Honorio Pueyrredón
y la no intervención

 

 

 

 

 

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El 16 de enero de 1928, lunes, Calvin Coolidge, un estirado jurista con fama de asceta —y el aspecto más idóneo para encarnar al Tío Sam— entró bajo innumerables guirnaldas de flores, junto al Dictador Gerardo Machado, en el Teatro Nacional de La Habana. En aquellos tiempos de bendición, los déspotas hispanoparlantes mimados por la US Navy tenían el pudor de no mentar la democracia. Machado dijo: "América es impulsada hacia la confraternidad definitiva". La clase de confraternidad hacia la que era impulsada se conoce a la perfección ahora, 40 años más tarde.
El Presidente Coolidge, que permaneció todo el tiempo erguido en el estrado, en medio del semicírculo que formaban las 21 banderas americanas, leyó, a su vez, un edificante sermón dominical: "El Derecho es el refugio seguro de los débiles y de los oprimidos, y el escudo para las pequeñas naciones". Naturalmente, las pequeñas naciones aplaudieron.
Pero un momento más tarde el estupor agarrotó las manos de los presentes que calentaban 2.500 butacas. Fue cuando el desabrido puritano añadió: "Hemos dado un alto ejemplo al mundo, resolviendo las diferencias internacionales sin recurrir a la fuerza". Es que seis días antes habían partido del puerto de Charleston tres cruceros norteamericanos —el Trenton, el Raleigh y el Milwaukee— para completar la cifra de 24.000 infantes de Marina, necesarios para defender la civilización en Nicaragua, donde el 5 de enero, ese mismo año, un "pequeño César" —el coronel César Augusto Sandino— había fundado su República de Nueva Segovia.
En todo el continente, plumas inconmovibles denunciaban el enésimo "zarpazo imperialista". La Prensa y La Nación, de Buenos Aires, formaban la primera fila del frente antiimperialista (yanqui). Les indignaba, sobre todo, que Coolidge hubiese llegado a Cuba con un acorazado, un crucero y seis destructores: esa demostración de fuerzas, en vísperas de la 6ª Conferencia Panamericana, les parecía una provocación intolerable.
Los agasajos dispuestos por Machado fueron faraónicos, pero su principal invitado no probó una gota de champagne: en cada brindis se llevaba la copa a los labios, simulaba un sorbo y la devolvía a la mesa. El martes, al alba, su coche atravesó dos hileras de 18 cuadras de soldados cubanos, que habían velado toda la noche y que descargaban feroces culatazos sobre algunos ranchos de paja que clamaban: "¡Viva Sandino!" Y, a las 38 horas de haber llegado, se reembarcaba en el Memphys. Quedaba al frente de la delegación el ex Secretario de Estado, Charles Hughes.
La opinión continental se disponía a presenciar una reproducción diplomática de la pelea Dempsey-Firpo (1923): como en las cinco conferencias panamericanas anteriores —desde la primera en Washington (1889), cuando Roque Sáenz Peña llamó "fenicios" a los dueños de casa—, la reunión sería un choque entre las dos naciones más poderosas. Hughes llevaba instrucciones para vetar cualquier debate, sobre Nicaragua; en cambio, debía volver con las firmas de todos sus colegas para varias mociones de apariencia inofensiva que tendían a consolidar la Unión Panamericana (hasta convertirla en lo que algunos maldicientes llaman hoy "la mafia de la OEA"). Importaba, sobre todo, excluir del continente a los capitales alemanes que habían comenzado a desarrollar la aviación comercial en Colombia y Venezuela, por ejemplo.
La semana pasada, un entrecano caballero de 72 años rememoraba estos sucesos ante un redactor de Primera Plana. El Presidente Alvear había sondeado a Washington para aplazar la reunión, que no podía ser más inoportuna (el 25 de enero las tropas del mayor general Lejeune capturaban, después de bombardearlo despiadadamente, el reducto sandinista de El Chipote). "Los yanquis están dispuestos a llevarla a cabo", se disculpó Alvear ante la delegación argentina, al despedirla. Había confiado su dirección a Honorio Pueyrredón, ex Embajador en Washington; la integraban Laurentino Olascoaga (Ministro en Cuba), el Consejero Felipe Espil, los catedráticos de Derecho Internacional Privado Luis A. Podestá Costa y Carlos Alberto Alcorta; secretario de la delegación fue Rodolfo García Arias.
"Todavía escucho los silbidos con que el público, detrás de la soldadesca de Machado, saludó a la bandera norteamericana", dice el Dr. Carlos Alberto Alcorta (Subsecretario de Relaciones Exteriores junto a Saavedra Lamas, en 1933). "La banda atacó con presteza la Star Spangled Banner, para cubrir esos silbidos, los mueras y las injurias. Cuando se izó, en cambio, la bandera nicaragüense, la multitud, en la explanada de la Universidad, estalló en vivas a Sandino."
Impedido de hablar sobre Nicaragua (la agenda había sido confeccionada por la Unión Panamericana, a cargo de Leo S. Rowe), Pueyrredón se esforzó por introducir el tema de la No Intervención, a propósito de un informe de la Comisión de Juristas reunida anteriormente en Río de Janeiro. "Esa problema los tenía sin cuidado: trabajaban mucho en los pasillos; además —reconoce Alcorta—, Mr. Hughes era habilísimo." A tal punto, que no fue él, sino el peruano Víctor Maurtúa quien presentó un texto que consentía la intervención en casos de guerra civil, atentados contra vidas y propiedades extranjeras, etc.: todos los pretextos que tradicionalmente había esgrimido USA. Pueyrredón refutó ese "derecho", puesto que "no podrían a su vez ejercitarlo las naciones débiles cuando sus súbditos sufrieran daño por convulsiones en naciones fuertes" [ejemplo, los atropellos contra los espaldas-mojadas mexicanos]. Pero otros delegados no se andaban por las ramas; uno de los servidores de Machado, sin ningún complejo, arengó: "En el caso de Cuba, la intervención ha traído honor, gloria y bondad".
El Canciller Ángel Gallardo felicitó telegráficamente a Pueyrredón, pero Hughes, después de "rendir tributo a la firmeza inquebrantable de "las opiniones sustentadas por el delegado argentino", propuso, a falta de consenso, que ese asunto se dejara para otra ocasión. Los principios defendidos por Pueyrredón triunfarían cinco años más tarde, en la conferencia de Montevideo, cuando el Presidente Roosevelt descubrió que, en realidad, la política de intervención ya no era indispensable —como sugiere el tratadista Alberto A. Conil Paz— para imponer los intereses de su país.
Pueyrredón contraatacó en el tema de los aranceles. Los Estados Unidos aplicaban la Fordney-McCumber Act, dirigida contra los productos pecuarios argentinos: ya se había inventado el recurso de la aftosa; se exigía, incluso, una determinada coloración para la alfalfa y otros forrajes provenientes de la Argentina. La delegación norteamericana se negó a discutir la cuestión, y el Consejero Espil y el Secretario García Arias hicieron notar que no cabía insistir, a falta de instrucciones del Gobierno. Pueyrredón mostró un segundo telegrama de felicitaciones y les recordó que el jefe de la delegación era él, pero no pudo evitar que sus compatriotas recurriesen a Buenos Aires. El Canciller Gallardo se lavó las manos: el Presidente estaba en Mar del Plata, respondió. Alvear entonces consulta a Melo (su candidato en la elección presidencial de ese año). Melo se dirige a Pueyrredón: "He seguido su brillante y elocuente defensa de la cláusula económica; pero, salvados los principios, conviene firmar, sin extremar la intransigencia". Pueyrredón, apuñaleado por la espalda —y no es exagerado suponer que la maniobra fue tramada por el "habilísimo" Mr. Hughes— renuncia en plena conferencia. Es reemplazado por Olascoaga, y la Argentina firma la convención económica sin una sola referencia a la propuesta de Pueyrredón. Una vez más, Dempsey había vencido a Firpo.
Pocas semanas más tarde, Honorio Pueyrredón se incorporaba a la campaña presidencial de Hipólito Yrigoyen, quien doblaría en votos al candidato del Gobierno, apoyado por conservadores y socialistas.
16 de enero de 1968
Primera Plana

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