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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Alcón sin maquillaje

Revista Mercado
17 de mayo 1979
un aporte de Riqui de Ituzaingó


 

 

 

 

Pocas veces estos diálogos incursionaron en el territorio del teatro, menos aún en el siempre caótico y discutido ámbito en que se mueve un actor. Casualmente —o quizás no— fue Milagros de la Vega la única actriz que hace más o menos un año protagonizó una suerte de monólogo con MERCADO e inauguró, aisladamente, una propuesta hasta ahora poco ligada al espectáculo. Casualmente también —o quizás no— es ahora Alfredo Alcón quien se acerca también a la propuesta. Entre Milagros de la Vega y Alfredo Alcón hay una profunda brecha de tiempo; entre ambos hay, sin embargo, un vínculo que permite asociarlos: trayectorias sin tacha, una profunda vocación que desborda el género y se permite incursionar en la cultura. "Visito a Milagros periódicamente y también la llamo; es una actriz admirable, una persona de convicciones, una maestra en el sagrado sentido..."
Alcón ya ha dejado la juventud: la ha ido dejando sin sacrificios. Es más, es como si se hubiera ido despojando de un lastre que podría llegar a confundir a los otros. "Cuando empecé sólo era un galancete almibarado; un actor pésimo. El tiempo sirvió para darme cuenta, señal que sirvió para algo". Su trayectoria cinematográfica —aun en una industria de grandes baches y declives— le permitió forjar una fama que, además de repercutir en el gran público, tuvo el sustento de la crítica. Premios, distinciones, comentarios elogiosos, se sucedieron a lo largo de su carrera compuesta de hitos memorables. "Un Guapo del novecientos"; "Martín Fierro"; "Los siete locos"; "Boquitas pintadas", son algunos de sus grandes títulos cinematográficos bajo la dirección de Leopoldo Torre Nilsson, de quien recuerda el actor: "Fue un gran hombre y un artista casi único en nuestro mundo de cine. Su universo era vasto: leía, escuchaba música, sabía muchas cosas que debe saber un grande..."
En teatro, Alcón ha representado varias obras memorables: "Yerma"; "Romance de Lobos"; "Las Brujas de Salem"; "Panorama desde el Puente". Ahora, en el Teatro Blanca Podestá, de la calle Corrientes, reaparece en el escenario bajo la angustiada piel de otro personaje de Arthur Miller: el protagonista de '"La Muerte de un Viajante". Ni su Casa en las inmediaciones de los jardines de Palermo; ni los jardines, fueron el lugar donde Alcón concretó la entrevista, sino en el propio camarín del teatro. Entre bambalinas, en un espacio casi mezquino de modesto, y alternando la charla con algunos cafés en la mesa de un bar vecino. La conversación giró sobre un tema inevitable y obsesivo: la profesión de actor, la fama, el teatro...
MERCADO —¿Qué es el teatro? ¿Un juego? ¿Una manera de resolver fantásticamente la realidad? ¿Una ilusión de prestidigitador?
ALCON —¡Qué extraño!, lo que para mi empezó siendo un juego para escapar de la realidad se convirtió después en una manera de estar hondamente en ella. Porque el teatro es un hondo juego que, precisamente, lo único que no le permite a uno es escapar. A través de él uno se da cuenta de cómo es el otro ser humano, es una escuela de la condición del hombre. Cuando era chico, recuerdo, me disfrazaba de príncipe, o de rey, o aventurero y creía estar jugando alegremente, eludiéndome. Sin embargo estaba representándome inconscientemente a través de esos fragmentos, de esos seres diferentes y antagónicos que asumía el disfrazarme. Recuerdo que me iba solo a la azotea de mi casa y aún sin haber ido nunca al teatro imaginaba protagonizar extrañas ceremonias, como de muerte o entierro. Simulaba las honras fúnebres de algún bichito del jardín que se había muerto y oficiaba cubierto por una sábana que sacaba de la soga de ropa recién lavada. Años después, estudiando, me enteré de que también el teatro en sus comienzos tuvo trascendencia religiosa. De alguna manera, yo sin saberlo, estaba repitiendo una ceremonia que, seguramente, habrá ido repitiéndose en otros actores y en otros casos.
MERCADO —Quizá podamos seguir aún la cronología. ¿Cuándo sintió la vocación, la convicción de que tenia que hacer realmente teatro sobre un escenario?
ALCON —A veces hay hechos aislados, fogonazos intempestivos, que viéndolos a la distancia van cobrando su real dimensión. Me acuerdo que todavía era un pibe de pantalones cortos y me llevaron a ver a Carmen Amaya, la bailarina española, célebre hace unas décadas. Y fíjese que no recuerdo tanto lo que ella hacía en el escenario sino lo que ella producía en la platea. Mientras actuaba, yo veía la conmoción que causaba en los espectadores; veía que la gente estaba como asustada, sacudida y como removida en sus butacas. Es que la Amaya, seguramente, expandía una fuerte descarga psíquica que se contagiaba al espectador más reprimido. Esa impresión, entonces aunque no de manera racional, me hizo comprender que allí no se iba a pasar el rato: se iba a emocionarse en serio. Creo que sentí envidia de aquella mujer que era capaz de producir ese efecto en los otros. Fue como una toma de conciencia que después se convirtió en convicción: creo que todo arte debe hacer sentir que abre ventanas, puertas, hace respirar distinto, hace volar los papeles que uno tenía escritos... No creo en el teatro que hace liviana la digestión. Otra vez, me acuerdo que mi abuela me llevó al cine a ver una película de Bette Davis. Yo, como tantos, pensaba que los actores no eran seres humanos. Pensaba que siempre estaban tan lindos, tan perfectos... Y esa vez vi cómo Bette Davis se sonaba la nariz, con una naturalidad de persona en la intimidad. Ese gesto, aparentemente intrascendente o casi trivial, me hizo cambiar: "¡Pero ellos son gente también!", me dije. Allí creo, tuve la idea de que yo podía actuar.
MERCADO —¿Usted cree, sobre todo, en la intuición del actor? ¿Cree que esa intuición lo ayudó a elegir la vocación? Se suele trazar una separación entre lo intuitivo y la inteligencia...
ALCON —La intuición es también una forma de la inteligencia. Y nadie, a su vez, puede ser inteligente si no es intuitivo. Es una rara asociación que no tiene limites precisos. Separarlos es como decir: éste es el cuerpo; éste es el espíritu. Con la vocación sucede algo misterioso: un oscuro camino por el que uno anda sin saber demasiado bien por qué o cómo... Es difícil tratar de explicar a los otros por qué uno quiso ser actor y no ingeniero. Yo le conté dos anécdotas, pero no bastan. Estudiaba en la escuela industrial y me iba bastante mal porque no me gustaba. Un día leí un aviso de la Escuela de Arte Dramático y me inscribí. Tenía catorce años; allí conocí a otros discípulos: Ernesto Bianco, Inda Ledesma, María Rosa Gallo, Eva Dongé. Mis maestros fueron Cunil Cabanillas, Blanca de la Vega, Vicente Fatone. Qué paradójica es la enseñanza: recién al cabo de los años voy descubriendo cosas que entonces al aprenderlas no me parecían importantes. Es como si hubieran esperado que uno creciera para poder merecerlas.
MERCADO —¿Qué piensa ahora de sus comienzos de actor profesional en el cine? Usted comenzó siendo un galán, digamos, que imponía su presencia estética, sobre todo.
ALCON —¿Usted quiere decir que no era un buen actor, verdad? No lo era. Me contrataban únicamente porque fotografiaba bien. Así intervine en mi primera película junto a Mirtha Legrand, "Las tres caras del amor". En teatro debuté con Analía Gadé en "Colomba", de Anouilth, donde también hacía su debut Lautaro Murúa que recién venía de Chile. Puedo decir que desde mis comienzos tuve alguna suerte, algún éxito. Pero también sé que nunca fui de aquellos que hacen exaltar a sus admiradoras, o por lo menos traté de disuadirme de ceder a esa tentación. Me acuerdo de un hecho que fue esencial en lo que yo pienso de la fama. A raíz de mis primeras intervenciones en cine empecé a tener cierta popularidad. Una tarde, en la puerta de un canal, una cola de gente que esperaba para entrar rompió la fila para pedirme autógrafos. Yo, no puedo negarlo, sentía esa cierta ebriedad que da el éxito repentino. De pronto, como si fuera una revelación, veo, mientras firmo autógrafos para las muchachas, que al lado mío pasa silenciosamente Margarita Xirgu. Nadie se le acercó a ella, pasó con esa fugacidad de los anónimos. Ella, precisamente, que había hecho por la cultura mucho más que lo que yo podría hacer en toda mi vida. Por eso mi relación con el público fue cambiando, se hizo más sobria, más adulta. Comprendí que la fama es sobre todo, un equívoco. No quiero vivir, hablar, vestirme como un actor. Quiero vivir, ser un hombre.
MERCADO -¿Por qué elige siempre personajes complejos, densos, dramáticos? Pasó desde el Poe de Israfel hasta este hombre vencido de la obra de Miller...
ALCON —Elijo esos personajes porque creo que el teatro es un sitio donde el hombre se plantea grandes interrogantes. No sé si encuentra allí las respuestas pero sí las preguntas. Nunca subí a un escenario para que la gente pase un ratito amable, digestivo. No quiero ni hago perder el tiempo, que es lo único que se tiene para probar que un ser humano está vivo. En el caso de esta obra de Arthur Miller, la elegí porque en ella Miller se pregunta hasta qué punto la religión del éxito, lo único que produce son mártires. Curiosamente, se objeta muchas veces la inclinación del público hacia obras pasatistas. El año pasado nuestro público se volcó en gran medida hacia obras, precisamente, no comerciales. Fueron un éxito, El Jardín de los Cerezos, Doña Rosita la soltera, el Zoo de Cristal, Las Troyanas... la gente está harta de ir al teatro a ver a un tipo pavoneándose de nada.
MERCADO -¿Cuál es el método o los métodos que usted sigue para su interpretación? ¿Cuál es su opinión acerca de tendencias, escuelas, modos?
ALCON —Todos los grandes pensadores y teóricos nos sirven. Stalivnasky o Grotovsky. El propio Stalivnasky sostenía que un método no son los Diez Mandamientos para seguirlos al pie de la letra. El contaba que viéndolo actuar al actor italiano Rossi en una memorable composición de Otello, le preguntó qué método seguía para lograr esa transformación en el personaje. Rossi le contestó: "Ninguno. Sólo que antes de salir a escena toco un pedacito de terciopelo que hay entre bambalinas y eso me sirve para entrar en un estado especial..." Stalivnasky le respondió: "Perfecto, eso es también un método". Claro, el método que le convenía a Rossi. Porque finalmente un método es como un buen poema. Uno puede gozarlo cuando de alguna manera ha llegado a reescribirlo dentro de uno. De lo contrario sólo es recitado, exterior, técnica. Pero no es el poema. Si uno un día tiene deseos de sentir el olvido, al leer por ejemplo: "Se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía...", podrá sentir el olvido. Si no se siente necesidad de olvido, el poema le pasará por al lado sin conmoverlo.
MERCADO —En nuestro país o fuera de él, ¿qué actores lo marcaron? ¿Qué actores permanecen en usted como ejemplos, influencias, maestros?.
ALCON —Milagros de la Vega, María Casares, Inda Ledesma, María Rosa Gallo... A mí me marca la gente con intensidad; una intensidad más interior que exultante. No creo que sea necesario gritar para conmover. Me interesa alguien como Brando aunque aparezca de padre de Superman. Pero eso no quiere decir que admire incondicionalmente a todo el Actors Studio. Los que siguieron, en su mayoría, creyeron que bastaba rascarse una oreja o golpearse el pecho para ser como Brando. Siempre los maestros tienen sus deformadores. Los que se quedan en la cáscara de lo que enseña el maestro.
MERCADO —Se dice que usted es casi un obseso. Que vive mucho tiempo en el teatro sin necesidad.
ALCON —¿Quién dice eso? ¿Los que creen que hay que llegar sobre la hora como si se tratase de una oficina donde uno está disconforme? Hago lo que me gusta. No siento el cansancio. Me divierto trabajando, me divierto con la mayor hondura. La obra comienza a las 9 y media de la noche y yo llego a las seis o siete. Entiendo que así como el público está preparándose dos horas antes para venir a ver la obra, el actor tiene que estar también preparado. No es que me meta de lleno apenas piso la sala, en trance o dentro del personaje. Comienzo a vagar por aquí, a recorrer los pasillos, a revisar el vestuario, a repasar situaciones, a adentrarme en el clima. Porque esto que va a suceder dentro de un rato nunca más volverá a suceder. Esta es la gran diferencia entre el teatro y el cine o la televisión. El espectador de teatro comparte el drama del actor. Basta que alguien se desconecte en la sala para que el actor lo perciba allá arriba. En la platea del cine uno puede estar comiendo chocolate que la película seguirá sin padecer la intromisión. La televisión, en la casa, también puede soportar almuerzos, chicos, sillas que se arrastran y los actores de las series seguirán su actuación inamovibles. En el teatro, si uno miente le está mintiendo al otro a los ojos. Todo lo que sucede en una función de teatro corresponde a muchos protagonistas: los actores, el público, el clima que rodea a la sala.
MERCADO —Las revistas de espectáculos suelen calificarlo a usted de solitario... Su conducta pareciera confirmarlo.
ALCON —Creo que es al revés. Ellos me dicen solitario porque no voy a fiestas, porque sólo acostumbro a reunirme con unos pocos amigos. Creo que en una fiesta uno está irremediablemente solo: con su traje impecable, con su perfume, con su copa de champagne en la mano, con gente a la que uno le sonríe pero con la que no puede hablar de nada profundo. Por eso, porque no me gusta estar solo, me quedo en casa. Para sentirme acompañado de dos o tres personas a las que quiero mucho. O con mi perro "Renzo". Sí el nombre de mi personaje en Lorenzaccio. Es un Collie como Lassie. Aquel perro bellísimo de las películas que todos soñamos tener alguna vez.