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pie de fotos
-En un extremo de la lista de sinsabores está la perplejidad, en el otro, el placer del descubrimiento
-Por veinticinco pesos, el delirio
-El hechizo comienza en la batidora

 

 

Los romanos del Imperio mezclaban la nieve de los Apeninos con frutas y licores para mitigar la sofocación del calor. Los alambicados venecianos del siglo XVIII recibieron, con frenesí, la invención del actual helado de crema batida que Nápoles adoptó y llevó a las cimas de la exquisitez. En España y sus colonias se lo llamó sorbete, y alguna fotografía amarilla muestra a los congestionados porteños que, al filo del siglo XX, se sentaban a las mesas de las confiterías, en las aceras de la flamante Avenida de Mayo, y combatían con helados el oprobio conjunto de la temperatura, los cuellos duros y los corsés. Era un complicado ritual: el cono de crema refrigerante, perfumada con esencias, se servía en una copa de metal, de donde había que trasladarla a la boca con una cucharita, sin volcarla.
Después viene el tiempo en que el helado se hace democrático, se vende por las calles (en cajones llevados al hombro de esforzados heladeros, o en triciclo), se transforma en sándwich (dos tapas de pasta que llevaban grabadas inscripciones como 'Me dejas frío') y en block, pulcramente envuelto en papel de estaño. Saint Hermanos (Laponia) y Noel fabricaban la mayoría de esas cremas, en las que se disolvían esencias, mientras pregoneros de otras marcas ignotas desataban en los suburbios oleadas de intoxicaciones que a veces igualaban a los flagelos medievales. Desde años atrás, sin embargo, algunos comerciantes tozudos insistían en vender sus productos de "elaboración propia", que fueron popularizándose. Fundada en el Tigre, la firma Zanettin avanzó hacia el centro, donde ya Vesubio, en Corrientes al 1100, seducía con fastuosas copas "uso Nápoli", y Cambiasso (Charcas entre Montevideo y Paraná) asentaba una fama que los habitantes del Barrio Norte se inclinarían a compartir con Aga Thaura (Buenos Aires, en vascuence), en la esquina de Cerrito y Arenales.
Hacia 1950, la competencia parecía estabilizada: los vendedores callejeros seguían tableteando alegremente sus pregones, y los heladeros sedentarios mantenían una clientela sólida. Pero un lustro después, los cajones y los carritos empezaron a caminar hacia el olvido, y tan sólo los arrabales recogían aún las voces que estremecieron a los niños en las siestas de veranos remotos. Los calores de 1964-1965 han proporcionado una estadística apasionante: en la zona céntrica de Buenos Aires hay, por lo menos, una heladería cada tres cuadras, y este promedio tiende a aumentar.
Para Jorge García (36 años, soltero), propietario de la casa Cambiasso, en sociedad con su hermano Raúl, las razones de este auge serían dos: la eliminación de los precios tope —impuestos por el peronismo— desde 1955, y el sistema "uso Nápoli" para fabricar helados. La imitación del inimitable procedimiento napolitano consiste en mezclar frutas naturales (u otros elementos) con crema de leche, sin recurrir para nada a las esencias. Las cremas hierven a 110 grados ("ya nadie piensa que puede intoxicarse; hasta los médicos recomiendan los helados en los regímenes digestivos", dice García), y el batido se hace en un recipiente llamado "campana", a 22 grados bajo cero, de donde la mezcla pasa a la "conservadora", con una temperatura nunca inferior a 14 grados bajo cero.
Si este procedimiento es uniforme en todas las heladerías, también su aspecto se acerca a un standard determinado por la pérdida de su primitivo aire de consultorio. Hoy, la moda propone vastos murales —fotográficos o pintados— con vistas de Venecia o de la costa amalfitana, azulejos de colores, luces estratégicas. Al mismo tiempo, los gustos tradicionales (crema, chocolate, dulce de leche, frutilla, limón) son desplazados por el exotismo: el torroncino (turrón) se disputa el primer lugar con el málaga (crema con pasas de uva), en la Alpina, Las Heras al 2300. A la vuelta, en Pueyrredón al 2100, está el local de Santos (S. Gauna e Hijos), fabricante de helados desde hace 30 años y creador de algunas de sus variedades más insólitas: crema de dátiles, nocciola (avellana) y mandorla (almendra). Para Cambiasso, en cambio, el éxito de la temporada está en el pistacho ("esa almendra verde, con un color tan lindo que ahora usan las mujeres en sus vestidos", comenta García).
La cajera de una de las sucursales de Zanettin (Callao entre Córdoba y Viamonte), Dolly Dávila, calculó que la firma debía poseer unos 20 negocios en Buenos Aires; pero aviesos colegas señalan que Zanettin suele vender su nombre, pero no sus fórmulas de fabricación, tan herméticas como un hipogeo faraónico. "Aquí se vende de todo —afirma la señorita Dávila—; ayer, por ejemplo, nos quedamos sin mercadería a la tarde, y tuvo que venir el camión desde la fábrica, en Olivos. Vino a velocidad de ambulancia." Después de tragar saliva y suspirar, agregó: "Fue impresionante."
Esa declaración se contradice, en general, con las cifras que los heladeros sugieren como promedio de sus ventas diarias. En uno de los locales más concurridos, Italia, de Santa Fe al 2100 (propiedad de Ángel Da Col, sucursales en Plaza Italia, Once y Florida al 200), se llegó a afirmar que durante el caluroso jueves 25 de febrero se despacharon sólo 25 kilos de helados (a 200 pesos el kilo). El menos reticente fue Gauna, de la casa Santos, quien se atrevió a acercarse a los 200 kilos diarios en la época de auge, con lo cual se alcanzarían unos 40 mil pesos de venta por día. Dolly Dávila confesó que Zanettin había vendido 2 mil kilos en 14 días "de poco trabajo". Los precios son casi unánimemente idénticos: 200 pesos el kilo (con fluctuaciones que lo rebajan a 190 y 180), vasos de 12 a 50 pesos, cucuruchos de 25 pesos, y cotizaciones variables para casattas y postres glaciales (450 pesos el tamaño para 8 personas, 550 para 15 personas) .
También son idénticas las maquinarias utilizadas: las fabricadoras y conservadoras, por lo general de industria argentina, cuestan, respectivamente, alrededor de 400 mil y 250 mil pesos. Desde el verano pasado, un recipiente con chocolate líquido forma parte del equipo de cualquier heladería conspicua: sirve para rebozar los cucuruchos en una cobertura de cacao ligeramente amargo, y fue introducido por Le Caravelle, un local que frecuentan los noctámbulos de Lavalle al 800, entre cuyos refinamientos figuran también los helados de licor Strega. Otras denominaciones de variedades similares; pinitos (paralelogramos de crema cubiertos de chocolate e insertados en una cuchara de madera) y pingüinos.
Entre octubre y abril, este glacial mercado de tentaciones permanece abierto. Su hora más gloriosa abarca desde diciembre hasta febrero; en invierno, sólo algunas casas —Cambiasso, Santos— persisten en fabricar helados. También persiste Bonafide, una cadena de locales especializados en venta de café, té y golosinas, cuyos vendedores ambulantes, provistos de una estridente campana, sorprenden hoy a quienes ya se habían olvidado del folklórico heladero. Curiosamente, Bonafide es una firma novel en este terreno: hace apenas dos años que comenzó a fabricar helados "con máquinas y fórmulas extranjeras", según confían, con reverencia sus empleados. Pero esta apelación al sistema peripatético prueba qué está decidida a competir con los sedentarios, enzarzados a su vez en una gélida guerra. De todas maneras, las ventajas serán siempre para el consumidor, sumergido en este dulce mar refrescante ni siquiera soñado por las sofocadas vacas, que son, al fin de cuentas, sus responsables primeras. 
3 de marzo de 1965
PRIMERA PLANA