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crónicas del siglo pasado

 


El adiós a Pichuco
escribe Edmundo Rivero

 


Revistero

 



Edmundo Rivero

 

 

Quien fuera uno de sus más célebres cantores y uno de sus mejores amigos escribió para Siete Días su despedida al viejo maestro.
Sus palabras están cargadas de un sentimiento especial, íntimo y público al mismo tiempo.

El domingo 18, a las 23.45, se apagaba la vida de Aníbal Troilo, a quien el pueblo había bautizado con el apodo de "Bandoneón Mayor de Buenos Aires". Desde ese momento, una angustia explicable se adueñó de los porteños: es que El Gordo se había convertido en un mito viviente, y ya se sabe que los argentinos tienen predilección por sacralizar en vida a sus ídolos.
En el caso de Pichuco, especialmente, eso se justificaba. Sus tangos no sólo se convirtieron en un elemento poco menos que imprescindible en la vida cotidiana del país, sino que su figura (que con los años se fue engrosando hasta adquirir el físico del patriarca) pasó a representar el símbolo de lo porteño y de lo arquetípicamente argentino.
Nacido en el barrio del Abasto (casi una premonición tanguera), Troilo iba a cumplir 61 años el próximo 11 de julio. Desde pequeño se sintió atraído por su instrumento musical; de sus dotes de intérprete dijo Alejandro Barletta: "Su fraseo resulta incomparable y su sonido tierno y adormecedor". Cuando se le contaba a Troilo esa opinión del gran concertista, solía decir con aire pícaro: "Yo aprendí a tener un bandoneón en las manos a los nueve años, cuando en un picnic me robé el fuelle de unos musicantes contratados para el baile. Pero antes, encerrado en el dormitorio de mi casa, tenía el vicio de ponerme la almohada sobre las rodillas y apretarla a modo de bandoneón mientras silbaba tangos de Arolas y Saborido. Capaz que por eso me sale ese sonido tan adormecedor".
Quien fuera su íntimo amigo por largos años, el cantante Edmundo Rivero, aún derrumbado por la muerte de Pichuco, aceptó escribir para Siete Días el último adiós para Troilo. Sus palabras -cargadas de hondo contenido-son las que se transcriben más adelante. Constituyen un documento único.

MI AMIGO TROILO
Conocí a Troilo un día que vino a escucharme al bar Jardín de Flores, donde yo cantaba. El Gordo (como le decíamos todos) se encontró por primera vez conmigo en ese porteño barrio, cuando corría el año 1947.
Desde entonces trabamos una sólida amistad: yo canté en su orquesta hasta 1950, por espacio de tres años. Troilo me había ofrecido que actuara con ella una noche de tantas, cuando él, Zita, su mujer, y el Malevo Muñoz (o Carlos de la Púa, según se prefiera) junto con el que esto escribe tomaban copas y verseaban en un templo de la noche llamado La Cartuja, metido en Libertad y Diagonal Norte, en pleno cuore de Buenos Aires
Troilo era el prototipo del hombre de la noche. Y la noche es más generosa que el día, porque es el momento que hermana a la gente como nosotros, los músicos de la ciudad. En la noche no hay diferencias políticas y la gente se aúna para transmitirse recíprocamente afectos, a veces propios y a veces heredados, de una ciudad que tiene alma. Esto ocurre, generalmente, donde se hace música de tango: hay gente de todo el mundo juntándose alrededor de quienes hacemos tango, y Troilo siempre fue nuestro representante.
En tomo a los astros como él siempre llega gente de ésa que busca sacar provecho, pero El Gordo no protestaba, y a esa gente la cambiaba con un abrazo. El era un poseído del dolor, del dolor propio y del dolor ajeno. En su fuero íntimo (yo lo sé bien) era un hombre triste, y era notable entender cómo esa tristeza, noche a noche, se iba trasuntando en los distintos sonidos que arrancaba al bandoneón.
Ahora viene a mi mente que en el Odeón, donde actuamos juntos por última vez, no sé qué pintor le dedicó un cuadro. Se llamaba 'El ángel de la noche', y el título no pudo estar mejor puesto, porque El Gordo era el ángel de Buenos Aires. Veinticinco años atrás, solía hablar siempre de fútbol (su debilidad era River Plate), de burros y de poesía. Pero, últimamente, no escuché de sus labios esos temas tan afines a su personalidad.
El a mí me decía El Gaucho y yo a él lo llamaba, respetuosamente, Pichuco. No sé por qué, pero nunca nos tuteamos. Sin embargo, nuestro afecto de amigos fue inmenso: los dos sabíamos que una sensibilidad común establecía sus lazos entre nosotros
La última vez que estuve a su lado, en el teatro Odeón, hicimos juntos tres tangos: Sur, El último organito y La última curda. Recuerdo que ese día en los finales de las piezas la gente aplaudía a rabiar: creo que Pichuco los acercaba a Dios con su bandoneón, como nunca tal vez lo había hecho. Esa noche, al término de la audición, me confió un deseo que sería premonitorio: Tengo cuatro bandoneones, me dijo, y cuando muera quiero que uno de ellos le sea donado al pibe que más se aplique en el estudio de este instrumento. Ahora, habrá que cumplir esa voluntad, tal vez la última solicitud del Ángel de Buenos Aires.
De todos modos, nos queda este pueblo que ha venido a verlo, y hago mías las palabras con que lo definía Zita, su mujer: "El Gordo, decía Zita, es mío de la puerta de casa para adentro; de allí para afuera es del pueblo".
Fue un admirador de Pedro Maffia, un tolerante, un hombre que hizo de su vida un acto de amor. Pero, por sobre todo, Pichuco fue un músico. Y hoy, por lo que ocurrió, puede decirse que fue el músico del pueblo.
Fotomontaje: NORBERTO FERNÁNDEZ
mayo 1975