Chasiretes
Los fabricantes de sonrisas


Bajo el sol, las viejas cámaras son la última trinchera
(Torikian-Sheklian-Orsak)

 

 

 

 

 

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"Más juntas, señoritas. ¡No se muevan!" Las cinco catamarqueñas se quedaron tiesas, sus rostros endurecidos por una mueca: sonreían. Algunos segundos después oyeron el clic del disparador, y respiraron aliviadas y pagaron cien pesos cada una por verse retratadas en la plaza San Martín, la más elegante de Buenos Aires. La foto sería, en adelante, el testimonio de una aspiración cumplida, el documento que habrían de esgrimir cada vez que quisieran excitar sus recuerdos. O la envidia ajena. En todo caso, éstos parecen ser los móviles que todavía deciden a centenares de turistas a apostarse frente a una vieja cámara de cajón, de espaldas a algún monumento, a la Casa de Gobierno o a la Pirámide de Mayo, a esbozar una sonrisa y pasar a la posteridad sobre papel brillante y en tamaño postal.
En la Plaza San Martín, la máquina de José Orsak (59 años, un hijo) sirve también de testimonio para probar el doméstico afán de notoriedad de una clientela que se ha ido renovando a lo largo de los últimos treinta años. Siempre caras nuevas, siempre la misma rigidez y las mismas sonrisas. Maestras, parejas de novios y pandillas estudiantiles decoran los costados del cajón, con trípode, de Orsak, una edición algo más moderna del daguerrotipo.
Treinta años atrás, el checoslovaco Orsak se cayó desde un andamio y puso fin a su carrera de albañil. "Me instalé aquí —dice—, porque éste era el lugar más bonito de la ciudad." Sigue siéndolo, en todo caso, "aunque ya no es ni la sombra de lo que era antes". Para el veterano chasirete, su mente es un archivo sin fondo por el que desfilan los tiempos de la elegancia señorial y sofisticada, cuando la Plaza era el coto privado de Matilde Anchorena de Verstraten (invariablemente unida a sus tres fox-terriers, a los que Orsak sacó infinidad de fotos) y de María Luisa Aldao Unzué, siempre tan distante, mucho más cuando auscultaba el puerto con sus catalejos, desde la cima de la barranca.
Esa gente ha desaparecido; "Son pocos los elegantes que pasean por aquí; los provincianos y los extranjeros han invadido el lugar". Su nostalgia corre paralela a la de una decena de fotógrafos de las plazas de Buenos Aires; presienten que son los últimos representantes de una especie en extinción. Ninguno de los entrevistados admitió haber elegido esa profesión; todos son extranjeros que fueron empujados a ella por alguna fuerza extraña. A veces, esa fuerza se llamó política.

El gran cambio
"A mí me sacaron los turcos de Armenia —memoró Kevork Torikian (63 años, chasirete de Plaza Italia)— y llegué a la Argentina en 1929." Aspiró su pipa y se sumergió en un pasado que todavía añora: la fábrica de suelas que poseían sus padres y su holgada infancia, en la que no necesitó trabajar. La invasión turca para él fue una catapulta inesperada: rebotó en El Líbano y en París, "pero no hay nada como la Argentina". Torikian no sabe si es feliz cada vez que atisba a través del objetivo de su cámara, o cuando se enfunda la negra capucha y manipulea los ácidos. No puede saberlo, porque es en ese momento cuando más se enfrasca en recuerdos y cuando más nítidamente resucita el paisaje de su Armenia pastoril.
Sabe, en cambio, que "de aquí no me mueve nadie"; aunque su argentinismo se vuelve quejoso por culpa de la inflación: "Cuando empecé a trabajar de fotógrafo, allá por el 37, vivía de esto. Ahora ya no puedo". Y no porque la fotografía ya no sea, para los chasiretes públicos, un negocio próspero, sino por el reumatismo. Su enfermedad lo decidió a buscarse un trabajo tranquilo, "pero ahora ya no puedo cargar con la máquina a cuestas; debo dejarla aquí cerca, en casa de unos amigos".
Fue en el Jardín Zoológico donde Primera Plana halló la excepción: un fotógrafo satisfecho con su destino. Leones y monos son la compañía ideal para Arsen Sheklian (70 años, desde hace 20 en el Zoo); pero además son sus socios y le prodigan buena parte de sus ganancias. Al precio de unas galletitas y unas palabras cariñosas, Sheklian se ha ganado el afecto de casi todos los animales, sobre todo al de los mamíferos superiores;—encantados de servir de fondo para las fotos de miríadas de chicos. Los chicos, a su vez, lo admiran: "Dígale al oso que se pare", le ruegan.
Tanto como su colega de Plaza Italia, Sheklian debió escapar de Armenia. "Mis padres eran dueños de una fábrica de harina, pero la fotografía siempre fue mi vocación." Pudo ejercerla en Port Said y Beirut, antes de anclar en Buenos Aires. Para los diez fotógrafos consultados la escala fue definitiva por dos razones; la primera: "Aquí se vive tranquilo. Europa casi siempre está en guerra", balbuceó el soñoliento chasirete de Plaza Flores. La segunda: "En la Argentina ésta es una profesión respetable. Nadie puede ejercerla sin permiso municipal". Por falta de competencia, la concesión se renueva automáticamente cada 3 años.
Ese déficit tiene remotos orígenes. "No es que la clientela haya mermado —puntualizó Torikian—; más bien se ha vuelto informal." Y se lo oyó blasfemar, en extraña lengua, contra tanto conscripto que lo dejó plantado, sin que nunca más pasara a retirar su sonrisa uniformada, y la de su novia, tomados de la mano delante de la estatua de Garibaldi. 
5 de octubre de 1965
PRIMERA PLANA
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