Revista Siete Días Ilustrados
25.01.1971 |
En la calle Oscuridad, número Tantiando, de Alberti, en la
provincia de Buenos Aires, un modesto rancho de adobe encierra la
materia y el espíritu de un criollo jujeño de 54 años. Verseador,
alfarero, fabricante de instrumentos folklóricos y mil oficios más
que le dieron patente de soberbio. Es por eso que él mismo se
permite la humorada de autodenominarse Anastasio El Grande, "aunque
en realidad me siento más chiquitito que un pajarito"
"Cuando usted llegue a Alberti, una estación después de Tortuguitas,
¿sabe?, pregunte por el almacén de Mayo: allí le van a decir en
dónde vivo". Y así fue realmente. A unos pocos metros del negocio
—un típico boliche suburbano, cordial y oloroso— un cartelito reza:
"Calle Oscuridad. Número Tantiando"; al lado de una glorieta
precaria, otro letrero continúa la humorada: "Revienten alimañas,
cerdos, escuerzos venenosos. Aquí vive Anastasio El Grande". Ahí, en
efecto, en un simple rancho de palos y adobe —edificado a la diabla—
habita Anastasio Quiroga (54), un jujeño aposentado desde hace 24
años en Buenos Aires y que se empecina en ser uno de los más
originales folkloristas de la farándula. Robusto, verseador ingenuo,
alfarero, cantor, fabricante de instrumentos, poeta y músico
virtuoso — muy conocido en los ambientes especializados, pero cuya
fama no ha trascendido al gran público—. Quiroga derrocha un humor
saludable cuando se refiere a sí mismo: "Siempre me mantuve alejado
y eso me dio patente de soberbio, de ahí que se me ocurriera poner
el anuncio en la puerta. Pero yo no soy grande. . . en realidad me
siento más chiquitito que un pajarito".
Es difícil no creerle: rodeado de plantas, de sillas rengas, de sus
poemas manuscritos (que cuelgan del techo, a modo de insólito
adorno), compuestos con una ortografía macarrónica, don Anastasio no
parece lamentar la falta de luz eléctrica, de heladera, o de todos
esos adminículos de uso diario que llenan las casas de sus vecinos.
En su tapera destartalada, sin más compañía que las flores, tres
gatos y dos perros (Chiquito y Clavel), suele dividir sus
actividades cotidianas entre "la sala y el taller": los únicos dos
ambientes geográficos en que se separa el rancho. En la primera,
Anastasio atiende a las visitas, toca sus instrumentos (erke, bombo,
erkencho, caja, anata, pajarilla, charango, entre otros), compone
sus poemas y rumia sus invenciones. En la parte de atrás, apenas un
pasillo que recibe el pomposo nombre de taller, el artista construye
sus instrumentos, moldea la arcilla y cuece, en el horno casero, la
cerámica que él mismo decora. Allí, en ese estrafalario atelier,
como en el resto de la casa, todas las cosas que pueden verse y
tocarse (o casi todas, claro) fueron fabricadas personalmente por el
ingenioso Quiroga: un verdadero prodigio de destreza manual e
invención fecunda.
Al verlo deslizarse entre los bártulos que atosigan su casa, en
alpargatas, cuerpeando minuciosamente todo atildamiento, nadie diría
que Anastasio Quiroga es dueño de un rico (sí que insólito)
curriculum: pastor de cabras, pelador de caña de azúcar, músico de
la banda municipal de su provincia, tiene ya grabados varios discos,
entre ellos una faz de la placa documental de la Quebrada de
Humahuaca, donde comparte el estrellato nada menos que con la
musicóloga Leda Valladares. En 1969, el Fondo Nacional de las Artes
eligió su música para la banda sonora de varios cortometrajes, que
alcanzaron resonante éxito. La Valladares, especie de madrina
artística de don Anastasio, lo incluyó en su espectáculo Folklore de
campo y ciudad, donde Quiroga cosechó fervorosos aplausos. Esta
lista, desde luego, no agota todas las instancias de su carrera
artística; demuestra, eso sí, que aun los más pequeños pajaritos
—como él se define— suelen volar bien alto.
—¿Cómo es que usted decidió venir a Buenos Aires?
—Dejé Jujuy porque había perdido a mi madre y me sentía muy solo. En
una época también estuve casado, pero por desavenencias convinimos
con mi compañera en separarnos. Además, ya desde muy chiquito me la
imaginaba a Buenos Aires, se puede decir que la soñaba. Soñaba con
el señor Carlos Gardel, caminando por un pueblo muy inmenso, y me
decía: "Caramba, si tan sólo pudiera conocerla".
—¿Cómo se le presentó la oportunidad?
—Un día fui a un concurso de folklore, al cual asistió Marta de los
Ríos, y me di cuenta de que nadie hacía el tipo de música que yo
toco: autóctona de la Quebrada de Humahuaca. Nadie ejecutaba,
tampoco, ninguno de estos instrumentos típicos del norte. Así que un
poco por eso, y otro poco por el aliento del ingeniero Helguera, un
amigo que a menudo me visitaba en mi provincia, cargué mis
instrumentos y bajé a Buenos Aires.
—¿De qué se ocupó los primeros tiempos?
—Fui a vivir a Boulogne y trabajé en una fábrica de casas
prefabricadas. En las horas libres hacía instrumentos y pintaba
algunos cuadros. Cinco años trabajé allí hasta que la fábrica se
fundió. Me conchabé entonces en el ferrocarril, pero lo dejé después
de unos años. Para ese entonces, realizando mil sacrificios, pude
juntar un poco de platita para comprar este terreníto y. . . aquí me
tiene. Hasta de zapatero remendón trabajé; pero ahora sólo me dedico
a esto, que es lo mío y que es lo mejor que hago.
—¿Cómo trabaja actualmente?
—Bueno, recorro los colegios de la Capital, de los alrededores, de
San Isidro, de Quilmes; hospitales de niños, de ancianos.
—¿Cómo establece los contactos?
—Mediante una musicóloga del Collegium Musicum, que me conoce y sabe
cómo trabajo.
—¿Qué hace en esos colegios? ¿Da recitales?
—Dicto una especie de cursillo en el cual enseño el proceso para la
construcción de instrumentos y su afinación. Canto, toco y hablo,
además, de las costumbres norteñas, de la evolución del folklore y
de todas esas cosas. Trabajar en las escuelas es muy lindo, resulta
como sembrar las tradiciones en terreno limpio.
(Esa vocación docente no interrumpe sus actividades artesanales.
Quiroga vende, a pedido, los instrumentos que fabrica en sus ratos
libres. También cede a los amigos, o al Fondo Nacional de las Artes,
por módicas sumas, sus trabajos de alfarería; cacharros, estatuillas
de San Santiago a caballo, aplastando al demonio, figuras de
animales, rostros de indios, son algunos de los temas más
transitados por el imaginativo artista.)
—¿Cuánto gana con esas actividades?
—No tengo una entrada fija, pero estiro la platita que cobro y con
eso vivo. Nunca es mucho, pero siempre me alcanza, para existir
nomás. Aunque cuando era chico tenía bastante menos: a los siete
años pelaba caña y cuidaba ganado, después fui arriero y llevé
tropas de burros y mulas a Chile y Bolivia. Pagaban poco, don,
apenas 10 centavos por día, más los avíos: un poco de yerba, pan,
queso de cabra y unas tiritas de charque. El trabajo, entonces, no
era continuado; con un patrón trabajaba dos días, con otros tres,
con otro uno. . . Lo bueno es que entre trabajo y trabajo andábamos
con la anata, con el erkencho, o con el charango colgados en la
cintura.
—¿Está usted vinculado con otros artistas folklóricos?
—Yo los conozco, claro. Pero ellos están en otra cosa, son
profesionales. ..
—¿Usted no se considera un profesional?
—Yo soy un criollo que conserva sus tradiciones, así me considero.
—Usted vive de un modo muy sencillo, incluso no tiene luz eléctrica,
¿le molesta, acaso, la vida ciudadana?
—No soy enemigo del progreso, pero no me disgusta como vivo, aunque
hay días que pienso en mudarme un poco más al centro, pues es un lío
cuando tengo que salir los días de lluvia, con todos mis
instrumentos a cuestas. Claro que el centro algo me aturde, todo es
allí muy rápido y no me deja concentrarme. Pero eso no quiere decir
que pretenda paralizar la evolución de las cosas. Igual pienso de
los muchachos que quieren buscar nuevas formas en el folklore: no me
parece mal si saben conservar la esencia. Si la naturaleza
evoluciona, ¿por qué no va a evolucionar el hombre? Yo también busco
renovarme sin separarme de la raíz, lo cual representa, para mí, un
eterno sufrimiento. Quisiera, por ejemplo, alejarme un poquito de la
tristeza del norte y para ello peleo conmigo mismo; pero creo que
siempre hay que serle fiel al tiempo: al que uno vive y al que lleva
adentro.
—¿Cómo definiría la alegría del norte, si es que la hay?
—Como sincera. Nosotros cantamos, lloramos, reímos, bailamos, y en
todas esas actividades volcamos los padecimientos del trabajo, de la
vida. El dolor es un desahogo, por eso lloramos y reímos al mismo
tiempo. Esa es la máxima religión en la que el paisano trabaja,
sufre, piensa y se sacrifica enteramente con el cuerpo y con el
espíritu. Descansa en el llanto y también en la chicha, cuando más
madurita más machadora. En mi pago, la chichita más tierna es para
las mujeres, cuestión de galantería y de gustos, ¿sabe?; la de los
hombres es fuerte y quema la garganta.
Don Anastasio Quiroga se interrumpe, revuelve sus papeles, exhuma
sus recuerdos y termina, claro, por leer sus poemas, que llevan al
pie de la página, invariablemente, no sólo la fecha sino también la
hora en que fueron escritos. Después toca sus instrumentos y el aire
del pueblito suburbano se trasforma junto con el artista, se hace
más trasparente, se perfuma de albahaca y vibra —al ritmo de su voz
atiplada, casi aguachenta— rebotando contra las paredes del rancho y
del cartel que pregona, burlonamente: "Aquí vine Anastasio El
Grande". Era verdad.
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