Corrientes, esa calle de pizzas y cines-arte
A partir de la avenida Nueve de Julio y el Obelisco —enclavado en su corazón— fermentó un barrio ambiguo, vagamente literario, con un cine de repertorio, un superteatro moderno y algunos cafés tradicionales repletas de humo y con cortinas sucias, a los que asisten jóvenes izquierdizantes y escritores que se arreglan con chucrut alemán y vino de Mendoza. La agitación nunca cesa del todo. Todavía al amanecer los restaurantes están llenos, y a las once de la mañana abre el primer dancing.
Pierre Kalfon (Argentina)

 

 

 

 

 

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No es tan cierto que las cortinas estén sucias; el café Politeama, por ejemplo —uno de los ejes de ese mundo rumoroso que se llama calle Corrientes, en Buenos Aires—, las lavó hace tres meses. Acaso sus dueños entiendan que la rareza, el intelecto 'avant la lettre' o la sofisticación vernácula no tienen por qué estar reñidos con la higiene. Es, de todos modos, un punto sobre el cual las opiniones pueden diferir. Lo que parece incontrovertible, en cambio, es que Corrientes —las siete cuadras que van del Obelisco a Callao— concita desde hace más de una década el interés de una gran parte de la juventud del país. Sus adeptos —de una fidelidad apostólica— arguyen que Argentina termina en Callao. La exageración permite suponer entonces que el país empieza en su fervor, un entusiasmo que el lunes pasado René Palacios More —poeta, afincado en el Teatro Municipal General San Martín— definió herméticamente: "Corrientes —dijo— es un poema cruel".
Esa misma noche, mientras el presidente Levingston abandonaba el poder, unas trescientas personas se amontonaban en la sala del cine Lorraine; su dirección reponía La Revolución de Octubre, un film de Frederic Rossif, autor también de Morir en Madrid. Pero al salir muy pocos recalaron en las mesas del café Politeama porque en la misma esquina se había apostado un carro de asalto de la Policía Federal. La noche estaba quemada, y a las doce los cafés parecían estaciones melancólicas donde un par de pasajeros esperan y dormitan.

PERFUME DE PIZZA. Veinticuatro horas después, la abuela Aída (73), florista, pregonaba sus rosas y claveles entre los cafés La Giralda y La Paz; la normalidad había sido restituida y Corrientes retornaba a su hormigueo, a lo que el mismo More gusta denominar la gran comunidad incestuosa. Los 11 cines, los 10 restaurantes y las 7 pizzerías del gueto hervían como de costumbre soportando el tránsito habitual de unas 300 mil personas. En las librerías —16 en total— la curiosidad hurgaba entre las mesas de saldo. Daniel Carlos Hernández, librero, agasajaba ese alud: "La gente lee bastante —confirmó a Panorama—, y principalmente literatura nacional y política. "Yo no puedo quejarme". Sin duda nadie lo hace, a excepción de un puñado de hippies porteños que la semana pasada ocultaban sus largas melenas bajo un pulóver a fin de que "la cana no nos moleste".
A pesar del aire de tolerancia que la caracteriza, Corrientes es para ellos "un muestrario de burgueses infiltrados", y Carlos Manija (21), por ejemplo, no entraría en La Paz por nada del mundo: "Es un antro de vanidades". Carlos Manija trabaja en una sillería y aprovecha el tiempo libre para vagar por la noche y saludar a sus cofrades alzando el brazo con el puño cerrado: "Que estés en paz", augura. Los melenas, como ellos eligen llamarse, son pocos; Corrientes perpetúa una bohemia pacífica, matizada ahora por un clima de vaga libertad sexual y alegre inconformismo. El auge de los cines-arte en la primera mitad de la década pasada favoreció el negocio de los bares y librerías. Pocos años antes, la inauguración del Teatro San Martín había centrado el interés artístico de Buenos Aires en torno suyo, de forma tal que las condiciones para originar un nuevo fenómeno sociológico estaban dadas: las primeras minifaldas, los primeros atuendos masculinos coloridos y la abundante pilosidad ensayaron sus pasos previos en Corrientes. A partir de 1965, los jóvenes desplazaron definitivamente a los viejos, y los antiguos habitúes de la calle se refugiaron en el café Ramos, sobre la esquina de Montevideo. Curiosamente, ninguno de ellos intenta cruzar a la vereda de enfrente donde se alza La Paz: "Aquí venimos los actores que creemos todavía en el arte —confiaba Miguel Narciso Bruse (47)—, enfrente la gente va a mostrar la cara para ver si algún productor de televisión los descubre. Son modalidades, qué se le va a hacer".
Igual que el bar Ramos, el Metrópolis nuclea vieja gente de teatro, veteranos semiquejosos, actores del teatro AIvear, tramoyistas e iluminadores. Las figuras de cartel (televisión y cine) prefieren la íntima calidez del Zumbier, un restaurante próximo a Callao donde abundan el whisky importado y los vinos de marca. Sin embargo, el lujo no señorea por Corrientes; antes que nada, la sustanciosa fragancia de la pizza y el interminable café de medianoche constituyen los verdaderos trópicos de su geografía.

LA CIUDAD DESNUDA. Al margen de rivalidades parciales ("El Bowling es un boliche de levante y clase media; el Politeama reúne amigos y La Paz a intelectuales conservadores"), esas siete cuadras del centro porteño, con sus 27 quioscos de libros y revistas especializadas, sus 30 bares y 8 casas de venta de discos, son sin duda una zona franca para quienes alguna vez soñaron con reeditar en Buenos Aires las audacias de King's Road, en el barrio londinense de Chelsea. Desde ya, las cosas no llegaron a tanto: "No nos faltan mujeres hermosas en minishort —se ufanaba el martes Carlos Adriani, un cliente de La Paz— y tenemos media docena de cines donde podes ver las mejores películas de cada época". Es cierto; como Broadway en Nueva York, Corrientes resume a Buenos Aires, y no faltaron quienes tentaron introducir las fumadas de marihuana o la venta clandestina de postales pornográficas. Nada de eso, sin embargo, alcanzó a prosperar; la semana pasada, Ana Lidia (18), empleada en una compañía de seguros, proponía a un amigo en la esquina de Paraná, una rueda de pipa aromática "pero lejos de aquí, ¿entendés?".
"Nunca caeremos en delirios tan radicales —profetizaba More—, somos porteños, y eso es toda una garantía". La ironía señalaba una verdad, porque en las siete cuadras el único personaje verdaderamente delirante es Raquel, una mujer que se peina a lo Greta Garbo y usa, tanto en invierno como en verano, un grueso abrigo de franela gris: "La conoce todo el mundo —explicó el actor Bruse—, manga cigarrillos y si le das corte te canta un aria de 'Carmen'. 
R. R.
Revista Panorama
30/03/1971

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