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Parapetado tras una doble fila de revistas y cubierto por un techo plegadizo, Alberto Copello (26 años, soltero) explicó por qué había consumido catorce años de su vida en esa cabina de metal, instalada en la esquina de Avenida de Mayo y Perú, junto a la confitería London: "Recibí ofertas de dos y tres millones de pesos; pero estos negocios no se compran, se heredan." Su padre, que vendía diarios en ese mismo lugar a principios de siglo, explotó el quiosco hasta que la muerte lo puso en manos del pequeño Alberto (12 años).
El miércoles pasado, a la oración, un intermitente desfile de personas alzaba diarios con una mano y soltaba monedas con la otra. Copello atendía las entregas y los vueltos mecánicamente, sin dejar de hablar. Sólo se interrumpía para dar el precio de una revista extranjera, pero jamás para vocear un logotipo.
A treinta metros de allí, junto a la boca del subterráneo que está enfrente, dos hombres maduros vociferaban el nombre de los vespertinos de Buenos Aires. La diferencia entre ambos quioscos se apoya en sólidas razones: las veredas reciben consumidores distintos, y los dueños de las paradas representan a dos generaciones diferentes.
Junto a la London se venden 200 ejemplares de la revista Planeta; enfrente no la pide nadie. El comprador que viene por Florida y desemboca en la Avenida de Mayo enfila hacia el puesto de Copello, extrae su diario de la pila y paga en silencio. El otro, en cambio, debe ser atrapado a gritos cuando intenta zambullirse en el subte, distraído en buscar fichas para viajar. De lo contrario, comprará el diario en el puesto de abajo, mientras espera el tren despreocupadamente.
Además del clásico sistema del voceo, desterrado por los quioscos de las zonas más aristocráticas de la ciudad, en los más antiguos vendedores de diarios y revistas perdura un viejo mito: el de levantarse a las cuatro de la mañana. "Yo, en cambio, llego a las ocho y media. Aquél se esclaviza para vender 20 diarios más que yo", dijo Copello, cuyo quiosco cierra los sábados a mediodía y reabre los lunes. Las diez horas diarias de venta le reportan una ganancia de tres mil pesos. "Alcanza para vivir bien, sobre todo si se es ordenado. En este gremio abundan los jugadores. Mi padre podía haberse hecho millonario."

Sin sacarse los ojos
En otras zonas, el oficio no parece ofrecer las mismas comodidades. Augusto Romeo (30 años, soltero), para ganar lo mismo que Copello, debe trabajar casi el doble (18 horas) auxiliado por un tío, sin reparar en sábados, domingos, feriados o días de lluvia, junto al Alvear Palace Hotel, en la avenida Alvear y Ayacucho. Aunque los clientes pasen distraídos junto al quiosco, Romeo se contiene y ahoga sus gritos con una aguada sonrisa: "Aquí no se puede vocear; esta gente exige un trato exquisito." Sin embargo, la venta no se pierde porque el 90 por ciento de su clientela es fija, "Es un público que quiere estar al tanto de todo. Fíjese que el 70 por ciento del material que vendo es extranjero, como la gente. Por suerte, chapurreo algo de inglés y de francés..."
Hace cinco años que Romeo no toma vacaciones, y olvidó todos sus conocimientos de contabilidad por falta de práctica, pero confiesa que antes de ejercer su título de perito mercantil o de volver a ser empleado de una distribuidora, prefiere estos sacrificios. "Me gusta con locura, y esto es mío. Nadie me manda", dice cuando explica que pagó trescientos mil pesos por la parada hace un año y medio.
En la complicada esquina de avenida La Plata y Rivadavia, la familia Pugliese ejerce desde hace 30 años el monopolio de la venta de diarios y revistas. Todos los quioscos de esas veredas les pertenecen, pero el más importante, junto a la estación de subterráneo Río de Janeiro, es atendido por Antonio (36 años, tres hijos), representante de la cuarta generación de su familia dedicada a este negocio. Las buenas relaciones con sus parientes permiten a Pugliese alternar la venta de diarios sin fastidiosas competencias:. "Nosotros vendemos los matutinos, y aquellos de enfrente los vespertinos." En otros casos, donde la competencia se convierte en peligrosas rivalidades, debe apelarse a intervenciones gremiales; "Desde hace unos años, el sindicato estableció claramente los derechos de cada uno para vender sin interferencias. Vino bien, porque esto parecía el Far West; nos sacábamos los ojos."

Gente, gente, gente
La lucha por conseguir una parada importante se llena a veces de estridencias. Para un vendedor de diarios, la cúspide resplandece en una esquina clave de la zona céntrica. Una de ellas, la de Carlos Pellegrini y Corrientes, junto a las vidrieras de "Los 49 auténticos", exhibe a un ostentoso propietario: Antonio Alfonso Schettino (31 años, 3 hijos), que compara su ascenso con el de un político. "En este ramo, el máximo no está en llegar a presidente, sino a ser dueño de una parada como ésta. Mire a los costados: bocas de subtes, filas de ómnibus, gente, gente, gente."
Schettino vende diarios desde hace 23 años junto con su hermano, propietario del quiosco de Carlos Pellegrini y Lavalle, a una cuadra de allí. Arrastran la profesión de su abuelo esforzadamente pero con no disimulada satisfacción y abundantes ingresos. "El negocio va bien. Sólo hay que vocear a la mañana, cuando el movimiento es más intenso y ruidoso. A la tarde, la mercadería se vende sola."
Es frecuente que la opinión de los vendedores de diarios y revistas sea consultada por los ejecutivos de las empresas periodísticas para confeccionar rápidas encuestas de mercado. Los canillitas, iniciados desde los siete u ocho años, acostumbrados a descolgarse de un colectivo en marcha tan sueltamente como si inventaran noticias para vender sus ejemplares, se convierten finalmente en indiscutidos psicólogos. Cuando un cliente se lleva 'la mano al bolsillo, dispuesto a comprar un diario, los vendedores saben por anticipado si pedirá Clarín o La Nación, Crónica o La Razón. Un golpe de vista les basta para sacar doblado el diario sin temor a equívocos.
Marcos Ajuria, instalado en Bartolomé Mitre y Pueyrredón, ha tomado apuntes de diálogos oídos en un café vecino, el Gildo, donde se congregan centenares de voceadores callejeros: "Yo vi morir muchos diarios; me basta mirarlos para saber cuánto tienen de vida —dice una de las frases rescatadas—. Ahora todos hablan de Crónica como si fuera una segunda Critica, Pero Crítica lo tenía a Botana..."

El celo profesional
El arma que durante años utilizaron los canillitas para levantar o hundir una publicación parece haber sufrido deteriores graves. "Ya pasó la época en que se podía esconder una revista. Ahora la publicidad se encarga de grabar su nombre en la cabeza del cliente; la piden aunque no la vean. A veces se ponen histéricos porque los ejemplares no llegan a tiempo al quiosco", dice Copello.
Los vendedores de diarios y revistas conocen las fluctuaciones del mercado de acuerdo con la época del año, como los comerciantes de cualquier otro rubro. Pero difieren en sus vaticinios con respecto a la permanencia de las publicaciones. "Es fácil augurar corta vida a un semanario político. No hay que ser muy astuto para saber que se funden antes del quinto número. Lo difícil es anticipar la caída de una empresa comercial", dijo José Minitello, socio de Schettino.
Fuera de los barrios aristocráticos, donde la comercialización de estos productos se desenvuelve en un clima menos estridente, el resto de la ciudad asiste a un coro de nombres, marcas y titulares vociferados por los canillitas en horas de la mañana. Es cuando los compradores salen de sus casas y deciden hojear el matutino en el viaje. Las estadísticas demuestran que la venta, a esas horas, se intensifica en esos lugares y disminuye por la tarde, cuando el cliente retorna a su hogar con el vespertino bajo el brazo.
Las transferencias de quioscos, a pesar de algunos antecedentes espectaculares que registra el mercado, no suelen ser tan continuas y fabulosas como se cree. Para ceder un quiosco se necesita una antigüedad de cinco años, y su venta debe justificarse con razones de fuerza mayor. "Tratamos de que, en lo posible, los vendedores sean verdaderos profesionales y evitamos que se hagan negociados con las paradas", explicó a PRIMERA PLANA Jorge Quijo (41 años, dos hijos), secretario general del Sindicato de Diarios, Revistas y Afines.
Lo que no se puede intentar es vender diarios en la parada de otro. Por encima de las autorizaciones municipales y los controles sindicales, hay una ley natural de propiedad del espacio que el gremio hace respetar a cualquier precio. Los esquinas de Buenos Aires tienen dueños que nadie discute. 
30 de marzo de 1965
PRIMERA PLANA