Aída Carballo: El torrente secreto

 

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El departamento está asomado bruscamente sobre el mundo. Carece de intimidad: cuando no la transita la gente, la avenida parece entrar por el balcón, plantar el barrio en la mitad de la pieza. Porque cualquiera sabe que Villa Crespo es un barrio desolado y amable, que la avenida Juan B. Justo parece el fin del mundo.
El barrio se viene al departamento, entonces. No hay nada que hacerle para contener esa invasión, ese homenaje silencioso: adentro —rodeada casi siempre de muchachos que la miran como a un milagro—, una mujer dialoga con un gato y una prensa de hierro.
Porque, en la frontera de los 50 años —nació en San Telmo, al sur de Buenos Aires, en 1916— Aída Carballo es, quizás, la única gran desconocida de la plástica argentina. No porque el anonimato sea una excepción en este país de solitarios y cenáculos, sino porque su obra tiene un nivel absolutamente desusado, que la publicidad no podría acrecentar pero sí reconocer.

Las buenas razones
"Me gusta soportar el viento del mar en la cara. Quiero decir: cuando las cosas se ponen irrespirables, necesito salir a que el viento me golpee." Lo dice de un tirón. Del mismo modo en que desenrolla la improbable política de un país que la desespera ("necesitaríamos un dictador parecido al mago Merlín: algún día estaremos sometidos a la magia y la belleza"), o convoca las fuerzas del oráculo ("deberíamos tener un genio que desencadenara la tormenta: ya debe de haber uno entre los subterráneos").
Atento a las palabras de Aída, Squassini suele confirmarlas con prolijos murmullos. Ella comprende que esas interferencias necesitan una explicación: "Habla conmigo durante todo el día —afirma—. Yo trabajo para que él descanse y tenga una vida cómoda." Squassini asiente, despereza su gran cuerpo negro salpicado de blanco: intuye, sin duda, que es un gato excepcional, como el perro de San Roque o el áspid de Cleopatra.

El momento de su vida
"Si tuviera que contar mi vida — confiesa—, diría que no me pasó nada importante. Por lo menos en el sentido que justifica una inclusión en los diccionarios enciclopédicos." Probablemente, sea así: tercera hija de una suite de 6 hermanos, su infancia no tuvo "ningún detalle truculento como para valorizar una biografía. Mi padre era ingeniero civil y socialista: se imagina el candor y la buena fe que eran necesarios para ver el mundo así, en los años de la Primera Guerra Mundial."
Pero ya, en esa infancia, asomaron los gestos que iba a repetir prolijamente a lo largo de su tiempo: "Sobre todo, caminar —asegura—. Creo que es lo que más y mejor hice en mi vida. Conozco detalladamente a Buenos Aires y me parece inagotable: ningún libro ha podido suplantarme jamás las ganas de caminar a la deriva." Sin embargo, es casi tan apasionada lectora como caminante: devora eclécticamente narrativa y teatro, poesía (con preferencia los metafísicos ingleses) y ensayos de arte; sobre los estantes se amontonan Simone de Beauvoir, Herbert Read, Dylan Thomas, T. S. Eliot, trajinados por esa vejez que da la intimidad de lectura. Aída los abarca con una mirada y suspira: "Mi defecto es ser demasiado rigurosa: quisiera ser Minerva." Quizá, no sólo Minerva: o, por lo menos, una Minerva singular montada sobre un escenario, para dar salida a una urticante y secreta vocación por el teatro. "Hubiese podido ser actriz —murmura, y Squassini asiente—; no sé por qué nunca lo intenté."
Acaso, podría conjeturarse, porque una sola búsqueda canalizaba todas las otras; porque esa búsqueda era de un rigor cercano a la obsesión. Así, a pesar de haber cubierto con holgura su formación académica ("alcancé a ser alumna de Pío Collivadino"), Aída Carballo no se animó a exponer hasta 1948: ganó, entonces, el Primer Premio del Salón Nacional de Acuarelistas y Grabadores, con un grabado que al año siguiente fue adquirido por el Museo de Bellas Artes de La Plata (Gran Premio Adquisición del Salón de La Plata, 1949). Por esos años, su ascendente difusión se vio interrumpida de un plumazo: Aída Carballo no quiere hablar, ahora, de eso, pero todo el ambiente plástico sabe que le fue arrebatado —por decisión del gobierno peronista— un Gran Premio Nacional que aún no ha vuelto a adjudicársele.
Una década después, realizó su única excursión fuera del país, atravesando todo un invierno europeo, "y contemplando de cerca a los monstruos sagrados, a veces desaprensivamente tratados por sus propietarios: vi en España, con estupor, cuadros del Greco amenazados de muerte por la humedad de las paredes.
De regreso en Buenos Aires, sorprendió cada tanto a los críticos de arte con una exposición que no fue suficiente, sin embargo, para quebrar el silencio que la rodea: la última, en 1964, acumuló sus fulgurantes cerámicas en Galería de las Artes, y la próxima —para la última semana de octubre— inundará Pro-Ar (al 700 de Florida) con la serie de Los amantes, y las litografías que consumó para el libro Beatrices, de César Fernández Moreno.

"Nel mezzo del camin"
Sí Aída Carballo tuviera que elegir entre las múltiples vías de su vocación (dibujante, grabadora, pintora, ceramista, pedagoga), indudablemente se quedaría con el dibujo, "porque dibujar es escribir las formas: la manera más pura y abstracta de la plástica, directamente ligada al lenguaje de los sueños". Dejando aparte su labor de maestra —casi todos los plásticos jóvenes coinciden en su nombre cuando se los interroga sobre sus fervores—, Aída encuentra una continuación de esa pureza del dibujo, en el grabado: "Recurro a él por su nobleza —afirma—. La pintura turba, más aún en este tiempo de absoluta confusión, pero el grabado es honesto como la escultura".
Por esa misma autoridad, Aída Carballo sonríe cuando se la interroga sobre el pop-art: "Los objetos estuvieron siempre de moda —contesta—, como lo sabe cualquier ceramista con 30 años de taller: la diferencia es que antes eran experimentos de laboratorio, y ahora se exponen".
Sin embargo, detrás de la fachada adusta de esas declaraciones, se esconde una enorme ternura, una demorada esperanza de que todo el griterío y el bullicio de los "constructores de objetos", sirva para algo. Porque Aída Carballo siente —sabe— que en los jóvenes plásticos argentinos hay una desesperada búsqueda de autenticidad: "La calidad humana de estos chicos suele ser increíble —cuenta—: yo los veo trabajar a destajo en la escuela, y no puedo desautorizar ni siquiera sus errores". Sus alumnos —los de la Escuela Manuel Belgrano, los que frecuentan su taller— saben que eso es cierto: cuando la nombran, es algo más que la confianza lo que los conmueve.
revista Primera Plana
31/08/1965