Revista Gente y la Actualidad
22.10.1970 |
Se llama Alfredo Alcón, tiene 40 años, es para muchos un actor
prodigioso, el mejor de esta parte de América. Estudia ferozmente
sus personajes, llega al teatro dos horas antes de la función.
Aunque no se esfuerce por demostrarlo le surgen a cada paso la
modestia, el afecto por los demás, el respeto.
Muy tímido, sacudido por tormentas de inseguridad, fue un niño
distraído y un adolescente poco feliz. Le costó mucho creer en su
propio talento; dejó el país, volvió, se transformó lentamente en un
mito a través del cine —"Un guapo del 900", "Martín Fierro", "San
Martín"—, de la televisión —"Calígula", "Hamlet"—, del teatro. Desde
sus comienzos hasta su relación con Norma Aleandro, este divo lleno
de pudores y sencillez recorrió su mundo con GENTE. Percibe millones
por película, pero mantiene la decisión de seguir examinándose,
puliéndose, perfeccionándose.
Hay cansancio en las montañitas que montan guardia alrededor de los
ojos achinados y color nuez que se le achican y le viajan hacia la
frente cuando sonríe. Faltan dos horas para que trepe al escenario
del Teatro Municipal General San Martín con una máscara que en las
horas del día habita seguramente las pesadillas y enfrente otras
máscaras, las jadeantes, tosientes, calladas que pueblan, allá
abajo, las plateas. Entonces renacerá la religión de! teatro, la
extraña repetición de sollozos, traiciones, gritos, silencios y un
telón, siempre idéntica, pero siempre distinta de sí misma. Uno de
los supremos sacerdotes de esa religión en esta parte del sur del
globo —Alfredo Alcón— habrá cumplido entonces una vez más, con la
voz, la piel, el pelo y las corrientes tremendas donde tal vez
galope el alma, con la profesión que eligió para nutrir y desgastar
su vida.
—Seguramente siempre quise ser actor. No en la superficie, no de una
manera clara, pero en algún lado de todo esto que se extiende entre
mi cabeza y mis pies dormía o golpeaba la puerta para salir un
actor. Lo difícil era advertirlo, sobre todo en una atmósfera como
la que yo respiraba. No, claro, nadie era actor en mi familia. Pero
la cosa estaba en mi. ¿Cómo fui? Un chico muy lindo, un alumno muy
malo. Distraído, retado hasta el cansancio por los maestros, no muy
respetado por mis compañeros. Jamás fui un líder ni nada parecido.
Al terminar la primaría intenté un colegio industrial. Hubo aplazos,
desde luego, y no entré. Tuve que hacer el secundario en otra parte.
Ya era entonces apabullantemente tímido, ya tenía miedo de tener
demasiada alegría, ya pensaba que detrás de la risa se agazapaba
casi siempre algo más, oscuro, temible. Se mantuvo fiel a su
silencio y a sus miedos. Le cuesta dominar todavía sus manos o
manejar las trenzas de sus nervios cuando llaman a escena. Como
cuando era un chico que veía más claramente sus abismos de adentro
que los cuadernos o los pizarrones, sigue sintiendo que es difícil
ser uno entre otros, que no es una tarea fácil romper las barreras y
flotar naturalmente entre los demás. Aunque vengan a ayudarlo, como
vienen, la ternura, la modestia, el respeto por ese cosmos, la
gente.
—Hacia cuarto año cuando vi el aviso, o lo que fuera, en una revista
de cine. Allí estaba la dirección del Conservatorio Nacional de Arte
Escénico. Averigüé cuándo comenzaban las clases y me decidí.
No era un adolescente extraordinariamente feliz en ese instante.
Fusilado por las dudas, consciente de la batalla despiadada que debe
librar un introvertido feroz para transformarse y actuar, con la
cara apenas emergida de Ta niñez arrasada por tenaces granitos,
Alfredo Alcón resolvió asumir los llamados de su vocación.
—Fue desesperante lo que vino. Me largué a estudiar con fiereza, con
sed, con locura casi. Pero tampoco allí era un alumno notable.
Sentía a cada paso la sensación de que me iba a resultar imposible
expresar nada. Habían quedado atrás las representaciones solitarias,
los juegos, las ceremonias infantiles que me hacían sospechar la
presencia de este que soy ahora. Al ingresar en el Conservatorio los
juegos morían, había que ser de verdad. Y tropecé con una realidad
muy atroz: todo era difícil, nada me decía que sí, que yo podía ser
un actor. Allí estaba Cunill Cabanellas, un maestro admirable, un
hombre difícil de olvidar. Como yo no podía creer en mí, como me
resultaba imposible porque concretamente lo que surgía era
desastroso, tampoco creyó él en Alcón al comienzo. Sólo una chica,
una compañera, depositaba su fe entera sobre mis posibilidades. Me
casé con ella mucho más tarde y el matrimonio duró muy poco. También
estaba Norma conmigo y fuimos un par de novios vacilantes, que
caminaban por las plazas tomados de la mano. Es curioso: ella
también se casó, tuvo un hijo, se separó y terminamos uniéndonos.
Ahora está en tensión, mordiendo el costado de uno de sus dedos
mientras el maquillador coloca muy lentamente pasta blanca y pelos
sobre la cara. Como siempre, como cada vez, Alfredo Alcón se empapa
de los ecos y el aire del teatro bastante antes de iniciar la
representación: "No sé si es un método. Yo diría que es una actitud.
Algunos actores llegan sobre la hora y hacen su trabajo muy bien. Yo
necesito estar antes. Eso no quiere decir que mágicamente esta
especie de concentración haga que lo mío salga bien, pero me ayuda
mucho". Los rasgos de otro hombre, el que debe meterse en sus huesos
para "Romance de lobos" van tapando los suyos. Sólo los ojos siguen
brillando, sonriendo, achicándose como si todavía fueran los ojos de
Alcón.
—Fue Cunill quien me recomendó para "Las Dos Carátulas", en Radio
del Estado. Era la primera plata que ganaba con mi trabajo.
Empezaron a ofrecerme papeles. Yo armaba excusas: "No, no me gusta
mucho"; "Sí, pero la televisión no me parece buena". Cosas así.
Supongo que pensaba que si aceptaba todos iban a advertir defectos,
desastres. Hice televisión finalmente. Lo demás se fue sucediendo.
Todavía no me explico del todo cómo.
Una ceja gris está instalada sobre la ceja negra. Quedan partes de
su piel de niño, partes de su piel de demonio, la del escenario.
"¿Saldrá bien esta noche?", pregunta. Le dicen que sí. "Nunca se
sabe. Depende de una pila de cosas. De pronto uno quiere hacer mejor
y mejor un personaje, agrandarlo, y termina por hacerlo irreal,
inverosímil". "No, Alfredo", le dice alguien, "saldrá como siempre,
muy bien". Sonríe con todas las arrugas de la máscara.
—Vino el teatro: "Colomba", de Anouilh, "Recordando con ira", de
Osborne. Fueron éxitos. Creo que con "Recordando con ira" inicié una
etapa, comencé a transformarme en un actor. Vomitaba el personaje,
salía para afuera convulsivamente. Los directores de cine me fueron
llamando. Casi todos creían que mi función era hacer galanes nada
más. Lo triste, lo desolador, era que en el fondo yo también lo
creía un poco.
Absurda o terrible, la cara de pesadilla descansa sobre el cuello de
Alfredo Alcón en un camarín. Debajo, un saco, pantalones, zapatos
cubriendo el cuerpo que debe prestarle a esa cara. "Había viajando a
España antes de todo eso. Fue muy importante ese viaje para mi:
encontré un clima formidable, gran calidez, afecto. Me dio
seguridad. No es que me atormente la inseguridad. Todos somos a
veces seguros, a veces inseguros, a veces bondadosos, a veces
crueles. No sé, de todo. Pero en ese momento me vino bien". El
cigarrillo parece clavado en ia pasta blanca, en los pelos de la
barba.
—Sí, hay como un intercambio entre los personajes y yo. Nos damos
cosas. Sin olvidar que lo que se desarrolla es el mecanismo de una
profesión. Siempre me indigna bastante aquella regla legendaria: "La
función debe continuar". Eran actores que salían a trabajar aunque
esa misma noche se les hubiera muerto la madre. Tuvo que pasar mucho
tiempo para que se entendiera que aquello era algo que habían
inventado los empresarios para que el negocio no se detuviera jamás.
El actor es un trabajador como cualquier otro. Cuando hay algo que
indica que no debe trabajar, tiene que quedarse en su casa. Como
todo el mundo, porque tiene los problemas, las angustias, los líos
de todo el mundo. Esos líos, esos problemas, pueden colarse en los
personajes, mejorarlos o destrozarlos ¿El mejor? No, no creo ser el
mejor. Me parece espantoso eso. Si miro un poco lo que hice y lo que
hago, encuentro trabajos buenos y trabajos malos. "Un guapo del 900"
fue bueno, como casi todo lo que hago con Torre Nilsson, un director
que crea un universo apropiado para que el actor dé lo que es
necesario que dé. Pero sé que en "Israfel", por ejemplo, un
formidable éxito de público y de crítica, una obra excelente, hubo
noches horribles, actuaciones mías en las que distorsionaba,
exageraba. Ya ven: puedo hacer algo bueno y algo tambaleante. Es que
esto es así y a esto es necesario entregarse sabiéndolo.
Como fuma demasiado, tiene amarilla una zona del bigote. Exactamente
encima de esa zona le están colocando un bigote muerto que él hará
vivir cuando alguien se asome y grite que ha llegado la hora.
Entonces ninguna palabra saldrá del horno de su pecho, ningún gesto
lo alejará de Los Gestos, ninguna mano podrá detener el proceso que
se inicia, estremecedor como un grito de guerra, irreversible como
un parto. El monstruo - actor - niño se elevará frente a los que han
llegado al conjuro del rito que se dispone a oficiar. Sacerdote de
ojos alucinados olvidará a su mujer, los hombres que ha sido
—Calígula San Martín, Martín Fierro—, se convertirá en otro,
sacudirá a sus fieles con los temblores de su antiguo oficio.
MARIO MACTAS
Fotos: Roberto Pellizzeri.
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Uno de los quince accidentes |
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El rostro y la máscara
Un rostro de líneas criollas
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