La Señora presidenta
Las seis que aún pueden acordarse

 

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pie de fotos
-1930: Alvear y Regina Pacini, de paseo por París
-Farrel y Victoria Torni (1946)
-Lonardi y Mecha Achával (1955)
-Aramburu y Sara Herrera (1958)
-Frondizi y Elena Faggionato (1960)
-Guido y Pura Areal (1963)

 

 

La Primera Dama número 24, a contar desde Delfina de Vedia de Mitre (esposa del primer Presidente de la Nación Argentina, entre 1862 y 1868), es Silvia Martorell de Illia, afanosa —al parecer— de que su misión tenga el aire de austeridad rectora que la leyenda incubó para Doña Remedios de Escalada de San Martín. Pero Doña Remedios fue sólo una Primera Dama sui generis; no consta en la larga nómina de consortes presidenciales.
La de ellas es una tradición difícil: la esposa de un presidente no debe erigirse —siquiera formalmente— en factor de poder, ni tampoco sucumbir en el anonimato. Según la Agencia Gallup, de los Estados Unidos, la idea de que el candidato a la Presidencia es jefe de una familia bien avenida, reditúa casi tantos votos como una sensata plataforma electoral. La Gallup va todavía más allá: la Primera Dama ideal debería ser un arbitro de la elegancia y el savoir faire, pero, además, insospechablemente apolítica.
El axioma sirvió para rodear de una aureola romántica al doctor Marcelo Torcuato de Alvear, casado con la soprano ligera Regina Pacini (en Lisboa, 1907), quien renuncia a cantar para seguir de cerca la carrera de su esposo, a la sazón Embajador en París y Presidente de la Nación, quince años después. La Pacini es una de las seis ex Primeras Damas vivientes, cuyas historias fueron exhumadas la semana pasada.
• Recluida en su lecho, en su quinta de Don Torcuato (a 30 minutos de Buenos Aires), Doña Regina le da suavemente las espaldas a la vida. Quizá su silencio esté atravesado de aplausos, los que cosechó entre los 20 y los 26 años, cuando "fue coronada cantante real de Madrid y Lisboa, y paseó su voz a lo ancho de Europa y después en el Teatro Politeama, de Buenos Aires, no bien asomado el siglo. Ahora tiene 94 años y naufraga en el olvido; pero la fiebre la vuelve lúcida de a ratos y revive su encuentro con el joven político, en el foyer del Politeama, y a partir de allí la insistencia de Marcelo, que la persiguió a Europa, hasta arrancarle el sí. "Puedo decirlo ahora: estaba enamorada de él."
En la Argentina, la Pacini, que nació en Lisboa, fundó una sociedad de beneficencia para actores —la Casa del Teatro, de la que ejerce todavía la presidencia honoraria— y una iglesia, cerca de su quinta, que sufragó con la venta de todas sus joyas. "Menos una —corrige Carmen Mely, su enfermera y dama de compañía desde hace seis años—. Un broche de brillantes, rubíes y zafiros que le regaló el rey Carlos I de Portugal." Su gesto atrajo posteriores resentimientos: Eva Perón condenó al sótano del Museo de Arte Decorativo un retrato suyo (pintado por Madrazo, en París), "por oligarca", fue la orden. En compensación, Elena Faggionato de Frondizi le rindió un casi postrer homenaje: intercedió para que pavimentaran las cinco cuadras que distan entre su quinta y la Ruta 202,
• Sólo una vez, fugazmente, Victoria Torni de Farrell ejerció el rango de Primera Dama. Fue el 24 de febrero de 1944, cuando su marido fue empujado a asumir la Presidencia. "Nunca más he querido aparecer públicamente a su lado", se jacta todavía desde su retiro mendocino, un viñedo de 40 hectáreas que adquirió hacia fines de la década del 30. Antes del 44, "una incompatibilidad que nada tiene que ver con la política" había disgregado al matrimonio, cuyos miembros se reparten aún hoy la solidaridad de sus hijas Susana y Nelly. Nelly Farrell de Do Pico (la mayor, 41 años, tres hijos) fue promovida al papel que debió desempeñar su madre, "recibiendo a embajadores y acompañando a papá en los actos oficiales".
Desde hace un año, Doña Victoria (71 años) yace en una silla de ruedas, atacada de artritis; pero su mal no la ha derribado. Su belleza resucita no bien se encrespa "cuando algo no anda bien en su finca; es tan emprendedora como siempre", apunta Nelly. No vive de recuerdos, excepto éste: "Ha sido íntima amiga de Alfonsina Storni."
• "Ocurrió de la noche a la mañana. Inclusive fue una sorpresa para Eduardo." Lo dice como si todavía no hubiera salido de esa sorpresa, y ya pasaron diez años. Mercedes Villada Achával de Lonardi se reclina sobre el bergère, en el living francés de su departamento de la calle Juncal, en el Barrio Norte de Buenos Aires. Dedicó un par de párrafos a prorratear el éxtasis que le produjo su reciente excursión a Europa ("¡Oh, París!, ¡Oh, Roma!"), antes de improvisar un Manual de la Perfecta Primera Dama: "Ante todo, discreción." Y mientras alisa los pliegues de su pollera y arrastra sus erres cordobesas, advierte de las peligros a que expone el protocolo: "Hay que cuidarse de la notoriedad, sin caer en la afectación; y es muy fácil incurrir en exageraciones cuando uno tiene el deber de ser amable, o en la rigidez cuando hay que mantener la dignidad."
De pronto, sus ojos dejan de revolotear y se ensombrecen: "Eduardo y yo no conocimos ninguno de los halagos de la vanidad, ni siquiera una velada de gala en el Colón." La viuda del único Presidente argentino que no obtuvo ninguna condecoración parece lamentarlo; pero se consuela: "Fueron sólo dos meses." Acaso le hubiera gustado crear una institución como la que preside la señora Silvia Illia, "que es la obra que puede realizar la mujer de un presidente, siempre que carezca de personalismo demagógico". Pero fueron apenas dos meses, y en su casa sólo hay dos testimonios del paso del general Lonardi por el gobierno: el bastón y la banda. "Los mandó Aramburu."
Alguna vez propusieron a Sara Herrera de Aramburu para el título de la mujer más elegante del país. "Si
no lo fue —sugirió una allegada a la familia—, la culpa la tiene él." No se pudo entrevistar a Doña Sara por expresa negativa del general Aramburu, pero, lateralmente, se obtuvo abundante información: las mayores coincidencias contribuyeron a precisar la influencia del general sobre la personalidad de su esposa, ya resignada a borrar sus aspiraciones mundanas o, siquiera, las de participar en la vida social. Doña Sara (santiagueña, maestra normal) renegó así de su papel de Primera Dama, y únicamente excedió sus funciones domésticas (la crianza de sus dos hijos, su reconocida artesanía culinaria) cuando el protocolo se lo imponía. Y hasta cierto punto: durante las comidas que debió celebrar en la residencia de Olivos, durante su mandato (1955-58), Aramburu prefería dividir la mesa en dos sectores. Los hombres por un lado, las mujeres por otro.
• Distinta actitud la del doctor Frondizi: "En treinta años de matrimonio, jamás indiqué a mi mujer lo que debía hacer." Elena Faggionato le palmeó el hombro: "Cuando este señor era Presidente —sonrió—, tuve que someterme sin remedio a las preguntas de los periodistas. Pero ahora somos dos pajaritos libres." El miércoles pasado, ¡Doña Elena apenas tuvo tiempo para recordar que conoció a su marido en la Societá de Tiro a Segno, en El Palomar, y que definitivamente se sintieron unidos "cuando Arturo me pidió que pasara a máquina sus primeras arengas proselitistas; por entonces (1931) recién me recibía de dactilógrafa".
Su actividad como Primera Dama se limitó a la de acompañar al Presidente y a recluirse en un cauto segundo plano; aportó su innegable influencia para concurrir en ayuda de sociedades de bien público, pero se negó a encabezar alguna. Sin embargo, cuidó con prudencia su reputación de Primera Dama, y se jacta de no haber cosechado ninguna crítica. En cambio, admite no ser buena cocinera: "Arturo se conforma con poco. Eso sí, le encantan las aceitunas en salmuera." El tema culinario cerró la entrevista: "Perdóneme, vamos a casa de Elenita. Nos espera con un arroz a la parmesana."
• Más vivaz, pero menos afable, Pura Areal de Guido reconoció que "eso de ser la señora del Presidente no era para mí." Afincada en Viedma, y siempre de paso por Buenos Aires, no cambió su retiro ni en tiempos en que José María Guido era Senador, antes de sus trajines presidenciales. Cualidad que exhibe todavía como el principal rasgo de su personalidad. "Pero no soy tímida ni apocada", se atajó, hace una semana, antes de que Guido le arrebatara el teléfono: "No tenemos nada que decir, no insistan." Su actitud obedecía a una vieja consigna: Doña Pura nunca concedió entrevistas a la prensa, "y para arrastrarme a algunas reuniones tuvieron que convencerme de que mi presencia era imprescindible".
Ahora, su vida se reparte entre la atención de su casa y la de sus moradores: además de su esposo, sus hijos Amalia (16 años) y Rodolfo (14), y su perra Diana. 
17 de agosto de 1965
PRIMERA PLANA