Revista Periscopio
16-12-1969 |
¿COMO ES EL PROCESO?
—Vos te venís con nosotros.
—Flaco, avísenle al "tordo".
Las voces de los protagonistas —un par de agentes de investigaciones
versus un muchachón de remera roja— interrumpieron la siesta de uno
de esos vecinos con balcón a la calle. Ocurrió la semana pasada, a
dos cuadras de Boedo y San Juan. No fue noticia, por supuesto. Sólo
las más provectas inquilinas de un conventillo lindero recordaban
—un día después— el incidente. Sucede que la escena —un
"procedimiento", en el argot policíaco— se repite, a diario, más de
un centenar de veces. Una de las comadres, sin embargo, interpretó
la exclamación de "ese muchacho que anda en la mala". Ignoraba —eso
sí— que, a partir de ese lamento entre compadrón y lastimero,
comenzaría a funcionar uno de los mecanismos más complejos que pueda
soportar un deshonesto —o intachable; la galería de ejemplos es
vasta— ciudadano: el mundo de la justicia del crimen.
El primer capítulo —el mismo Kafka olvidó algunos, es seguro— se
ambienta en una comisaría o "en el Departamento". Mientras tanto,
"el Flaco" se moviliza, obtiene la colaboración del "tordo" —en la
jerga, el abogado criminalista, "sacapresos" o profesional "de la
pesada"— y comienza el operativo rescate. Por su lado, el comisario
ya habrá practicado un primer interrogatorio y abierto el sumario.
Horas más tarde llamará al Juez de Instrucción de turno. El
muchachón de la remera roja volverá al calabozo y a la
incomunicación.
La segunda etapa escapa de la órbita policial. Es el Juez quien
comanda la operación. El comisario ya le habrá remitido las
actuaciones y el detenido. Este, por un par de días, se alojará en
la "leonera", un depósito de prevenidos ubicado en el subsuelo del
Palacio de Tribunales. Allí —un lugar húmedo, casi cavernario— los
presos tienen pocas comodidades para reflexionar. En celdillas
similares a las de un panal esperan que el Juez los convoque para la
declaración indagatoria, la de la confesión o el mentís. Es entonces
cuando el magistrado les señala el derecho de impetrar la asistencia
de un abogado. Si el indagado no resolviera, el Estado le impondrá
los servicios del defensor público, un requisito que la Constitución
hace indispensable. Ya informado de sus beneficios, el detenido
volverá a la "leonera" si quedan asuntos por tratar. Caso contrario
será trasladado a "la estancia", la cárcel de Villa Devoto. Un
camión celular se prestará para la mudanza.
"No hay nada peor que la «leonera»", protesta una abogada.
"Invariablemente —explica—, los policías de la Alcaidía responden
que «fulano de tal no está». Hay que arrancarles de las manos la
lista de los ingresos. ¿Usted cree que dicen algo cuando uno
verifica que el preso llegó? Ni se mosquean. Es un sistema para
fastidiar a los profesionales.'" En tanto, una cohorte de familiares
rodea al abogado. Esperan, entre ansiosos y desesperados, las
noticias que éste les transporta desde la celda. "A veces —susurra
otra leguleya— llevo en la cartera un sandwich para mi cliente. No
hay demasiadas seguridades respecto de la alimentación."
Cuando no hay "un Flaco que busque al «tordo»", la madre o la
hermana, quizá la novia o la esposa del supuesto delincuente, se
ocupan de elegirlo. Podrá ser por el nombre, por la fama, por
recomendación de terceros o —en la mayoría de los casos— porque
recorren penando los alrededores de la Plaza Lavalle. Una vez
conseguido el defensor se iniciará la lucha entre éste y el
detenido. Vendrá la versión de los hechos con lujo de detalles y la
desmentida del letrado. "A mí tenés que decirme toda la verdad. Si
no, la perdemos", acierta. A veces, el procesado domina el Código
Penal y sus incontables vericuetos. Ocurre que, para algunos
detenidos, las rejas no son una novedad. Son aquellos que no
realizan "trabajos en crudo", que pesan y miden las consecuencias
del delito antes de cometerlo. Es por eso que, cuando caen, son
capaces de encarar por sí mismos la defensa. Evitar los "trabajos en
crudo" suele transformar al delincuente en colaborador indispensable
de su letrado. Al sortear circunstancias que agravan el delito, los
reos consuetudinarios obtienen penas menores que hacen posible, a
breve plazo, la libertad condicional.
DEL ARRESTO AL JUICIO
Mientras la causa se encuentra en manos del Juez instructor —es la
etapa procesal denominada "del sumario.", investigativa y destinada
a la acumulación de pruebas—, las actividades del defensor son
limitadas. La procedencia —o no— de la excarcelación obsesiona a
parientes y compinches. El letrado podrá, además, presentar
excepciones —cosa juzgada, prescripciones, etcétera— que, en caso de
triunfar, acabarán con todo el proceso.
Llegada la causa a la etapa de "plenario", ya ante el Juez de
Sentencia, el juicio se bilateraliza: Fiscal y defensor lidiarán con
igualdad de atribuciones y derechos. También podrá intervenir el
querellante, si existe un tercero perjudicado por el hecho punible.
Los escritos de defensa, de ofrecimiento de pruebas y el alegato
sobre la prueba producida configuran el eje estratégico
de la defensa. Más tarde, ante la Cámara de Apelaciones, las
presentaciones de expresión de agravios —si el caso se ha perdido en
primera instancia— o de mejoramiento de los fundamentos de la
sentencia —si se ha vencido— revelarán la habilidad del abogado y la
sagacidad de los magistrados.
"Los Jueces leen mis defensas como un relato de Dashiell Hammett",
se solaza el criminalista Juan Jacobo Bajarlía, 48, dos hijos y
admirador de James Joyce y de Guillaume Apollinaire. Sucede que
Bajarlía combina la criminología con el arte poético y con la
producción de novelas policiales. "El crimen en Buenos Aires", una
obra que aparecerá el mes que viene, contará algunas de sus
experiencias. El novelista prefiere no recordar los casos en que ha
intervenido. "Fue un caso entre muchos otros", asiente con
renuencia. "A un hombre lo condenaron por apoderarse de medio metro
de soga que había caído de una bobina de Obras Sanitarias. Alguno lo
vio y lo procesaron. Fue a parar a Villa Devoto. El Juez Federal le
dictó prisión preventiva y aplicó una multa de mil pesos. Los
reclusos no pudieron reunir esa suma. Lo encontré cuando ya hacía
dos meses que estaba en la cárcel. Los mismos agentes penitenciarios
me pidieron que interviniera. Me dio lástima e hice el depósito. Lo
pusieron en libertad y nunca más lo vi. Así pasa siempre. Si la
defensa no se cobra por adelantado uno puede dedicarse
tranquilamente a leer a Conan Doyle."
Mientras enciende la pipa, Bajarlía recuerda el sonado caso Defazio,
un médico que abolió los órganos genitales a un puñado de
homosexuales. "En realidad —define el abogado—, allí no había
delito. Sin embargo, el Juez dictó la prisión preventiva de Defazio
por lesiones gravísimas. Obvió en ese caso un principio fundamental
del derecho penal: no hay crimen, no hay pena, sin ley que lo
establezca. El consentimiento de los interesados impedía que se
verificara la figura jurídica de lesiones gravísimas." Algo
rousseauniano, Bajarlía porfía que "todos los hombres son buenos; es
la sociedad la que los enferma. El crimen—asegura— es un contagio
social, no una desviación de la naturaleza".
Pocos libros rodean a Fernando Ramón Moreno, 31, dos hijos, en su
estudio de Lavalle al 1200. Redactor del matutino La Prensa,
escritor como Bajarlía —publicó "Trece cuentos argentinos"—, Moreno
no cree ser un simple sacapresos. "Trabajo habitualmente con
delincuentes primarios u ocasionales, nunca con la «gente de la
pesada». Los ocasionales se aferran al abogado y es posible
reencaminarlos. Las escasas posibilidades de recuperación social que
se dan en nuestro medio hacen inútil, en la mayoría de los casos,
reeducar a los reincidentes." Es cierto. La insistencia policial
sobre los liberados suele ocasionarles la pérdida de un trabajo
obtenido después de meses de peregrinar.
Moreno asegura que el hueso más duro lo constituyen los familiares
del preso. "La gente no sabe afrontar con paciencia los hechos. Se
les contagia, cuando pueden verlo, la angustia del detenido. Si no
pueden llegar a él la cosa se pone peor. Es necesario darles
confianza, serenidad", explica. El caso de Daniel Kohut —un anciano
que mató a una empleada de la Caja de Trabajadores Rurales luego de
dos años de fatigar esas oficinas— pone sentimental a Moreno. "No
era un delincuente. Cuando comencé su defensa me aseguró que estaba
conforme con el encierro y que no quería salir en libertad. Llegó al
delito por cansancio, por desesperación. La inclinación natural a la
libertad lo hizo cambiar de idea, pero no hubo tiempo para nada.
Murió en la cárcel poco después de presentar un pedido de indulto.
Sin contaminarse, acarició hasta el fin su obsesión: Cuando usted me
saque, doctor, conseguiré la jubilación."
"El abogado «de la pesada» es un hombre que, con el tiempo, se
vuelve sentimental y adquiere esa concepción de la amistad y la
lealtad que es frecuente entre los delincuentes. Sabe muy bien
—enseña el abogado Carlos Alberto Poderti, hijo, 28— que cuando el
hombre tiene dinero no hace falta recordarle los honorarios. Si no
lo tiene, cuando recupera la libertad y hace un buen trabajo, no se
olvida de su amigo el «tordo». Aparece tiempo después con los
billetes y una botella de buen whisky." Poderti, junto con su padre
—un profesional con varias décadas de trato con el hampa—, atiende
un estudio jurídico correccional y criminal. Desde una vieja máquina
de escribir —se trata de una Woodstock que encadenaron a una mesita
rodante— los Poderti han derrotado —se asegura— a centenares de
fiscales.
"Nosotros somos «de la pesada»", insiste Carlos Alberto. "Al que
tiene lo fajamos; al que no, ya habrá tiempo para cobrarle. En esto
—acierta— hay que ser gaucho." El Código Penal le hace,
generalmente, "verdaderos regalos de boda". "Algunos artículos
parecen haber sido confeccionados para mí". Poderti padre —igual
nombre de pila que su hijo y 59 años— evoca una anécdota que suele
repetirse: "Cuando recorro los pabellones de Devoto, por ejemplo,
siempre algún preso me dice: Oiga tordo, arriba hay un gomia que
tiene problemas con su abogado; vaya usted que se las sabe todas. Yo
creo que lo saca con el artículo tal. Es increíble los conocimientos
del Código que tienen los delincuentes avezados". En cuanto a los
honorarios, todo depende del cliente. "Si cae por aquí un Riverol o
un Acosta —dos delincuentes hoy en libertad—, hablamos de palos. Si
es un hombre sin recursos, se lo atiende lo mismo y se le trabaja el
caso. Después se verá cómo va a pagar."
Isidro Ventura Mayoral tiene tres hijos y nació en Barcelona hace
cincuenta y cinco años. Incursionó por el teatro independiente y
frecuentó la "escuela de Boedo", un reducto de bohemios que amojonó
una época de la literatura argentina. Asistió a la Escuela Superior
Técnica del Ejército; titulará su tesis "Política económica de
desarrollo en la Argentina". Además —no es circunstancia sino
vocación de vida—, Ventura Mayoral es penalista. Entre 1955 y la
actualidad es el abogado que ha patrocinado a mayor cantidad de
presos políticos. Fue, también, quien defendió a Juan Domingo Perón.
"No soy un sacapresos —advierte el profesional—. La rama penal es
muy delicada porque necesita conducta en la labor profesional, tanto
para tomar el caso como para llevarlo hasta sus últimas
consecuencias. El sentido comunitario —afirma— es una base
fundamental. Debe tratar de interpretar al delincuente y sus
motivaciones sociales y económicas."
Para Ventura —un sociólogo de la criminología—. "el delincuente
profesional es un hombre que vive constantemente acorralado. Durante
su vida al margen de la ley permanece siempre en guardia para no
caer en manos de la policía. Cuando quiere dejar esa vida riesgosa,
las dificultades se tornan más peligrosas porque, además de
afectarlo físicamente, lo acosan en el plano psíquico".
Inquieto por la situación de quienes alguna vez pasaron por la
cárcel, relata un caso: "Un delincuente profesional decidió
reencaminarse. Me vino a ver el año pasado. Mire, doctor, me dijo,
no aguanto más. Tengo un trabajo decente pero me persiguen, tratan
de apretarme para conseguir dinero y acabo por perder el trabajo.
Lloraba como un chico. Siempre pasa lo mismo: los que quieren
abandonar no pueden. A veces —agrega— la policía los detiene al
salir de la cárcel para sacarles algún dato".
TRIBUNALES Y POLICIAS
En cuanto al Código de Procedimientos, Ventura Mayoral recomienda
una reforma total. Sancionado en 1889 y con sucesivas modificaciones
parciales, ya no cumpliría satisfactoriamente con su cometido. "No
es posible, por ejemplo, que el letrado no pueda asistir a la
declaración indagatoria. La buena voluntad de algunos Jueces omite
la prohibición", admite el penalista. Favorable al juicio oral —"es
eficaz y puede adecuarse muy bien al procedimiento"—, cree oportuno
que se establezca en forma definitiva. "Los argentinos —vocea
Ventura Mayoral— tenemos uno de los Tribunales mejores del mundo,
pero, acerca del régimen penalógico, habría mucho que hablar. Se
hizo mucho, pero también queda mucho por hacer."
También se preocupa por el habeas corpus. "Aun cuando las
disposiciones son correctas, habría que determinar —asegura— que el
magistrado hiciera comparecer al recurrido. Así se verificaría si su
detención es legal y si no ha sufrido apremios en manos de la
policía."
"Ahora la policía no es como antes", memora Gustavo Germán González,
67, una hija, quien cumplió sus bodas de oro como cronista de
policiales. "Antes sí que se fajaba. Recuerdo que en la antigua
Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras usaban el método «del
tacho». A los díscolos los colgaban de las piernas y, con un
aparejo, los bajaban hasta que sumergieran la cabeza en un tambor
con excrementos. Ni hablar de los «gomazos» en las comisarías." El
gordo González incluirá en sus memorias —se publicarán en febrero
bajo el título "El hampa porteña"— una anécdota increíble: "En 1929
se detuvo a un tal Rubers por el famoso asalto de San Martín. Le
dieron tanto que el tipo, que no tenía nada que ver en el asunto,
exigió una reparación. Le ofrecieron un empleo como chofer de
bomberos. Creo que se jubiló hace dos meses con el grado de cabo".
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Procedimiento
De la leonera a la estancia |
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Ventura - Moreno - Bajarlía - Poderti (h)
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