Aramburu, un año después. 
La muerte y su sombra

 

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pie de fotos
- la vieja casona donde fue hallado el cadáver del ex presidente
-Aramburu
-un policía bonaerense señala el lugar donde fue escondido el cuerpo dentro de la finca ubicada en Timote
-generales Francisco Imaz y Juan Carlos Onganía, el secuestro de Aramburu precipitó la caída de un gobierno que aparentaba ser muy sólido
-La puerta de la casa de la familia Aramburu, durante los angustiosos días de la desaparición, fue invadida por los periodistas
-Sara Herrera de Aramburu en el sepelio
-Zurdo (el testigo) y Acebal (el cuidador)

 

 

Fueron dos hombres jóvenes los que, vistiendo uniformes del Ejército, entraron a la casa de Montevideo 1053, en Buenos Aires, apenas pasadas las nueve de la mañana. A pocos metros, en el interior de un automóvil blanco estacionado en un garaje, aguardaban otro joven y una mujer. No fue una espera demasiado larga, sin embargo. Solamente el tiempo necesario para que los enviados subieran hasta el octavo piso del edificio vecino, hablaran con una mujer que les franqueó la entrada del departamento A, rechazaran el café que les ofreció y, muy poco después, salieran acompañados por un hombre vestido de gris, pálido, de expresión preocupada. Con él abordaron el auto y desaparecieron. Después, el encargado del garaje diría que, contrariando una costumbre cotidiana, el hombre no había saludado ni sonreído. Son conjeturas, claro, pero es posible que no fuera ocasión para saludos y que, desde el momento de trasponer la puerta de su casa, Pedro Eugenio Aramburu se haya dado cuenta de que la violencia se instalaba definitivamente en su vida; que esa mañana del 29 de mayo de 1970 empezaba a protagonizar un episodio clave de la política argentina, del que también estarían ausentes las sonrisas.
Diez horas más tarde, cronistas de un diario porteño hallaron en una confitería del barrio de Belgrano el primer comunicado de los secuestradores. Lo firmaba un Comando Juan José Valle, integrante de un grupo de acción hasta entonces desconocido: los Montoneros. Según el documento, el teniente general Aramburu había sido secuestrado "para someterlo a un juicio revolucionario". Agregaba que, oportunamente, "se darían a conocer las alternativas del juicio y la sentencia dictada". Poco antes, a las siete de la tarde, la policía había encontrado en las cercanías de la facultad de Derecho, el automóvil usado en el operativo. No tardó en saberse que tenía patente falsa y proporcionó el elemento inicial de la investigación, al que se agregó, el sábado 30, un Identikit de los presuntos secuestradores.
A esa altura de los acontecimientos, la movilización de las fuerzas de seguridad empezaba a tomar características inusuales, sin que se advirtiera un avance perceptible. En la madrugada del 31, dos nuevos comunicados añadían confusión y angustia. El primero señalaba que el ex presidente no tenía documentación alguna encima en el momento del secuestro, detallando los objetos que portaba. Un rápido chequeo con la familia disipó todas las dudas que había despertado el primer comunicado. El segundo era más alarmante aún. Revelaba que la organización, "constituida en Tribunal Revolucionario, luego de interrogar detenidamente a Pedro Eugenio Aramburu", había conseguido que el mismo reconociera su responsabilidad en la promulgación de dos decretos sancionados el 9 de junio de 1956, "por los que se legaliza la matanza de 27 argentinos sin juicio previo ni causa justificada". No eran los únicos cargos: se le imputaban otros decretos represivos y culpabilidad en la desaparición de los restos de Eva Perón. Las líneas finales informaban que había sido condenado "a ser pasado por las armas en lugar y fecha a determinar".

LA TORMENTA POLÍTICA
El despliegue policial llegó, entonces, al paroxismo. Miles de efectivos y vehículos reconocieron amplias zonas, efectuaron centenares de procedimientos sin obtener una pista concreta. Fue enmarcado por ese clima que el martes 2 de junio, pasada la medianoche, Juan Carlos Onganía, entonces presidente de la República, pronunció un mensaje por radio y televisión condenando el secuestro. Daba a conocer, también, una ley que establecía la pena de muerte para los delitos de privación de la libertad, atentados con armas contra buques, aeronaves, cuarteles o establecimientos militares o de fuerzas de seguridad. Pero a pesar de eso, y de los esfuerzos de su ministro del Interior, Francisco Imaz, seis días después los tres comandantes de las Fuerzas Armadas deponían al presidente. Es que el secuestro y la posible ejecución de Aramburu —poco después del mensaje presidencial se conoció un comunicado informando que la sentencia se había cumplido— desencadenaron una tormenta con precipitaciones políticas de tal magnitud, que el gobierno de Onganía terminó ahogado en su propia impotencia.
De ahí en más todo fue confusión: detenciones equivocadas, más comunicados, procedimientos infructuosos, manifestaciones públicas, protestas por una investigación que parecía sospechosamente desviada a una vía muerta, matizaron las semanas siguientes.
Recién el 1º de julio, la reaparición de los Montoneros en La Calera, Córdoba, echaría un poco de luz sobre el misterio. Un comando copa el pueblo, se apodera de la comisaría y roba un banco. El fulminante operativo dejaría un saldo de cuatro heridos y once detenidos. Uno de éstos facilitó determinada información y la policía enfiló entonces hacia una finca del barrio Los Naranjos, a poca distancia de La Calera. Durante el allanamiento resultan heridos y detenidos Ignacio Vélez y Emilio Maza, quien moriría sin declarar (aunque esto no iba a impedir que fuese señalado como uno de los secuestradores de Aramburu). El jueves 9 se difunde la noticia de la detención de Carlos Maguid, un fotógrafo al que se le encuentra un negativo comprometedor: el de la foto tomada a una medalla que perteneció al general Aramburu. Por otra parte, una máquina de escribir que presuntamente había servido para redactar los comunicados provocaría la detención del padre Alberto Carbone, un religioso sindicado como tercermundista. Al día siguiente, la Policía Federal pidió la colaboración de la ciudadanía
para detectar a Esther 'Norma Arrostito, Mario Eduardo Fírmenich, Fernando Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus.
Simultáneamente, tomaba cuerpo la versión de que un abogado —después trascendería su nombre: Jaime Malamud— se había puesto en contacto con allegados a Aramburu para ofrecer una información concreta sobre su paradero a cambio de 50 millones de pesos viejos. Según los primeros rumores, actuaba por cuenta de los secuestradores, pero él mismo reconoció representar a un cliente que obtuvo en forma accidental la información que se estaba negociando. Lo cierto es que el contacto no se llevó a cabo y el 16 de julio, Timote, un pequeño villorrio de la provincia de Buenos Aires ubicado a 450 kilómetros al oeste de la Capital Federal, se incorpora imprevistamente a la pesquisa. En una vieja casona, casi oculta por la espesa arboleda, había sido descubierto el cadáver de un hombre, enterrado debajo de una capa de piedras y de cal. A las 6.40 del día 17, el Ministerio del Interior confirmaba todas las presunciones: el cuerpo pertenecía al teniente general Aramburu, de 67 años. Habían pasado 49 días desde su desaparición.

UN AÑO DESPUÉS
Ahora, Timote proyecta los actos de conmemoración del primer aniversario del secuestro y muerte de Aramburu, pero sus dos mil habitantes —que habitan unas 300 viviendas apiñadas sobre las vías del ferrocarril Sarmiento— siguen todavía empeñados en discutir algunos detalles del episodio que les deparó una inesperada notoriedad. Clima de excitación que la presencia de dos enviados de SIETE DÍAS contribuyó a acrecentar a principios de esta semana. El propósito era conversar con los protagonistas y testigos del hallazgo, con los pobladores de un lugar que, más allá de la significación política del episodio (tema al que se alude en las páginas siguientes), aspira a convertirse en monumento histórico. No ignoran que ese pueblo figura ya en las agendas turísticas de miles de curiosos y por eso ahora más que nunca reclaman ser atendidos: en su última gestión colectiva, las fuerzas vivas se han dirigido al gobierno provincial pidiendo la pavimentación del camino que los vincula con Carlos Tejedor y Lincoln.
El punto de partida obligado es La Celma, una estanzuela de menos de 100 hectáreas ubicada en las cercanías de Timote. Hacia allí convergieron, en la madrugada del 16 de julio del año pasado, varias comisiones policiales. El objetivo era detener a Mario Fírmenich, Fernando Luis Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus. La existencia de la propiedad —heredada por la madre de Ramus— habría sido detectada al establecerse que Firmenich remitió al establecimiento un lote de ganado, adquirido gracias a un crédito del Banco de la Nación, sucursal Reconquista, en la provincia de Santa Fe. Guiados por el cuidador Blas Vasco Acebal (65, soltero) y al mando de los subcomisarios Colisigno y Rouan, de Bragado y Carlos Tejedor, y del oficial principal Williams Páez, de Pehuajó, las fuerzas policiales entraron en la antigua casa de ocho habitaciones poco después de las dos de la mañana. "A las dos me despertaron los milicos —recuerda el vasco Acebal—. Eran un montón, pero tenían miedo de entrar en la casa. Me hicieron ir adelante, utilizándome de escudo". Acebal, que actualmente alquila a los Ramus una fracción de ocho hectáreas, en 140 mil pesos viejos anuales, fue durante tres años peón de campo en la finca y conoció profundamente a los raptores. "Carlitos era un muchacho macanudo y no sé cómo pudo meterse en esto —se pregunta—. Era trabajador y muy chistoso. Firmenich apareció por el 68 más o menos. Ese era callado y trabajaba muy poco. Sólo lo vi hacer un techito así nomás para la bomba. Me parece que andaba detrás de la hermana de Carlitos. Venían durante el verano y se quedaban más de un mes. La última vez que vi a Firmenich fue el sábado 6 de junio, cuando me llevaron a Pehuajó. Allí me tuvieron un día entero, ahora creo que para que dejara esto solo".
Acebal piensa que ese día introdujeron en la vivienda a Aramburu, vivo o muerto. Todavía recuerda las conversaciones mantenidas con Ramus y que le sirvieron después para esbozar su teoría. "Ese sábado, bien temprano —memora—, Carlitos me dice: Viejo, sos un aburrido que no salís nunca. Subí a la camioneta, nos vamos a Pehuajó. No quiero viajar solo. En el camino nos quedamos sin nafta. Mientras tratábamos que alguien nos prestase un poco, se acercó un policía y nos pidió que lo lleváramos. Vino con nosotros y nos pusimos a hablar del caso Aramburu. ¿Dónde estará mi paisano? pregunté yo. Debe estar en un barco de la Armada, dijo Ramus. El muchacho tenía sangre fría". Su teoría alcanza también a los policías que realizaron el procedimiento y, a su entender, la comisión conocía el terreno mucho mejor de lo que aparentó al principio. "Primero estaban nerviosos —evalúa—. Después me preguntaron por el sótano y los silos de pasto. Finalmente, ya en confianza, me pidieron que les preparara un asadito".

EL OLOR DE LA MUERTE
El asadito, sin embargo, no aparece en la versión proporcionada por uno de los jefes de aquel operativo. "Nosotros íbamos sólo a buscarlos a ellos —desmiente, no sin antes pedir reserva sobre su nombre—. Al inspeccionar la casa, encontramos una pieza cerrada. Violentamos la puerta y entramos: debajo de una alfombra, cubierta por una cama, estaba la tapa de un sótano. Abrimos y nos encontramos con una escalera que tenía solo dos escalones: el primero y el último. Los otros tres estaban rotos a golpes. No debía hacer mucho tiempo de eso". Según el oficial fue recién cuando descendieron al subterráneo —una habitación de cuatro por cuatro y 2,40 metros de profundidad— que las sospechas policiales empezaron a crecer. "Había un cajón de tipo militar para guardar armas —detalla— y nos llamó la atención que el piso de cemento estuviera roto en un rincón. Como el asunto se complicaba, creíamos necesario llamar a algunos civiles para que fuesen testigos. Eran ya las cuatro de la mañana. Paralizamos la investigación y nos corrimos al pueblo en busca de un par de personas". Juan Zurdo (45, dos hijos), dueño del hotel España y uno de los elegidos, trata ahora de hilvanar sus recuerdos. "A las cinco de la mañana me vino a ver el cabo García, de Timote, acompañado por cinco personas de civil. Me explicó para que me buscaban y, aunque al principio me negué, acabé por ir. Me llevaron hasta el sótano y vi cómo subían el cajón: había muchas armas. La parte del piso en que faltaba el cemento tenía la tierra muy blanda. Había una pala y empezaron a cavar. A las siete de la mañana empezamos a sentir un olor que, por momentos, se hacía insoportable. Tuvimos que subir todos". Ante la imposibilidad de continuar en esas condiciones, las autoridades enviaron en busca de las mascarás antigases que usan los bomberos de Pehuajó y tres horas después se reinició la excavación. "¡Usted no sabe lo que tuvimos que cavar! —se escandaliza todavía el jefe policial—. Teníamos una sola pala y estaba muy hondo. Imagínese, cavar en un sótano sin luz, lleno de olor hasta más de un metro y medio de profundidad. Hubo que sacar a varios agentes descompuestos. Ahora lo que yo no entiendo es esto: el cadáver apareció recién a las 14 horas, pero a las 12 ya se decía por la radio que aquí había aparecido el cuerpo de Aramburu".
Los horarios de Zurdo difieren levemente de los policiales. Según sus cálculos, el cuerpo acabó de ser desenterrado a las tres menos cuarto: estaba boca arriba, con las manos atadas en la espalda, la boca cubierta por una tela adhesiva. "Evidentemente querían conservarlo —presume Zurdo—, tenía mucha cal encima. Yo le saqué el anillo con las iniciales S.H. y E.A. Le puedo asegurar que la piel estaba firme, entera. Sólo le vi algo así como dos puñaladas en la tetilla izquierda. No tenía ningún balazo en la cabeza. Por la forma del abdomen, yo creo que murió de hambre". El problema principal fue izarlo. Por un momento, los policías parecían dispuestos a subirlo con una soga atada en el cuello y otra en los pies. "Yo les dije que así no se hacía —explica—: se iban a quedar con la cabeza y los pies en la mano. Finalmente me escucharon, buscaron una manta, la pasaron por debajo del cuerpo y lo subieron. Lo pusieron afuera, en la galería que está frente a la casa. Yo agarré una escoba y lo barrí. Estaba lleno de cal".

LA PLATA DEL CUIDADOR
El paso siguiente fue reconocerlo. A Alberto González (50, dos hijos), un dirigente de Udelpa de
Carlos Tejedor que se dice amigo personal de Aramburu, correspondió el dudoso privilegio de hacerlo. "Yo tenía a mi señora enferma y estaba haciendo las tareas de la casa —memora—; a las diez de la mañana viene a verme un amigo y me dice: Encontraron el cadáver en Timote. Yo me reí. Jamás pensé que alguien pudiera matar a mi general. Pero como me quedó una mala espina fui igual. A las doce salí para allí. Las calles estaban cerradas. Todos decían que era el cadáver de Aramburu". Fue entonces que González tropezó con Paterno, el segundo de los testigos de la madrugada. El mismo sugirió a los funcionarios policiales que el hotelero reconociera el cadáver a punto de ser exhumado. "Finalmente llegué hasta la casa y lo vi —se estremece—: era reconocible, aunque tenía la nariz achatada por la cinta adhesiva. Ya le habían sacado los dientes postizos y no había nada que hacer allí. Lleno de congoja, volví a mi casa y le hablé a Sapietro confirmándole la infausta noticia".
Para entonces, el rumor ya había alcanzado Buenos Aires y empezaba el despliegue militar y periodístico. Héctor Segundo Carrozzi (40, dos hijos, hermano del animador Antonio Carrizo), residente en General Villegas, a 100 kilómetros de Timote, fue el primer periodista en llegar al lugar. Desde allí trasmitió para Canal 13 la primera noticia concreta que se difundió sobre el hallazgo. "El campo donde fue encontrado el cadáver de Aramburu está a cinco cuadras de la estación —relató aquella vez—; su dueño, el ingeniero civil Gustavo Ramus, es empleado de Vialidad Nacional. Vive en Buenos Aires y el campo es administrado por su hijo Carlos. Vecinos de Timote, desde varios días atrás hacían bromas acerca de que La Celma era el lugar indicado para esconder el cadáver de Aramburu, ya que Ramus, a quien todos conocían desde pequeño, recibía el mote de El Guerrillero. Después de las 12.30, se tuvo la certeza de que había un cadáver con los ojos vendados, zapatos negros, pantalón a cuadros, camisa blanca, corbata verde con detalles negros, sujetador de corbata y alianza con iniciales. A las 17 horas llegaron el coronel Nabas y un funcionario del Ministerio del Interior, quienes comprobaron también que el saco hallado junto al cadáver fue confeccionado en la misma sastrería en que se hacía la ropa el general"
A las cinco de la tarde la ambulancia 81 del hospital de Pehuajó partió de La Celma trasportando el cuerpo de Pedro Eugenio Aramburu. Una hora después la policía daba por terminado el operativo iniciado la noche anterior. El 13 de diciembre, Día de la Policía, todos los que intervinieron en él recibieron la medalla al mérito por su actuación. En todo caso, suerte distinta a la corrida por el vasco Acebal. "Me llevaron a Buenos Aires como si fuera un asesino —se queja todavía—; me metieron en una celda hasta que quiso verme el propio jefe de la policía. Pero después todo se solucionó. Me dijeron: ¡Cuánta plata llevas encima, viejo! Yo les contesté: ¿Y qué querían? ¿Que la dejara allá para que se la repartieran los milicos? Me pusieron en un hotel y me dieron un pasaje para que volviera. Hasta mandaron un auto para llevarme a la estación. Lástima que se olvidaron de avisar para que me dejaran entrar a mi casa: estuve tres meses viviendo con los vecinos, porque el policía que custodiaba todo esto no me dejaba acercar."

HISTORIAS DE PAGO CHICO
Al margen de las tribulaciones de Acebal y el interés turístico de los viajeros que no resisten la tentación de echar una ojeada a La Celma, un grupo de pobladores de la zona intenta estructurar un homenaje. Con ese objetivo se fundó hace dos meses la Comisión de Homenaje a Aramburu, adherida a la Comisión Nacional de Homenaje. Sus planes inmediatos contemplan una misa a celebrarse en Timote el 16 de julio próximo y la erección de un monolito, hasta tanto pueda levantarse un monumento. Alberto González preside —no podía ser de otra manera— la comisión lugareña. "Entrevisté a los miembros de la Comisión Nacional —resume—: yo entiendo que éstos deben concentrarse aquí, porque es el escenario de los hechos. Queremos comprar ese terreno. Fui personalmente a negociar junto con el general Labayrú y el capitán Molinari, y nos pidieron ocho millones por ocho hectáreas. Ahora haremos una propuesta de tres o cuatro millones por las dos hectáreas que incluyen la edificación. Tenemos que hacer allí un museo que perpetúe la obra de nuestro líder."
Más allá de estas trabajosas negociaciones entre los deudos de la víctima y el victimario, las preocupaciones de González se concentran en asegurar comodidades a los probables asistentes a la conmemoración. "Haremos un asadito para la gente que venga —promete—. Aquí no hay lugares para comer. Por si llueve, pedimos prestado el tinglado que tiene el club Huracán de Carlos Tejedor. Además, ya encargué tres vaquillonas y algunos corderos, por las dudas. Espero alrededor de 700 personas. Tendrán que salir bien temprano de Buenos Aires si no quieren llegar tarde al asado." No sólo eso, sus inquietudes ya han alcanzado el plano comunal. "Ahora las autoridades no van a tener más remedio que asfaltar el camino a Lincoln —predice—: no puede haber un monumento de esa envergadura en medio del campo."
Lo cierto es que la secuela más visible que los sucesos de un año atrás han dejado en Timote es el miedo. A excepción de los que hablan en esta nota, nadie da su nombre ni arriesga declaración alguna. Una actitud que contrasta con la jactancia de Zurdo. "Yo no le tengo miedo a nada —se envalentona—. Digo siempre lo que quiero. Hasta hace poco la gente no salía de noche. Yo me paseaba lo más campante por las calles del pueblo hasta las cinco de la mañana." El pacto de silencio, sin embargo, se viola a veces y alguien secretea en voz baja: "La rama materna de los Ramus son gente muy querida en estos lugares. El abuelo, Carlos Iribarren, fue intendente de Carlos Tejedor. Si le hacen un homenaje a Aramburu, también tenemos que hacerle uno a Carlitos Ramus. Todos lo conocíamos desde chico y murió por sus ideales." Una actitud más combativa todavía despierta en algunos el proyectado monumento. "No va a durar dos días —se escucha—: lo tiraremos abajo. ¿Qué se creen? La otra vez vino una mujer, se paró frente a La Celma y después, llorando, insultó a todo el pueblo: Ustedes lo mataron, dijo. No, señor. No podemos hacernos cómplices de una cosa así. No queremos llevar sobre nuestras espaldas la tumba de Aramburu." Después, el empecinado silencio retorna al único almacén del pueblo. Pero el murmullo ya ha ganado las calles polvorientas, invadido las casas chatas y grises, los patios sombreados, los jardines; se ha sumado a la inacabable sucesión de rumores que, desde hace un año, aturde los oídos de la gente.
revista Siete Días Ilustrados
24-05-1971