenar un lugar. Cuando uno siente que una palabra es un sinónimo hay que suprimirla.
—¿Y qué autores le han enseñado algo sobre el país?
—Ascasubi, Hernández, Estanislao del Campo, Mansilla, el general Paz, en sus Memorias. Algunas páginas de Sarmiento, de Alberdi. En todos está la Argentina. Nos muestran, también, nuestros defectos.
—¿Cuál le parece a usted que es nuestro mayor defecto?
—Yo diría que el no querer aceptar la realidad. Algo que es una especie de fanfarronería sobre nosotros mismos. Un defecto que me tiene cansado en estos últimos tiempos es algo aparentemente simpático: la gente tiene que ser optimista. Debe negar la existencia de dificultades porque uno tiene que tener fe. Eso nos lleva a las peores catástrofes. En cuanto uno descree de una salida afortunada en cualquier cosa en la que estamos metidos, ya se convierte en un derrotista o un amargado. Basta de eso. Es una estupidez colectiva horrible.
—¿Y cuál seria la mayor virtud de los argentinos?
—Algo que está cerca de la amistad; un sentido de la amistad. Los argentinos no tenemos ningún inconveniente en hablar mal del individuo políticamente. Pero, en definitiva, yo creo que somos individualistas y creemos que nuestro amigo vale más que la sociedad, que el gobierno, casi que la patria. Pensamos que la patria son nuestros amigos. No estoy en contra de eso. Creo que el ser humano es lo más importante que tiene este mundo. Y, ¿quiénes son nuestros amigos? Los individuos que consideramos los mejores. Entonces, ¿por qué no vamos a tener una cierta parcialidad en favor de ellos?
—¿Qué piensa del futuro del país? ¿Puede hacer un pronóstico?
—No, no puedo. Porque los síntomas malos me parecen más abundantes que los buenos. Y sin embargo sé también, y esto no es una contradicción con lo que he dicho antes, que la realidad es sorpresiva. No creo que uno deba perder las esperanzas, porque puede pasar lo inesperado y porque una de las costumbres que tiene la realidad es que mañana no se parece a hoy. Cuando critico a esa gente que confunde, digamos, su deseo con el porvenir, lo hago porque gobiernan o porque son políticos. Un testigo, en cambio, puede ser hasta optimista, si quiere, porque es sólo un testigo. Yo no estoy conduciendo el país ni me siento capaz de hacerlo. Soy un escritor que en su obra deja lo que piensa. No lo impongo. Que hagan lo que quieran con lo que yo pienso.
—¿Cuál es el compromiso básico de un escritor?
—Con la verdad. Yo creo eso.
—¿Y qué pasa con la ficción?
—Bueno, ésa es una pequeña disidencia que tenemos con (Jorge Luis) Borges. El por la literatura puede falsear las cosas, yo soy un pequeño burgués en ese sentido y no puedo hacerlo. Le pongo un ejemplo. Yo empecé a escribir plagiando a la condensa de Martel, una típica escritora de fin de siglo, y hoy no podría decir que era otro el escritor. En cambio, a Borges primero le gustaba Tom Sawyer y después le gustó más Huckleberry Finn y entonces dice que comenzó debido a Finn. Borges piensa que no se podría pasar la vida intentando explicar por qué eligió a uno u otro en un determinado momento de su vida. Cree que es un camino estéril. Yo, ingenuamente, sigo ateniéndome a las cosas que me han pasado. 
—En sus ensayos, ¿siempre tomó como tema la literatura?
—He escrito pocos ensayos. Y creo que no he escrito ningún ensayo largo que no sea sobre literatura. Es verdad ese dicho latino que dice "Ne sutor ultra crepidam" o dicho de un modo más vulgar y menos pedante, "Zapatero, a tus zapatos". Yo he pensado en libros desde más o menos los diez años hasta ahora. He escrito páginas que la gente considera literatura. Y he leído libros desde entonces hasta ahora. Entonces, realmente, es una de mis preocupaciones principales, pese a que no me siento del todo seguro porque sé que me equivoco como en otras cosas. Pero como uno tiene que resignarse a ejercer su criterio porque si no no puede seguir viviendo, yo ejerzo mi criterio en la literatura y escribo sobre literatura o literatura.
—No conozco otras preferencias suyas pero sé que le gusta mucho el cine. . .
—Siempre me gustó muchísimo. He ido al cine siempre. Sentía que las películas se parecían a los recuerdos. A mí el recuerdo me gustaba, me gustaban las películas y me gustaba el recuerdo de las películas de cine.
—¿Qué ha visto últimamente?
—Mucho cine español. Ahora es extraordinario. Vi una película lindísima, hace poco, Demonios en el jardín. Me gustaría escribir para cine, si tuviera tiempo.
—Parte de su obra narrativa fue llevada al cine. . .
—En muchas partes, no solamente en la Argentina y España se han hecho películas con mis cuentos y novelas. Y eso es muy agradable. Los polacos y los franceses filmaron La invención de Morel. Y, ahora, en Francia están filmando versiones del cuento 'Cavar un foso' (que se llamará No nos separaremos nunca) y la novela 'Diario de la guerra del cerdo'.
—¿Viajó mucho?
—Tal vez demasiado y no bastante. En algunos años he hecho viajes muy seguido. Y hay grandes porciones del mundo que no conozco. Además, me gusta quedarme en los lugares. Cuando me voy de un lugar donde empiezo a tener amigos, donde soy una persona de un barrio, donde conozco las esquinas, me voy muy triste. Porque la muerte es una cosa que me entristece y eso es una muerte parcial. He vivido en Francia, sobre todo en provincia, bastante tiempo y en varias ocasiones. Y estaba muy bien. En casi todas partes sentía que podía vivir. Aun en países que antes de conocerlos no me eran simpáticos, cuando estaba entre ellos me sentía como entre hermanos.
Vilma Colina 
Foto: Jorge Salto

 

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