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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Las travesías de Abelardo Arias

Su hablar es pausado, casi cauteloso; como si pensase cada palabra por temor a pisar lo desconocido. Abelardo Arias trata en lo posible de que la enfermedad que padece —el mal de Parkinson— no impida la comunicación natural con sus interlocutores. A pesar de la dificultad, que torna a la charla de un matiz inevitablemente moroso, la conversación no se detiene y va creando a su alrededor una atmósfera estimulante. Aberlardo Arias no vive con excesivo fervor el reciente y actualísimo éxito de su última novela "Inconfidencia", agotada en unas semanas la primera edición. Tampoco se detiene a sobrevolar la evocación de tantas distinciones obtenidas desde 1942, fecha en que apareciera su primera novela "Alamos Talados", acreedora precisamente a la mayor distinción mendocina en el rubro literario. Ni el Premio Municipal obtenido en dos géneros —ensayo y novela — , ni el Premio Nacional que se adjudicara a su ficción "Polvo y Espanto" en 1971, ni los obtenidos en el Pen Club, en el Rotary, en la Fundación Dupuytren o en el género cinematográfico en Alemania logran distraerlo de próximos y alentadores proyectos: "insistiré con la novela histórica, recrearé novelísticamente la vida de Severa Villafañe, la amada de Facundo Quiroga". Quizá en lo único que debe asumir alguna circunstancial detención es en su inquietud de viajero.

revista mercado
1 de enero de 1980

un aporte de Riqui de Ituzaingó


 

 

 

"Por ahora no más viajes en cargueros inciertos o anónimos, no más itinerarios signados por el azar y el misterio (un puerto desconocido de Grecia, una bahía insignificante en el Oriente). Sólo se gratificará leyéndose para sí acaso, alguno de sus varios libros de viajes: "Grecia en los ojos y en las manos", "París-Roma, de lo visto lo tocado", "Intención de Buenos Aires", "Talón de Perro". Un total de diecinueve títulos conforma su bibliografía incesante, a la que deben agregarse sus trabajos de traducción de autores como André Gide, Julien Green o Henry Montherlant. Abelardo Arias es mendocino, pertenece a la misma generación literaria que Ernesto Sábato y curiosamente fue best seller antes que Roberto Arlt.
MERCADO —Quizá, Arias, usted es un escritor original en el aspecto literario, pero también lo es por la forma en que concreta sus novelas, viajando, poniendo distancia casi siempre entre Buenos Aires y usted. ¿Por qué ese hábito de embarcarse?
ARIAS —Es cierto: la mayoría de mi obra la he escrito en camarotes o cubiertas de barcos cargueros griegos y en medio del mar. Siento durante la travesía que no soy un pasajero sino un tripulante más, un hombre de a bordo, sometido a los avatares del trayecto, del trabajo cotidiano, de la soledad, del profundo laconismo que casi siempre los embarga. En un carguero uno no se siente inclinado al ocio sino al trabajo, a la febril actividad que se ve alrededor durante todo el día. Un carguero no es uno de esos paquebotes suntuosos ideales para la distracción o la sociabilidad. Me siento contagiado y escribo así, diez horas, sentado en algún sitio de la proa, y alcanzo muchas veces en travesías de cincuenta o sesenta días a concluir el primer original manuscrito de una novela de trescientas páginas.
Sucede que un carguero es algo fascinante: se sabe cuándo parte pero nunca adonde va o adonde permanecerá anclado durante días. Esos barcos son como taxi fletes del mar: van adonde los llama un télex urgente o imprevisto. Son como barcos sin destino, es como si el azar los gobernara, son los últimos navíos románticos en la era tecnificada donde todo es perfectamente programado.
MERCADO —Paradójicamente, Arias, usted ha escrito libros con temas argentinos cuanto más se alejaba de la Argentina.
ARIAS —Sí, he escrito "Minotauro Amor" o "Polvo y Espanto", por ejemplo, a bordo de barcos con nombres tan exóticos como Nikinái o Atenai. Precisamente, "Polvo y Espanto", la concluí en los mares de Grecia. Fíjese, cuan aparentemente contradictorio resulta ser el proceso de creación: la parte de "Cuaderno Federal", tan nuestra, tan de caudillos y pampas y barbarie, la terminé de escribir apoyado en una columna dórica del Partenón. Yo mismo, mientras borroneaba alguna frase sobre las páginas de un cuaderno, me preguntaba si no era curioso que un argentino estuviera allí en mil nueve setenta y tantos, imaginando escenas de una Argentina de mil ochocientos y tantos en un templo de hace dos mil años, cuna de toda una civilización. Sin embargo, ese libro fue traducido al griego (quizás ha de ser el único caso de un autor argentino) y fue comprendido. También aquí, cabe preguntarse, cómo pudo ser comprendido si se trata de un tema histórico particular de un país y de una situación social tan diferente. Cómo un pueblo como el griego, apegado e inmerso en la tragedia clásica, pudo adentrarse en "Polvo y Espanto" esencialmente argentina. Cuando pregunté, en Atenas, a algunos críticos o lectores, ellos me respondieron que si bien obviaban o perdían ciertos detalles anecdóticos o puramente folklóricos, sentían que el personaje, por ejemplo, tenía la imagen arquetípica del caudillo americano tal como ellos la fantaseaban. Finalmente, toda novela, en esencia, es como una tragedia griega: tiene sus dramas, sus pasiones, sus muertes. Eso es lo que trasciende de todo texto literario si no es gratuito.
MERCADO —Ya que la charla se mantiene dentro del camino de la creación, cómo puede explicar usted en qué momento considera lograda, cerrada una obra. Alguien dijo que un libro de ficciones sólo concluye cuando el autor deja de soñar y empieza a dormir en serio.
ARIAS —Es difícil saberlo, hay que conocerse mucho. En mi caso corrijo excesivamente, casi hasta lo exasperante. He llegado a escribir y reescribir siete versiones de una misma novela; multiplique trescientas páginas por siete y calcule el trabajo. De pronto en este proceso aparece un síntoma inequívoco de que algo ya no anda: el autor empieza a sentir repulsión por lo que está haciendo. Cada vez que se sienta a terminar una frase es como si ya no tuviera más jugo; se aburre. Es un aviso de que la obra ya está terminada. También le sucede a un pintor: él sabe cuándo ya no puede seguir dando una sola pincelada más sobre un cuadro sin el riesgo de arruinarlo y perderlo.
MERCADO —Usted cree, sobre todo, en el trabajo. Más que en la inspiración o la magia, cree en el trabajo. ¿Porqué?
ARIAS —Porque me basta ver la obra de los grandes de cualquier época. En mi última novela no fue por azar que tomé como protagonista al escultor brasileño el Alejadinho. A fines del siglo pasado, él dio un ejemplo de afán creador. Sufría una enfermedad incurable y progresiva que lo iba corroyendo (quizá fuera lepra, no se sabe muy bien). Acabó esculpiendo incesante, febrilmente, haciéndose atar las herramientas, a lo que quedaba de sus manos y brazos, para que no se le cayesen. Dejó sus últimas obras en piedra, nada menos, como si fuera masilla lo que él tallaba o esculpía. Por eso yo no me dejo dominar por la enfermedad que me aqueja; si otro lo hizo ¿por qué no yo? Por lo pronto no me aquieto: estoy investigando bibliografía para mi próxima novela sobre Severa Villafañe, la amada de Facundo Quiroga. Es extraño, pero nuestra historia, tan machista, suele olvidar a las mujeres, verdaderas protagonistas y apasionantes enigmas de muchas aventuras épicas.
MERCADO —Últimamente se presiente como un auge de la novelística que extrae su tema de la historia argentina. ¿Usted piensa que es una fuente interesante para explorar?
ARIAS —Desde el Facundo, con algunas excepciones, no fue un género explorado. Quizá por el temor a maltratar a los héroes acartonados que nos inculcaron en las escuelas. O quizá porque el Facundo fue perfecto e inmejorable, fue una novela alud, escrita como si no fuera posible equivocarse. Lo mismo sucedió después, en otro estilo, con Una Excursión a los Indios Ranqueles de Mansilla. Lástima que en las lecturas escolares nos los ensañaban tan mal que terminamos ignorándolos. Qué curioso, algunos de mis libros son de lectura obligatoria en las escuelas o colegios, ¿no me pasará lo mismo que a ellos? Es que la formación literaria es difícil. ¿Cómo amar a Góngora leyéndolo a desgano mientras se espera con ansiedad el recreo?
MERCADO —¿Y en su caso, Arias, cómo fue su formación literaria?
ARIAS —Fue en Mendoza donde nací. Más que leer literatura empecé entusiasmándome con una historia universal en la que se me reveló Grecia con todo su arte. Sófocles, Eurípides, Esquilo, Aristófanes. También escribía un diarito familiar llamado "Las Noticias" que repartía entre mis conocidos. Cada tanto escribía teatro que hacía interpretar en casa por mis hermanas y ver por un público reducido compuesto por amigos. Recién después de los veinte o veintiún años me puse a leer seriamente cuando, mientras estudiaba derecho en Buenos Aires (que después abandoné), me empleé en la biblioteca de la Facultad. Entonces descubrí a otros: Montaigne, Gide, Proust. De Montaigne me interesa el sentido de la vida expresado con tanta profundidad y tanta simplicidad. No es como otros filósofos que para dar una idea del mundo usan un lenguaje críptico y complejo. Por eso sostengo que uno debe escribir las cosas más difíciles de la manera más fácil. Para que el lector saque lo que pueda de acuerdo al tamaño de la reja de su arado. El que lo hunde a más profundidad sacará más, claro. Pero también hay que darle la oportunidad al que tiene una reja pequeña. El valor de un texto es que pueda aceptar varias lecturas, varios lectores. Algo de eso debe haber ocurrido con "Alamos Talados", que aun después de más de treinta años, se sigue leyendo. Lo escribí cuando tenía veinticinco años y es una novela autobiográfica como casi siempre sucede con las primeras obras de un autor. En pocos días se hicieron tres ediciones, corría el año 42; debe haber sido el inicio de la época en que empezaron a descubrirse nuevos escritores argentinos. Hasta entonces nadie los leía, usted sabrá, salvo los grandes como Lugones, Gálvez, Larreta. Con el título sucedió algo raro: un amigo descubrió que contenía trece letras igual que el número de letras de mi nombre y apellido. Así que por cábala, desde entonces, me dediqué a titular todos mis libros con trece letras. Fíjese en "Inconfidencia", que trata sobre el Alejadinho y escrita por Abelardo Arias, todas son palabras con ese número clave, 13. De todos modos, esto no es más que una excusa para seguir comunicándome con la gente. Alguna vez se ha dicho que la literatura, el libro, iba a ser desplazado, enterrado por la cibernética y todas esas invenciones. Sin embargo, todavía (lo seguirá siendo) es el cómodo e íntimo vínculo de comunicación. Sin prisa, sin urgencia, sin interferencia. El libro es el acto inteligente de mayor intimidad, acaso el único, del hombre moderno.
MERCADO —¿Qué reflexiones se le ocurren acerca del libro argentino en particular?
ARIAS —Escribí una veintena de libros, la mayoría con bastante éxito, algunos agotados varias veces. Sin embargo, no alcanza para vivir de la literatura. ¿Sabe por qué?, porque las tiradas de libros en Argentina son reducidas. En Estados Unidos, aun en Brasil, se multiplica en varias veces la cantidad de cualquier libro argentino. Sucede que, paradójicamente, somos un pueblo lector y leemos y consumimos, por ejemplo, libros mexicanos, chilenos, peruanos. A ellos, claro, les conviene. Pero a los escritores argentinos allá no se los consume, no existen mercados latinoamericanos como el nuestro. Y eso limita la posibilidad de que un escritor argentino de éxito viva de ese éxito. Así tenemos que, salvo tres o cuatro excepciones, la literatura no es una fuente natural de recursos. Por ahora esto es así, quizá hasta que otros pueblos aprendan a leer como el argentino.