Carnavales: Todavía quedan vestigios

 

 

 

 

 

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"No, no, corso oficial no hay más. ¿Quieren más corso que el que hay todo el año? Fíjese cómo van vestidos. Mire al flaco aquel de las patillas, los pan talones que usa: ¡violetas! ¿No parece una orquídea?" Riéndose a carcajadas, don Alberto S. Moretti, 53 años, dueño de un quiosco de cigarrillos en el barrio de Belgrano, señalaba uno por uno a los jóvenes quinceañeros que desfilaban por Juramento y Cabildo a las 3 de la tarde del viernes último. Para él los carnavales no han desaparecido: "¡Al contrario! Nunca como ahora los disfraces estuvieron tan de moda". Es que los estampados de tonos fosforescentes, las minifaldas y la proliferación de colores en la moda masculina terminaron por desorientar definitivamente a la mayoría de los coetáneos de Moretti. Por eso, cuando Primera Plana lo sondeó con una pregunta premeditadamente ingenua ("¿Qué días hay corso aquí?"), él se despachó a gusto y comenzó a rememorar "aquellos inolvidables carnavales de antes, cuando Cabildo quedaba tapada por un colchón de papel picado".
Ahora, refugiado en los gigantescos bailes de los clubes, Momo convoca anualmente a una feligresía distinta. En esos santuarios no hay serpentinas ni papel picado, y el ruido de las matracas y los pitos ha sido reemplazado por ululantes aullidos. Son las jovencitas que se cuelgan frenéticamente de los cantantes extranjeros, ya ni siquiera de los argentinos. Sin embargo, no todo está perdido. En un rastreo efectuado por el Gran Buenos Aires, se descubrieron importantes vestigios. A 25 kilómetros de la Capital, en el Tigre, el carnaval antiguo volvió a despertar de su letargo y se reencarnó el sábado pasado en un insospechado desfile de comparsas y murgas. Carrozas, bandas, trompeteros y contorsionistas volvieron a enloquecer las noches de alegría como hace 30 años. Ese desfile fue organizado, claro, por Moreno Publicidad, una empresa que se arriesgó a bloquear las Calles que desembocan en la ribera y a invertir millones de pesos en la contratación del paquebote Ciudad de Corrientes, para ofrecer una versión remozada del carnaval argentino. Su negocio consistió en cobrar 250 pesos el acceso a la zona, para presenciar tres espectáculos: un ballet acuático, con esquiadores y carrozas marinas; las canciones de gastadas figuras nuevaoleras (Violeta Rivas, Pablo del Río, Néstor Fabián) y un concurso de murgas y comparsas. Con el talón de entrada cada espectador tuvo opción, además, al sorteo de un automóvil Citroen y de un centenar de artefactos hogareños. Un sólido cordón de vigilancia protegía a los artistas y evitaba que los arrebatos masivos del público generaran un naufragio, tarea a cargo de dos destacamentos de la Prefectura Marítima, cinco pelotones de la policía municipal y sesenta hombres de la agencia Rastros, armados hasta los dientes con revólveres y ametralladoras Pam.

"A nuestro director..."
Toda esa vigilancia descuidó, paradójicamente, el cumplimiento de una vieja ordenanza municipal, cuando comenzaron a desfilar toda clase de antorchas y un arriesgado malabarista lanzaba llamaradas por la boca. Pasaban muy ufanos frente al cartel, colocado por la intendencia hace algunos años, donde se recuerda que "está prohibido terminantemente encender fuego". Detrás del tambor mayor, una doble fila de cien contorsionistas ondulaba al ritmo de seis bombos, formando la murga más numerosa, y la más entusiasta: 'Los curdelas de Saavedra'. Sus componentes aspiraban al premio mayor, que la empresa organizadora ha redondeado en medio millón de pesos.
La suerte de Los curdelas —aún en juego— depende de su presidente, José María Olmos (46 años, 3 hijos), quien preparó la actuación durante tres meses de fatigosos ensayos. Sus componentes fueron reclutados en Saavedra, más concretamente en una plazoleta de la esquina de Zapiola y la Avenida General Paz, donde Olmos suele establecer anualmente su cuartel general. Su selección y depuración de participantes no resulta muy sencilla, pues cada uno debe exhibir sus aptitudes repetidas veces hasta dar con los movimientos exactos. "Esta es una vocación como cualquier otra —señala Olmos muy seriamente—. Porque si no hay vocación las cosas no se hacen bien. No es fácil moverse al ritmo de una comparsa, mantener la alineación de la fila y conservar las energías necesarias para aguantar toda la noche. Eso requiere tiempo y esmero."
Cada uno parece tener una función muy especifica dentro de la murga, "la que —según Olmos— no se puede modificar una vez aceptada". Rodolfo Bompart, uno de ellos, con su rostro aniñado y sus 23 años, es el solista de la troupe. "Siempre salgo de cantor —dice—, ¿qué voy a hacer? Me gusta esto". Su actuación consiste en interpretar con la mejor voz los estribillos del libretista del conjunto, quien suele mezclar temas de actualidad con picarescas alusiones al sexo. Las cuartetas son coreadas también por el resto de la murga: un contingente de mujeres y hombres uniformados con casacas brillosas y gorros militares, quienes se encargan de balancear grandes abanicos, empuñar estandartes y agitar globos de colores. Junto a ellos marcha la banda, con sus rechinantes silbatos y trompetas, acompasados por los bombos y los tambores. Todos los integrantes lucen galera de cartón, pelucas de flecos largos y una increíble agilidad.
A veces, alguno de los murguistas (así se llama en la jerga a los músicos de la banda) aprovecha para contonearse rítmicamente. Es lo que hace Guillermo Memo Marchetti, un canillita de 25 años que se especializa el numero exclusivo: el autómata. "Lo vengo haciendo desde los 9 años —confiesa— y me sale solo. Es este movimiento: ¿ve? Pero no crea que es fácil. A ver... pruebe usted, a ver..." Memo desafía a cualquiera a que imite sus espasmódicos ademanes porque se sabe inigualable. El secreto de su habilidad parece esconderse en una instintiva reacción natural que jamás ocultó: "¿Quiere que le diga la verdad? Cuando siento un bombo, largo todo lo que estoy haciendo". Es, como dice su maestro, "la vocación".
La historia de Los curdelas viene de los tiempos de Hipólito Yrigoyen, cuando el director de la murga aún podía ataviarse como un Presidente vestido de gala: con levita, galera y una banda argentina cruzada sobre el pecho almidonado. Después ese atuendo fue prohibido "por respeto a la autoridad" y se lo reemplazó con un traje más sencillo. Ahora, Olmos se presenta con pantalón y camisa blanca y una banda morada de satén, como las que se utilizan en las coronas fúnebres, que identifica su rango con letras doradas que dicen; "Presidente". Su nostalgia por la época heroica ("Cuando los murguistas nos trenzábamos al final del corso y repartíamos trompetazos a diestro y siniestro") revive en los versos de Ñamuña, el creador de los primeros himnos: "Son los curdelas de antaño / que año tras año vienen a cantar; / con sus parodias hermosas / que alegran la dicha de este carnaval. Son cuartetas de 1930, año en que se fundó Los curdelas a raíz de la escisión producida en el conjunto 'Los locos por la parodia'. "Varias murgas competían en Saavedra —recuerda Olmos—: Los dandys, Los locos del cuarto piso, Los pegotes y, la más famosa, Los encopados. Para rivalizar con esta última bautizamos a la nuestra Los curdelas y conseguimos sacarle 30 muchachos de los mejores. Después me quedé yo solo al frente de ellos y desde 1939 soy presidente inamovible, casi un perfecto dictador..."
En aquel entonces se recolectaban fondos repitiendo los números más atractivos en cada esquina y encomendando a uno de los payasos que pasara el sombrero por entre los espectadores. Si el recolector no desaparecía misteriosamente, la recaudación se prorrateaba de acuerdo con el orden jerárquico. Con esos precarios recursos, los murguistas apenas podían financiar sus gastos y debían apelar a todo su ingenio para completar los instrumentos. Los bombos se hacían con un par de cueros crudos y dos aros de bicicleta, y se extendían con tientos y sogas. Algunos, los más ortodoxos, les arrimaban diarios encendidos para ponerlos a punto antes de actuar. Así quedaban bien tirantes.

El jorobado, el panzón y la vedette
Pero los recursos de la murga actual son muy diferentes. Ya no se trata de confiar en la buena voluntad del público, sino de negociar un lucrativo contrato con las empresas organizadoras. Por eso todos tienen una burocracia interna que decide y controla esas negociaciones, y discuten, al margen de los premios estipulados para el ganador del concurso, precios por cada presentación. Este año esas tarifas se han elevado de 10 a15 mil pesos por noche para cada conjunto, aunque algunos, más cotizados, percibirán entre 300 y 400 mil pesos por ocho noches de show.
Claro que los gastos que debe afrontar una murga moderna no son los mismos que hace 30 años, porque ahora el alquiler de un par de camiones para trasladar al conjunto insume no menos de tres mil pesos por viaje. "Pero nosotros no hacemos esto por ganar plata, ¿sabe? —se defiende Memo Marchetti—. Lo hacemos porque queremos llevarnos la copa y las medallas que regala el organizador del concurso."
Las transformaciones operadas en el estilo son casi imperceptibles. En líneas generales los personajes son los mismos, con escasas diferencias. Por ejemplo, el jorobado y el panzón, antes infaltables, se han extinguido. Ya nadie quiere ridiculizarse habiendo otros métodos para convertirse en centro de atracción, como aprender a escupir fuego por la boca con un simple buche de querosene. Quienes se resisten a desaparecer son los travesti, que empezaron exagerando los encantos femeninos y terminaron en un peligroso refinamiento. Las pelucas y la cosmética moderna los convirtieron en sugestivas vedettes, cuya identidad sexual ya no fue tan simple de captar. "Nosotros no queremos saber nada con esos tipos porque traen toda clase de problemas. Además, la policía los tiene fichados y no los deja circular así vestidos de mujer", reveló Olmos, con cierto fastidio.
Sin embargo, internándose un poco en la provincia de Buenos Aires, en algunos bailes de pueblo, puede descubrirse una troupe carnavalesca integrada exclusivamente por travesti. Es la que capitanea Catalina la Grande, a quien apodan La Emperatrice, y cuya primera figura, Bambi, aprendió a contonear admirablemente su espigada silueta debajo de tules transparentes y a balancear la sombrilla con provocadora picardía. (Esta fascinante actuación se frustró poco antes antes de los carnavales, a principios de la última semana, cuando Bambi, o Pichilo, o Jorge Omar Martínez, según el prontuario que lo registre, fue apresado por capitanear una banda de asaltantes.) 
Ninguno de ellos, quizá, logre destronar tan fácilmente al celebre Laurito, aquel pistolero procesado por atracar a ingenuos taxistas, a los que engañaba con ropas de mujer. Su presencia como prima donna, en un antigua murga de Victoria, Los dandys, le ha devuelto el estrellato artístico.

La ciudad por la ventana
El otro corso desempolvado se celebra en la ciudad de Corrientes, donde las invasiones de abejas provenientes de Brasil suelen hacer peligrar los festejos. Para eso se recurre anualmente a los buenos oficios del arzobispo, quien además de gestionar —como en este caso—el adelantamiento del carnaval, para aventar el bullicio en el período de Cuaresma, suele elevar sus súplicas para evitar que las nubes de insectos ataquen en esos días. Un ruego justo, porque toda la provincia se moviliza para dotar al corso de un fastuoso despliegue frente a los 300 palcos levantados en las avenidas principales. (Las ubicaciones de privilegio costaron este año mil pesos y fueron arrebatadas con increíble rapidez).
Una movilización general decretada por la República de Corrientes (la entidad vecinal más importante) obligó a los más adeptos a edificar una réplica de la Casa de Gobierno sobre la costanera y a decorar con las mejores galas las calles céntricas. Pero el adelanto obligó a murgas y comparsas a improvisar nerviosamente sus mejores números, antes de lanzarse a una devoradora competición. El torneo provincial somete a los conjuntos a una selección previa y los divide en dos categorías. Tradicionalmente, el duelo enfrenta a dos antiguas murgas: Ara Berá y Copacabana. Pero un ascenso de categoría permite ahora terciar en la disputa a Fru Fru, una murga nacida en el barrio San Benito, donde hace medio siglo se inauguró el carnaval correntino. "Era una zona típicamente carnavalesca —recuerdan sus vecinos— porque estaba habitada por negros que habían heredado el candombe y los tamboriles de sus antepasados."
La rivalidad entre esas comparsas, compuestas por centenares de personas, genera una excitación previa que se transmite por toda la ciudad. Las vestimentas son costosísimas (vestidos y trajes de luces que oscilan entre los 50 y 80 mil pesos, para las candidatas a reinas), como los adornos de las carrozas, en las que se requiere una paciente dedicación. Todo para conquistar a los turistas chaqueños. quienes cruzan el Paraná de un salto, y a algunos porteños melancólicos que se aferran a los últimos vestigios del antiguo imperio de Momo.
Ajenos a esa reencarnación, en Buenos Aires los carnavales volvieron a ser un collar de sofocantes aglomeraciones en torno de los escenarios donde actúan los ídolos extranjeros. Cada fanático fue a un club distinto, en busca de las mismas figuras que está harto de escuchar en discos y ver en cine y televisión. Los dividendos de ese magnífico negocio fueron embolsados, otra vez, por el predicador radial Antonio Barros (Una ventana al éxito) y su competidor Carlos Bayón (Escala musical), quienes arriendan los principales estadios deportivos y montan los mejores shows. Para eso llegó, el miércoles pasado, con un rasguño en la frente, tacos de 7 centímetros y un tapado de chinchilla, el exquisito Raphael, la más costosa de las contrataciones.
Las estrellas más cotizadas han sido, además de Raphael, a quien debieron pagarle tres millones de pesos por actuar apenas 40 minutos en Rosario, el matrimonio Johnny Halliday-Silvie Vartan, que cobró un millón y medio por noche. Armando Manzanero y Frank Sinatra, hijo, percibieron 600 mil pesos, individualmente, por cada presentación de media hora, y en escala descendente los siguieron el conjunto The Tremeloes (550 mil); José Feliciano (300 mil); Neil Sedaka (250 mil) y el trío Los Panchos (200 mil), Un solo argentino logró mantener alta su cotización: Palito Ortega, El Rey, a quien contrataron con 800 mil pesos por permanecer tres cuartos de hora frente a un micrófono rosarino. Los otros, sus ex camaradas del ya legendario Club del Clan, fueron desalojados del ranking y debieron compartir humildemente el escenario con cantantes desconocidos. O con murgas barriales, como el matrimonio local Fabián-Rivas, que actuó en el Tigre junto a Los curdelas.
Primera Plana 27 de febrero de 1968

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Travesti Bambi: Los días locos


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el dragón humano


curdelas Memo, Bompart y Olmos