Revista Periscopio
14.07.1970 |
Todo está igual: la cama tendida, un postigo entreabierto y hasta,
sobre una cómoda, el portafolio con que volvió del sanatorio, a
agonizar junto a su hermana y su sobrina. Todo está igual en la casa
de José Manuel Estrada 80, donde vivió sus últimos diez años,
después de abandonar con pesadumbre la famosa casona de 22
habitaciones, Caseros 335: allá, a menudo, soltaba la pluma para
asomarse a la ventana, mateando, y conversar a gritos con los amigos
que lo llamaban desde la calle; aquí tuvo que sacrificar buena parte
de su biblioteca, encerrarla en un altillo. Todo está igual, sólo él
falta; él y su boxer, Bonzo, que recibió sepultura hace quince días.
José Aguirre Cámara murió hace un año: su ciudad, estremecida por el
cordobazo, se percató apenas; el país, trastornado por el asesinato
de Vandor, tampoco. Es ahora, y cada día más, cuando Córdoba sufre
su ausencia. Era necesario, por las tardes, verlo pasar con su
eterna chalina, con su aspecto de viejo cascarrabias, y escucharlo
divagar sobre Alta Gracia y sobre Juan Bautista Bustos, los dos
libros de historia que escribía desde siempre, y que no terminó. Hay
ciertos seres que son propiedad de sus conciudadanos, y cuando ellos
se van —John Donne lo sabía— los demás quedan empobrecidos,
mutilados, acaso sin advertirlo.
El primer aniversario se cumplió el domingo 5. El Partido Demócrata
había formado una comisión de homenaje; pero el estado de sitio no
permitía un acto político, y los dirigentes —embargados tal vez por
la intención pequeña de acaparar su nombre— no supieron hacer un
acto suprapartidario: el Gobierno lo habría aprobado, y todos los
sectores —el radicalismo y hasta el peronismo, la izquierda y hasta
la derecha— se habrían reunido junto a su tumba. El Gobernador Bas
informó a Periscopio, la semana pasada, que pondría el nombre de JAC
a una escuela provincial: si la comisión de homenaje sigue ausente,
la decisión será comunicada a la familia.
Es justo: aun muerto, el destino de Tito Aguirre es el mismo que
oscureció su vida. Era de todos —de su ciudad, de la República—, y
se pretendió que fuera un hombre de partido. Como todo político de
raza, soportaba mal esa vil cadena impuesta por las primitivas leyes
de la democracia, y también por su lealtad y sus afectos. Cada vez
que los suyos no lo entendían, se retiraba de la política; por lo
menos, lo intentaba; claro, siempre costó poco llamar a su puerta —o
a su corazón ansioso— y sacarlo otra vez de su retiro.
Aguirre Cámara detestaba, por cierto, a los apolíticos, una fauna
que en los últimos años invadió decididamente las esferas áulicas,
"simuladores de estadistas —vituperaba en su discurso Libertad sin
tregua, el 24 de marzo de
1956— que aparecen como tales porque no pasaron nunca por la prueba
de fuego de la acción"; son "gentes que aspiran a todos los honores,
pero que los desean por la gracia divina, sin esfuerzos, sin luchas,
sin noviciado..."
Pero una cosa es la política —"el más fascinante juego de que es
capaz el ser humano, por sus alternativas dramáticas y por sus
tremendos altibajos"— y otra la política de partido: esta última fue
su martirio constante y, por fin, la arrojó lejos. En otra
conferencia sobre las luchas coloniales en tomo de la Universidad de
Córdoba, decía el 23 de noviembre de 1958: "Al liberarse de la
política —se entiende que de la partidaria, de la de bandería,
ciegamente pasional— la más grande liberación es poder ser, en
adelante, profundamente sincero con uno mismo y con los demás. Nunca
una palabra que no se sienta y piense de verdad. Nunca un vocablo o
tesitura calculado de antemano por el interés banderizo o personal".
Los políticos que tienen el valor de abandonar el ámbito tenebroso
del comité, "entramos —se regodeaba— en una gran soledad y un gran
silencio", que él vivía con "un gozoso dolor".
Expiró antes de llegar a los 70, el 5 de julio de 1969; había nacido
el 7 de abril del primer año del siglo, en un destartalado caserón
de Alta Gracia, con frente a la plaza y fondo al tajamar.
Recientemente, el Gobierno nacional expropiaba el tajamar, una
gestión que él había emprendido hace años: pagó 130 millones de
pesos viejos y le reguló honorarios por 10 millones. Abogado tardío
—se graduó en 1945, volviendo del exilio—. desordenado y haragán,
que no hizo sino defender presos políticos a ensartarse en pleitos
absurdos, fue la única vez que obtuvo honorarios de cierta
importancia. Pero ya había muerto.
Estudió con los Escolapios, en el Santo Tomás; bachiller a fines de
1917, al año siguiente se inscribía en la Facultad de Derecho, pero
sin convicción. La actividad política ya lo absorbía. La suya era
una familia conservadora, con la única excepción de un tío radical a
quien se recuerda como El Dios Cámara. Era Diputado provincial y
versificaba sus discursos. Una muestra de su inspiración: "Aunque
los cráneos abollen / los machetes policiales / gritarán los
radicales / Viva Hipólito Yrigoyen".
Tito era también, a los 20 años, un ardiente orador; pero su lirismo
estallaba en prosa, una prosa y unos gestos que provocaron la zumba
lugareña: le quedó un mote cariñoso, El Loco, que él reivindicaba
con orgullo por haber pertenecido a Sarmiento. En 1922 fue designado
Secretario del municipio de Alta Gracia.
Eran los tiempos de la segunda gobernación de Ramón J. Cárcano. En
el Partido Demócrata había surgido un Movimiento Renovador, animado
por jóvenes universitarios que rodeaban al Intendente metropolitano,
Emilio F. Olmos. El ingeniero Olmos, que ambicionaba dejar el
recuerdo de una administración dinámica, pujante, lo llamó a la
Secretaría de Hacienda: Tito debió convertirse empíricamente en
financista, ramo en el cual descollaría más tarde en el Congreso
nacional.
Llegó al Congreso en julio de 1930 —ya hacía dos años que no rendía
ninguna materia en la Casa de Trejo— junto con Miguel Angel Cárcano
(futuro Ministro de Agricultura y Embajador en Londres) y Nicanor
Costa Méndez (padre del futuro Canciller), entreverados con la
mayoría radical. Es la más breve de sus Diputaciones: el
derrocamiento de Yrigoyen la interrumpiría antes de que pidiera la
palabra.
No fue inocente en aquella primera ruptura del orden institucional:
en su ancianidad, se lamentaba sinceramente de haber "ido a Campo de
Mayo" en agosto del 30. ¿Para qué? Los vicios de la democracia
podían corregirse democráticamente: en marzo de aquel año, el
Gobierno había sido derrotado en la Capital Federal; en Córdoba, los
radicales ganaron por medio de trapisondas que, documentadas, los
pondrían en figurillas ante el Congreso.
El hecho es que toda la juventud pensante, por una razón o por otra,
insurgía contra el yrigoyenismo, que había alucinado a la generación
de sus padres. Junto a los conservadores, los radicales: Raúl
Uranga, presidente de la Federación Universitaria de Córdoba
(Gobernador de Entre Ríos en 1958), hablaba en los mismos actos que
Aguirre Cámara. Los nacionalistas hacían sus primeras armas; los
comunistas identificaban a Yrigoyen con el fascismo. Todos ellos,
después de unos años, reconocerían que habían salido perdiendo al
desistir de la acción cívica y apelar al sable; también las Fuerzas
Armadas, que por espacio de 13 años se vieron involucradas en la
falsificación de la voluntad popular.
Tito fue de los primeros en percacatarse, y el PD —o al menos su
Movimiento Renovador— se enfrentó con la dictadura, que había
elegido a Córdoba para un primer ensayo corporativo, a cargo de
Carlos Ibarguren, prestigioso político demócrata progresista que se
había decepcionado del sufragio universal. Ibarguren obtuvo el apoyo
del Club Social y de una fracción conservadora ("la Calle Ancha",
como la tildaban los renovadores) ; pero su fuerza de choque, la
Legión Cívica, sería "corrida" por la juventud cordobesa.
Fue, probablemente, un segundo error, pero no lo admitió. Adversario
estusiasta de todo régimen de fuerza, no comprendió que detrás de
Uriburu había jóvenes idealistas —como él mismo— y detrás de Justo
políticos venales y acomodaticios al servicio de intereses
extranjeros. En la Argentina, una dictadura será siempre efímera,
fácil de vencer; son los "varones consulares" los que saben
implantar regímenes estables, que encubren tras el respeto formal a
los derechos ciudadanos verdaderas dictaduras de clase. Quizá
convenía consumar el relevo generacional y luego, en una segunda
etapa, ajustar cuentas con los importadores del ideal cesarista. El
corporativismo era indeseable; también lo era la democracia
fraudulenta.
Los demócratas triunfaron en los comicios provinciales de 1931, con
abstención radical, y el Gobernador Olmos, de la fracción
renovadora, nombró Secretario de Hacienda a quien lo había secundado
como tal en la Intendencia. En la Legislatura, el bloque se dividió
en dos sectores: los "mini", adictos al Gabinete, con mayoría en
ambas Cámaras, y los "gobelinos", como los calificó Tito: su jefe
era Guillermo Rothe (Ministro de Justicia en tiempos de Castillo).
La actuación ministerial de Aguirre, no obstante la política de
recesión económica dispuesta en el orden nacional, fue memorable.
Dejó tres leyes que colocaron a Córdoba en la vanguardia del
progreso: de conciliación y arbitraje obligatorio, de exención de
impuestos a la vivienda obrera y de sábado inglés (una institución
que se pretendió anular en 1969). Los miembros de los tres Poderes
consintieron una rebaja de sueldos, que afectó a toda la
Administración; esos sacrificios, y la emisión de títulos le
permitieron convertir la deuda provincial y financiar un vigoroso
plan de Obras Públicas que tonificó la economía de la Provincia y le
devolvió el bienestar perdido.
Aguirre Cámara aspiró a la Gobernación en 1935. Los que asistieron a
la campaña del "tren fantasma" —un medio que nunca se había
empleado— convienen en que Perón, diez años más tarde, no inventó
nada. El candidato recorría minuciosamente la Provincia; su poncho,
su puño en alto, su alegre grito de combate, hicieron delirar a las
asambleas populares.
Fue derrotado por 5.000 votos, un caudal aproximado al que tenían
los comunistas, quienes optaron por Amadeo Sabattini, un médico de
Villa María, político sagaz, aunque sin cualidades oratorias.
Sabattini, que había estado junto a Yrigoyen en su agonía, heredó
—contra Alvear-— el valor taumatúrgico de la intransigencia; pero
supo maniobrar de tal modo que los radicales (Convención del City,
en Santa Fe) levantasen la abstención electoral. Aguirre, en cambio,
sobrellevó la desventaja de aparecer en el PD como aliado de Justo,
en el momento en que Enzo Bordabehere caía asesinado en el Senado.
Después, las relaciones entre Justo y Sabattini fueron óptimas.
Olmos había muerto; su sucesor, Pedro J. Frías, contrarrestó
severamente cualquier esfuerzo de su Ministro de Gobierno, Juan
Carlos Águila, en favor de la candidatura oficialista. Frías
disuadía a los caudillos departamentales, sea por virtud cívica o
por plegarse a las instrucciones del Ejecutivo nacional, que había
elegido a Córdoba para un experimento limitado de elecciones libres,
una válvula al desamparo electoral de los argentinos. Aguirre, que
reclamaba elecciones libres en Córdoba y en todo el país, fue
sacrificado, y lo comprendió a tiempo. Policías bravas cometieron un
crimen político; Tito, que estaba en su cuartel general del Sierras
Hotel, en Alta Gracia, consultó con sus amigos: "Hay que repudiar el
crimen", dijo. "¿Y con qué plata hacemos la elección?", lo
interrogaron. "Y bueno, la perdemos. ¿Qué pasa?" Siete días antes
del comicio explicó en un pizarrón cómo, dónde y por qué perdía. "¿Y
si hay fraude?", preguntó alguien. "Fraude no", gritaron los demás.
Sabattini hizo un Gobierno de proyecciones históricas, y Aguirre,
que había asumido la dirección de El País —un diario fundado por
Cárcano, padre, y en el que firmaban eximios escritores de
izquierda—, lo combatió con entereza, pero sin agravios personales y
sin inspiraciones contra la autonomía provincial. Diputado nacional
en 1938, reelegido en 1942, integró y presidió la Comisión de
Presupuesto: era ya —y volvería a serlo en los años 60— una
autoridad en materia de finanzas. Militó entre los "castillistas",
contra los "orticistas", sin duda por espíritu de partido; pero
—como miembro de la Comisión de Actividades Antiargentinas— alertó
contra la infiltración totalitaria que padecía la República. Bajo el
Gobierno Ramírez-Farrell, escribió uno de los primeros folletos
contra Perón; le costó quince días en el Departamento de Policía;
liberado, se escondió en Tandil, en La Pampa, y finalmente salió al
exilio.
En Montevideo se albergó en el Hotel Colón, junto a Repetto,
Santander, Molinas, Rodríguez Araya, Rodolfo Ghioldi y Rodolfo
Moreno. El ex Gobernador de Buenos Aires era un solitario: los demás
lo eludían, por "fraudulento". Otro líder se había segregado por su
cuenta: Sabattini, el antiguo adversario de Tito. Nadie se atrevía a
llamarlo, porque el abanderado de la intransigencia reputaba
culpable cualquier encuentro; muchos creían, como él, que sería
Presidente en cuanto el Gobierno concediese elecciones.
Curiosamente, Moreno, que no lo conocía, fue abordado un día en la
playa de Carrasco por el misterioso personaje de largas patillas, y
pudo reivindicarse ante los demás trasmitiéndoles el anhelado
mensaje: "Dígale usted que el radicalismo tiene una sola línea —la
intransigencia—, y que hará su propia política, sin alianzas con
nadie".
Por el contrario: la UCR formó una alianza, pero insuficiente.
Aguirre volvió a Córdoba en abril de 1945, y fue recibido con una
enorme manifestación patrocinada por todos los partidos: hablaron,
entre otros, el radical Carlos Becerra y el comunista Cruz Ramírez.
A su juicio, la elección se perdía, y así se lo dijo a Tamborini
cuando el candidato lo visitó a su paso por Córdoba. Aprovechó para
rendir sus últimos exámenes: fue abogado a los 45 años.
Constituyente provincial en 1949, luchó sin desmayos contra el
peronismo (el cual, sin embargo, lo respetaba); miembro de la Junta
Consultiva y constituyente nacional en 1957, se esforzó por obtener
la representación electoral (Balbín no se decidió a tomar esa
tangente) ; triunfante Frondizi, el cordobés salió al paso a los
gorilas empeñados en derrocarlo.
Durante el último Gobierno constitucional, José Aguirre Cámara
vuelve al Congreso y es vicepresidente de la Comisión de Hacienda.
En 1966, al discutirse el Presupuesto, todos los partidos de
oposición lo rechazan; el informante por la minoría, que pulveriza
el proyecto oficialista, le concede su voto, porque adivina lo que
se trama. Emilio J. Hardoy señala esa actitud anómala: "Hago mía la
argumentación de mi compañero de bancada y, lógicamente, voto en
contra".
La política ocupó toda su vida: como muchos de sus colegas, acabó
soltero. De vez en cuando loteaba unos terrenos de su familia en
Alta Gracia; sin ser pobre, practicó el ascetismo. Provinciano
acérrimo, desconfiaba de los porteños: alguna vez tuvo estudio en la
Capital, pero nunca alquiló un departamento; y cuando le era
necesario quedarse, dormía en La Plata, huésped de un amigo. Se fue
quedando solo —recluido en la sencilla casa que supieron brindarle
dos finas mujeres de su cepa—, hasta que un aneurisma en la aorta
abdominal lo condujo al quirófano y un enfisema pulmonar lo dejó,
literalmente, sin aire.
Esa asfixia había comenzado mucho antes, quizá media vida atrás,
cuando Justo y el PD frustraron su consagración en Córdoba; y él la
había diagnosticado cuando, "al liberarse de la política" —se
entiende que de la partidaria, de la de bandería, ciegamente
pasional—, ganó el derecho "a ser sincero consigo mismo y los
demás".
En cambio, esa gran soledad y ese gran silencio que lo invadieron en
sus últimos años se han roto con su muerte. Pues los argentinos
comienzan a vislumbrar una democracia nueva, con el sufragio
universal por cimiento de su Gobierno, pero sin partidos, que
encadenan y malean a la clase política. Nombres como el de José
Aguirre Cámara —y hay muchos otros— la prestigian, la justifican, y
el resurgimiento de la República no se hará sin ella, ni contra
ella. Sólo se necesita que tenga bastante fe en si misma para
arrojar esas muletas y andar sobre sus propios pies.
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Con poncho en la campaña de 1935
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