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Los costados sentenciosos

 

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inscripciones
-Solo un capricho me guía
-Donde para este Barón... hacen cola las mujeres
-Al Abasto voy y vengo y envidia a nadie le tengo
-El camión de Sofía no se fía

 

 

Cargado de frutas, el camión avanzaba velozmente por la ruta 8, rumbo a Córdoba. En la cabina iban dos hombres, uno durmiendo en la cucheta extendida detrás del asiento, el otro empuñando el volante. Al enfrentar un paso a nivel, sin barreras, el camión redujo su velocidad y un automóvil que venía detrás se acercó lo suficiente como para que su conductor leyera la frase pintada en el paragolpes trasero: "Consérvese a distancia prudencial, este camión está equipado con freno a piolín".
Las letras habían sido dibujadas con prolija caligrafía, estampadas sobre un celeste claro. El mismo celeste que reflejaba el sol en el techo de la cabina. Andrés Bollotti, a cientos de kilómetros de allí, recordaba aún las felicitaciones recibidas una semana antes, cuando terminó de pintar aquélla frase y de filetear el resto del camión. "Bollotti es uno entre tantos, pero trabaja bien. Es de confianza", dijo a Primera Plana Leopoldo Baldocchi, dueño de una fábrica de carrocerías instalada en la ciudad de San Martín, en el Gran Buenos Aires.
El oficio de fileteador es uno de los mejor retribuidos en la industria de la carrocería. Los jornales más bajos son de 1.500 pesos diarios y cada encargo demanda no menos de cuatro días, los camiones, y una semana los colectivos. "Ellos son los únicos que pueden poner frases chistosas, tienen una imaginación bárbara", dijo Eduardo Costa, sobrino de Baldocchi. Su tío, en cambio, sostiene que la imaginación se les está agotando "porque recurren siempre a un cuadernito para sacar las frases."
Con ese muestrario en la mano, los fileteadores ofrecen al cliente una larga lista de leyendas para estampar en la retaguardia o sobre la cabina de sus camiones. "Es lo primero que eligen, antes de decidirse por el color de los ribetes o los motivos de la decoración", dijo, amargamente, Luis J. Carbone, uno de los más antiguos en el oficio. Sin embargo, a veces se tropieza con un obstáculo: las ideas del
cliente. "Si fuésemos a colocar las leyendas que nos sugieren algunos, necesitaríamos un paragolpes de 14 metros de largo. Debemos convencerlos para sintetizar la idea en pocas palabras."
El gremio de los fileteadores admite en su seno a un adalid, respetado e indiscutido —José León—, quien cotiza su jornal en 4 mil pesos diarios. Este esplendor tiene razones contundentes: su cuaderno de frases es tan agudo como su idoneidad para decorar carrocerías. Empezó hace 30 años, cuando aún circulaban por Buenos Aires aquellos carritos —"primero fueron los verduleros, y después los lecheros", informa León— que inundaban la ciudad con sus guirnaldas y rocallas de flagrante primitivismo (quizá derivadas de los festivos carros sicilianos, restallantes de pinturas), y con las inscripciones que Borges eternizó en sentidos párrafos: "Costados sentenciosos", los llamó el poeta.
La nostalgia anticipada de Borges tenía un motivo: lentamente, Buenos Aires se ha ido despojando de estas ambulantes amenidades, que se instalan ahora —y tal vez no por mucho tiempo— casi exclusivamente en camiones y colectivos. Pero José León es un perfeccionista, y sólo los colectivos merecen ahora la atención de sus florilegios pictóricos. "Hago un camión nada más que cuando me lo pide un amigo, o un viejo cliente." El purismo de León impone también otras restricciones: este especialista en moños argentinos estampados sobre los guardabarros traseros, se resiste a delinear leyendas picarescas. "No me gusta tomar en broma un trabajo que tanto me costó perfeccionar —declara—; se puede poner un chiste, pero no una grosería." La única vez que quebrantó este principio, tras agrias discusiones con el cliente, fue porque reconoció algún ingenio en la frase propuesta: "Cambio morocha rectificada por rubia cero kilómetro."
Los colectivos, verdaderos muestrarios rodantes del folklore suburbano, exigen trabajos más barrocos: "Quieren de todo, no piden un cuadro de Goya porque es imposible. Después, le cuelgan tantas cosas adentro como si siempre estuvieran de fiesta. Los colectiveros son unos maniáticos", sentencia Carbone. Pero su propio desdén implica un reconocimiento: en ese bric-á-brac abigarrado, se alivia de algún modo la gris uniformidad de Buenos Aires.
La decoración de camiones atrae a los ribeteadores porque únicamente allí pueden dejar estampada su imaginación creadora. Aunque todo ese ingenio se espolvoree en frases como ésta: "De ranas como vos tengo llena la sartén." O esta otra, casi enigmática: "Espere que papá lo deje, y después pase."
PRIMERA PLANA
20 de julio de 1965