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Cafés: No eran inmortales

 

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pie de fotos
-Del tiempo de las tertulias y las patotas bravas al de una soledad que sólo interrumpen los jubilados
-Los hombres quietos: En la línea de fuego ante el avance de los grills.

 

 

Federico Roldan echó la mano a su cuchillo. Había caminado con calma los pasos que lo separaban de Edelmiro Miranda—puntual a la cita, a los fondos del hospital San Roque—, y pisando fuerte, para que no tuviera duda de que en la barriada de los Corrales Viejos no cabían dos guapos, aunque el otro, Miranda, fuera subcomisario.
Tal vez, esa tarde de otoño de 1897, el destino se empeñó en poner frente a frente a los principales actores de un malevaje que Buenos Aires apañó, en postas y bodegones, desde que 40 años antes se instaló la Sala de Comercio de Frutos, en el Once, y germinó una especie de matrero ciudadano, sedentario y haragán, taciturno y prepotente, que al fin de cuentas garabateó el folklore de la ciudad.
A medio camino entre el paisano ventajero y el compadrito de lengue y pantalón abombillado, Roldan y Miranda se cruzaron torvas miradas, y cada uno para sí comprendió que no quedaban alternativas, que ciertas deudas se pagan sólo con sangre. Roldan ni pestañeó. Su cuchillo zumbó en el aire y rasgó el jaquet del subcomisario. No tuvo tiempo para más: Miranda lo despanzurró de un tiro.
La invasión de los apaches argentinos, como se los definió en los albores del siglo, fue el factor que desencadenó la proliferación de sombríos cenáculos desde los cuales los guapos cuidaban la soberanía de su territorio.
Esos cenáculos, que incubaron al compadrerío, tuvieron casi la misma esencia de las pulperías; tal vez la del Caballito, una posta instalada sobre el Único y Real Camino para las caravanas que comunicaban con los Reynos de Arriba (o sea, la actual avenida Rivadavia), constituya el eslabón entre los tugurios donde el paisanaje bebía y entonaba coplas con el rasguido de una guitarra, y los reductos, novecentistas donde los payadores desataron sus primeros sollozos y los tauras se rellenaban con pernod.

Las venerables nuevas olas
La semana pasada, Anselmo Corvalán (67 años, viudo) oteó la calle a través de las vidrieras del Café Callao, chupó por última vez su cigarrillo y se sumió en la melancolía. Tosió: "Esta es la era de los grills. En cinco años no queda un café en Buenos Aires." Su queja fue compartida por una decena de vetustos parroquianos, para quienes el Callao, frente mismo al Congreso, representa uno de los últimos baluartes de una época entre bárbara y romántica —el café, santuario de poetas y nido de tahúres—-, cuyo auge podría situarse entre los años 20 y 30, con la incorporación de los billares.
El nuevo rubro reclamó una clientela que rivalizaba en habilidad y no sólo en suerte; y los diestros se unieron a los jugadores de dominó, naipes y dados, e insuflaron al café una gloria que ya parecía agónica cuando los malevos fueron domados. Pero desde entonces, Corvalán fue barrido de los cafés Rex, El Nacional y Marzotto, de la avenida Corrientes y hace seis años, de Los 50 Billares, un reducto que apestaba a tabaco y que, desde la esquina de Carlos Pellegrini y Bartolomé Mitre, erguía su venerable estructura de catedral de carambolistas profesionales y vividores.
Tanto como los desaparecidos Germinal y Los 36 de Corrientes, los cafés porteños, en general, heredaron el hálito pecaminoso de uno de sus precursores. Ir a lo de Hansen, en la esquina de Sarmiento y Centenario, en Palermo, suponía arrostrar una aventura excitante. No lo era siempre, pero bastaba la incertidumbre. Lo de Hansen no era un café, sino un restaurante con ribetes de baile y canto, pero dio una tónica y cimentó una personalidad: la del hombre de café. Taimado pero valiente, el compadrito nació en Palermo, recostado sobre un mostrador, y compitió en fama y bravura con los jailaifes de Barracas al Sur (Avellaneda), cuya fama creció en el neblinoso café La Buseca, en Montes de Oca y Saavedra, "fondeadero del sabalaje", según Enrique Cadícamo (Viento que lleva y trae). Sus esplendores coincidieron con el reinado de Eduardo Arolas, un bandoneonista que creó el mito de El Trianón de Villa Crespo, un café aludido en su tango Muñeca Brava y que, según los más viejos vecinos del barrio, jamás existió.

El ocaso de la bohemia
Paredes descascaradas y pisos rechinantes. Apenas transitados por aburridos billaristas, el Café Callao parece un campo de batalla después de la batalla. Ni siquiera lo frecuentan tahúres o levantadores de juego, últimos exponentes de un malevaje que solía completarse con los tratantes de blancas.
"Tal vez el último de los hampones fue un tal Celli, que paraba en el Social de la Boca y que era guardaespaldas de Reynaldo Elena, en tiempos en que era concejal. Celli murió de un infarto viendo un partido entre Independiente y River." Pero un anciano canillita de la avenida Almirante Brown discrepa con Corvalán: "El último guapo fue el pardo Caffieri, amo del bar La Camelia, que regenteaba a ocho mujeres."
Los añosos porteños consultados por Primera Plana, la semana pasada, tampoco pudieron ponerse de acuerdo en cuanto a la razón que decidió la decadencia de los cafés. Julián Donatti (71 años) supone que comenzaron a extinguirse ni bien se promulgó un decreto, en 1941, que los obligaba a cerrar sus puertas a las 2 de la mañana, para ahorrar energía eléctrica. José Giordano, un ex mozo de La Helvética, fue más lacónico: "Se acabó la bohemia, se acabaron los cafés." En la esquina de Corrientes y San Martín, La Helvética proyectó durante casi un siglo la imagen mítica de una trinchera intelectual o un cubil de conspiradores. José Ingenieros y Rubén Darío ensayaron allí sus mejores estrofas, y Bartolomé Mitre inauguró las peñas y el pernod. Pero su leyenda arranca de más lejos: La Helvética surtía de golosinas a Manuelita Rosas.
Sin embargo, un mozo de Los Inmortales (uno de los paraderos de Carlos Gardel, ahora pizzería) y César Matti, propietario del Café Tortoni, concordaron en un punto: a excepción de los jubilados, sus parroquianos no disponen de mucho tiempo para dilapidar frente a una mesa. El promedio de 30 minutos que cada uno permanecía en sus negocios, hace veinte años, se ha reducido a sólo tres, y su clientela mermó en la misma proporción que creció la de los cafés al paso, que comenzaron a pulular en el radio céntrico hace poco más de una década. Una recorrida por los cafés al paso de la calle Florida, probó que despachan un promedio que oscila entre 6 mil y 13 mil pocillos diarios.
"Este es un negocio moribundo", tremoló Matti, ante la máquina registradora del Tortoni, de la Avenida de Mayo, que con sus 107 años de existencia acaso sea el café más antiguo de Buenos Aires. El edificio era propiedad de Concepción Unzué de Casares, hasta que se lo regaló a un sobrino. En 1961, el sobrino decidió rematarlo: no hubo ofertas que superaran la base de 15 millones de pesos, pero algunos meses después fue adquirido por el Touring Club Argentino con el propósito de construir allí un hotel internacional. El día que ello ocurra, caerá abatida la leyenda que ayudaron a construir sus más egregios habitúes. Jacobo Albuher (mozo, 34 años en el Tortoni) recuerda que allí concibió Baldomero Fernández Moreno casi toda su producción poética, que Benito Quinquela Martín instaló en esos muros sus primeras exposiciones, que Elpidio González nació a la escena política al borde de sus cotidianos cafés con leche y medialunas. Obviamente, Francisco Rabanal deberá encontrar otro refugio para sedar su ánimo, aunque no vuelva a saborear la especialidad de la casa: helado de leche merengada (45 pesos).

La pérdida de los atributos
La conversión de bar en confitería fue la primera operación que segó la virilidad del café. Aquellos altares, en donde las horas sólo podían acumular humo y ruido, cambiaron de ropaje. El segundo sexo, reducido a un desprolijo reservado, se expandió sorpresivamente y empujó a la calle a los billaristas. Ya no hubo salón de familias, sino una moderna confitería, apta para recibir a todos. El segundo paso consistió en incorporar otro sector, el restaurante, dentro mismo del salón principal, a los fondos o en la azotea.
Este fue el destino que desfiguró al Café de los Angelitos, nacido a fines del siglo pasado en una esquina peligrosa: Rivadavia y Rincón. Un galpón que lucía dos grandes ángeles de yeso a cada lado de la puerta de chapa, protegía a sus desaliñados clientes. Pero cuando, en 1920, un gallego tozudo, Angel Salgueiro, pagó 50 mil pesos fuertes al contado y firmó tres documentos por un total de 20 mil para hacerse dueño del café, lo primero que hizo fué derribar el portón, restaurar sólo uno de los angelitos de yeso ("el otro estaba a la miseria") y edificar una terraza. En pocas semanas, la clientela se triplicó. Entonces comenzó a plantar mesas de billar y a cosechar jugosos dividendos. Una hábil política lo inmunizaba de grescas y entreveros: "Pegado al café funcionaba el Club Policial, con el que manteníamos buenas relaciones. Nunca tuve inconveniente en sacar a un compadrito de mi casa", recordó la semana pasada Salgueiro (75 años).
El clima impuesto en Los Angelitos sufrió rudas alteraciones cuando los jefes del "clan radical" decidieron adoptarlo, en 1928, como lugar de reunión. Durante esos años, únicamente la presencia de un ídolo que excediera las pasiones políticas podía restablecer la paz. Y Carlos Gardel lo consiguió sin proponérselo. Su presencia, desde las 3 de la mañana hasta el alba, arrinconaba a todos junto a un puchero de gallina "En veinte años cantó una sola vez, y por una apuesta", dijo Salgueiro, beneficiario de una partitura que a su local dedicaron Cátulo Castillo y José Razzano.
No muy lejos de allí, otro emporio de billaristas arrastraba a los noctámbulos de la zona céntrica: el Bar León, de Corrientes y Pueyrredón, fundado en 1912 por dos españoles (P. García y J. Fuente); y desde 1915, otro templo forrado de paños verdes atrajo a los porteños con el presuntuoso nombre de Los 36 Billares. En Avenida de Mayo, muy cerca de las ruidosas y alarmistas rotativas de Crítica, los asiduos de Los 36 vieron al escritor Martín Coronado hacer imponderables esfuerzos al apuntar con el taco por detrás de sus gruesos cristales ópticos.
La prepotencia desplegada por tahúres, compadritos y vividores de fines de siglo quedó reducida a letras de tangos, y el brillo de las luces y un impetuoso cosmopolitismo terminó por disolverlos en un tibio remedo. Las confiterías primero, los grills y las pizzerías después, destrozaron aquellos refugios, quitaron de en medio a sus héroes. Sin embargo, la guapeza por asuntos de polleras parece no haber desaparecido totalmente de los pocos bares prehistóricos que aún sobreviven. Hace 15 días, en el León, la policía interrumpió una ceremonia de tres bandas, carolinas y maché, para exigir documentos y detener a una decena de habitúes. Los "demorados" explicarían luego, muy vagamente, las preguntas que les hizo un oficial de investigaciones sobre el asesinato de un viejo cliente.
29 de junio de 1965
PRIMERA PLANA