Las playas tranquilas

 

 

 

 

 

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Los turistas se dividen en dos bandos: los que prefieren sumarse a la estampida que desemboca en los balnearios de moda, y los amadores del sosiego, suscriptos a la idea de que las vacaciones han sido inventadas para capear las fatigas del año, restañar penurias y acopiar nuevas energías. La leyenda dice que la humanidad totémica, y aún los ejecutivos del florecimiento económico medieval (siglos XIII al XV) ejercían esa gracia, e iban de paseo en la estación del calor, con la excusa —esgrimida por las mujeres— de que las ferias de Bretaña o Ginebra, por ejemplo, ofrecían las mejores condiciones para olvidarse de casi todo. Sin embargo, en cuanto las Conquistas Sociales institucionalizaron la licencia anual ordinaria, el nomadismo bucólico pasó a ser out y los del otro bando se convirtieron en mayoría.
No es el caso de reprochar a las Conquistas Sociales el dudoso prestigio de haber convertido a las vacaciones en una excitación masoquista, en una urticaria que brota al sol y a las frivolidades. Si los grandes conglomerados veraniegos siguen siendo los preferidos, es porque el primitivo concepto de las vacaciones ha sufrido un cambio: en esos grandes centros, en donde todas las clases sociales se transforman en una sola —la clase turista—, los paseantes se amparan en la promiscuidad para jugar a las engañosas apariencias, para asumir el otro yo y mostrarlo en taparrabo.
Empero, el sueño de una temporada de descanso sobreviene, implacable, a la hora de rehacer las maletas y durante el viaje de vuelta; entonces, en la mente de cada turista frustrado revolotea una égloga. Al cabo de mucho machacar es posible que se convierta en un poeta pragmático, en un discípulo de los juglares de l'etat de nature. Reinaldo Hugo De Santis (40 años, procurador, ex marino) es uno de ellos: la semana pasada, un redactor de Primera Plana se topó con él en Valeria del Mar —una de las playas más grandes, de mejor declive y más solitarias del litoral bonaerense—, mientras repujaba tallos de palmeras.
Tan calmo como el paisaje, con un sol que centellaba en la hoja de su cuchillo, De Santis esbozó la teoría del buen salvaje, que desarrolla con fanática puntualidad: no bien aprietan los calores arma su carpa en ese paraíso todavía agreste, en la arena misma, y se sumerge en la omnipotencia de la vida contemplativa. Aunque sus recursos provienen de la talla de palmera (algunas de las cuales se exponen actualmente en el Japón), la tarea no le insume más tiempo que un hobby descansado. "Ante la alternativa, he encontrado la manera de disfrutar de la vida y de poder ejercer mis propias convicciones. Al fin y al cabo —sonrió—, nada hay tan saludable como pasarse tres meses al año en una carpa."
O en un tanque de guerra, diría Blas Antonio Altieri (18), otro asiduo de Valeria del Mar, quien renegó del veraneo sofisticado apenas pudo adquirir, en un remate del Ejército —y por 200 mil pesos—, un carrier que le sirve de domicilio y para trepar los médanos sin quemarse los pies. El vehículo no ha sufrido demasiadas transformaciones desde que, afirma, "se utilizó para transportar los restos de Eva Perón". Sólo que, ahora, su carrocería luce tachonada de frases antibélicas, al estilo hippie.
Son casos extremos. Lo importante es que, en tanto alrededor de 75 mil turistas desembocaron en Mar del Plata en la última semana de diciembre, y los hoteleros de Villa Gesell anunciaban que las reservas habían agotado la capacidad del balneario para febrero, otros miles de personas renegaban del veraneo convencional y se abrían paso hacia la costa en busca de nuevos refugios y playas tranquilas. Ricardo Ceferini, un hotelero de Pehuen-Có (a unos 150 kilómetros al Sur de Tres Arroyos), explicó que, a lo largo de diciembre, no menos de quinientos automovilistas habían inspeccionado los alrededores a la caza de hospedajes y chalets para alquilar. Uno de los interesados, Alfredo Vigné (38, profesor de geografía), se cruzó con Primera Plana en una estación de servicio de Coronel Dorrego: "Por supuesto, he encontrado un lugar estupendo, uno de esos sitios en donde uno se pone el short cuando llega y no se lo quita hasta que se va. No me pregunte dónde queda. Si se descubre, no tendré paz, acabará transformándose en un loquero". Lo decía por experiencia: este año boicoteará a Monte Hermoso (a 110 kilómetros de Bahía Blanca), el lugar que más frecuentó en la última década, porque se ha vuelto un enjambre de hosterías y hoteles, un balneario formal en donde los buenos salvajes, sus pioneros, han sido prácticamente desalojados.
Es una ley, claro; pero aunque los turistas del ocio pierden terreno a expensas del progreso, consecuentemente se sienten impulsados a descubrir nuevas arenas, arrostrando, inclusive, el riesgo de moler sus riñones cabalgando algunas rutas nacionales, como la 228 (Necochea-Tres Arroyos), o la 3 (el tramo que une Tres Arroyos con Bahía Blanca), o el camino de la costa, cuyo pavimento finiquita en Magdalena, a 105 kilómetros de la Capital Federal. De todas maneras, los automovilistas que anteponen el descanso y el solariego 'savoir vivre' a toda otra clase de ilusión hedonista, prefieren la flagelación de los baches a los amontonamientos de la arcaica ruta 2 (Buenos Aires-Mar del Plata), en donde la congestión de coches ha producido el raro fenómeno de reducir la cantidad de boletas por exceso de velocidad. "Tal vez por eso —susurró un inspector de Vialidad Nacional— se optó por subir las tarifas de multas." Aun así, muchos feligreses de la ruta 2 se detienen ahora en Camet o siguen hasta Mar del Sur, un apacible refugio apostado 19 kilómetros más abajo de Miramar, apenas violado por sedentarias tribus campamenteras.
A los nudistas furtivos y, fundamentalmente, a los asiduos de las vacaciones en carpa, corresponde el mérito de descubrir playas inéditas y dar impulso al receloso aluvión de turistas que, por temor al cambio, por miedo a la aventura, se autocondenan a la rutina. A ellos se debe el boom de Villa Gesell, apuntalado por la injusta fama de que ése era un hervidero de expansiones epicúreas, como sugería un film (Los inconstantes, Rodolfo Kuhn) que hizo bramar de indignación al fundador Carlos Gesell. La Villa alcanzó más éxito que el film, y los amigos de las vacaciones felices debieron emigrar y detectar nuevos oasis, a partir de la bahía de Samborombón (San Clemente del Tuyú) y hasta Punta Alta (a 30 kilómetros de Bahía Blanca), un litoral que congrega, según el Automóvil Club Argentino, 32 balnearios constituidos y una cantidad semejante de playas del todo inexploradas, de acceso heroico.
Por supuesto, la búsqueda dio buenos resultados. Sobre sus huellas, Primera Plana recorrió la costa atlántica de la provincia de Buenos Aires, recaló en una veintena de playas silenciosas y pulsó las condiciones de su infraestructura hotelera —en todos los casos incipiente— con el propósito de confeccionar una guía para veraneantes enemigos del ruido. La nómina de lugares (reducida a siete, después de una exhaustiva depuración) es apta para turistas capaces de desoír el canto de sirena de los casinos de juego y que, además, amasen estas otras pretensiones:
• Hacer una cura de reposo, pescar y emprender largas caminatas; disfrutar de la soledad y de la desconexión con el mundo exterior, a favor de la deficiente distribución de diarios y revistas.
• Realizar una dieta a base de almejas y mejillones, sin experimentar demasiada nostalgia por los menús carniceros y suculentos.
• Llevar criaturas (y/o perros), para que en la playa se apropien de por lo menos 100 metros cuadrados per cápita, sin riesgos de perderlos de vista ni necesidad de andar contándolos a cada rato.
• No muchas exigencias de confort, en el hotel, ni aspiraciones de desplegar una intensa vida social.
• Pasar la mayor parte del día en short, traje de baño y alpargatas. Esta clase de calzado es absolutamente indispensable para caminar sobre la arena hirviente.
• No gastar más de 2.500 pesos diarios por una pensión completa, y no toparse con tentaciones que propendan al despellejamiento del bolsillo.
Estos son los paraísos en donde esas raras avis pueden retozar a su antojo.
MAR DEL SUR — Cien años atrás, unas cuantas familias ricas pusieron el ojo en esa ancha playa, circunvalada de dunas, y entonces, en 1886, se construyó un hotel que podía competir con los más suntuosos de Mar del Plata. El hotel —Atlantic— está allí todavía, y levanta su perfil lánguido entre 260 chalets y un par de hosterías. Mar del Sur fue condenada a la soledad cuando se decidió archivar el proyecto de estirar hasta allí la línea ferroviaria que muere en Miramar, ubicada 19 kilómetros al Norte. Ese trayecto sólo es posible cumplirlo a través de un camino de tierra, de dificultoso tránsito, con lluvias más o menos copiosas. Quienes lo realizan pueden ver, a la vera de una estancia de la familia Dodero, los históricos durmientes que estaban destinados a tender la vía entre una y otra playa. Otro acceso es éste: por la ruta 2 hasta el Empalme San José (exactamente 60 kilómetros después de Mar del Plata), y después otros 18 kilómetros de camino de tierra. Desde Miramar, un servicio de micros cobra 75 pesos por el trayecto.
La capacidad hotelera es exigua —280 camas— y los precios de la pensión con comida nunca superan los 1.700 pesos por persona-día. Las mensualidades de los chalets que se alquilan oscilan entre los 40 mil y 70 mil pesos. Hay lugares en donde sólo ofrecen hospedaje y que cobran no más de 600 pesos diarios.
Los turistas que desechan otra compañía que no sea la de la Naturaleza, o que deseen pasar una productiva temporada de pesca, cuentan con dos sitios inefables y no muy distantes: Rocas Negras y El Remanso. Los que sientan necesidad de alternar y codearse con música de Los Beatles y la colección completa de Ray Conniff, disponen de la boíte del Rivas Hotel (luz negra y otras complicaciones elegantes), atendida por el propio dueño, Manuel Rivas (67), socio número 2 de la Asociación Argentina de Cocteleros. Desde su mostrador, atiborrado de trofeos, don Manuel no pierde ocasión para que los parroquianos saboreen su creación máxima, el coctel Un Millón de Dólares, por escasos 90 pesos.
—La visita al legendario Atlantic se hace poco menos que obligatoria. Habilitado recién en 1917, en su bitácora figuran huéspedes célebres: artistas, personalidades extranjeras arribadas de incógnito y políticos. En el destartalado piano que yace en el salón de estar, alguna vez el Príncipe Kalender aguzó su inspiración. La semana pasada, el gerente Agustín Cozar (70) se dejó arrastrar por la melancolía: "En fin, ya pasó la época en que los prospectos había que editarlos en inglés". Pero tanto a Cozar como a las 60 familias que componen la población estable de Mar del Sur les queda un orgullo: Jorge Méndez Peralta Ramos, biznieto del fundador de Mar del Plata, pasa allí su temporada de vacaciones.
SANTA CLARA DEL MAR — Es una planicie que se extiende a tres metros sobre el nivel de las aguas y que culmina a pico sobre la playa. Desde esos acantilados, y cuando la bruma nocturna no es muy espesa, las luces de Mar del Plata relampaguean en el horizonte. En ese momento, el turista tranquilo se diferencia de los demás en que no siente ninguna clase de estímulos.
Las playas son angostas, están separadas por espigones, y se extienden a lo largo de 3 kilómetros. Alguna vez, esas tierras pertenecieron a una estancia, cuyo casco se ha transformado en el único hotel de los alrededores: rodeado de frondosa arboleda, El Viejo Contrabandista tiene capacidad para 26 personas. "Se dice que aquí vivió el corsario inglés Peter Romson", explicó Jorge López Coustié (36), su propietario, convencido de que en la costa atlántica no hay otro remanso comparable a ése. Es posible gracias a la escasez de lugares para pernoctar: hay una hostería para 12 clientes, un motel con departamentos de dos ambientes y 44 camas, y algunos bungalows que se alquilan a razón de 3 mil pesos diarios. Los precios de los hospedajes, incluida la comida, no se remontan a más de 1.800 pesos por día. El villorrio de Santa Clara consta de unos mil habitantes. Se divierten en lo de mademoiselle Baruche, una francesa que regentea la más elegante confitería bailable de la zona (L'Hirondel).
Se halla a 120 kilómetros al Sur de villa Gesell, trayecto que se cubre sobre camino de tierra, fácil de anegarse si llueve. O sobre asfalto, desde Mar del Plata y por la ruta provincial Nº 11. Santa Clara está a 17 kilómetros al Norte de Mar del Plata.
MAR DE COBO — Sobre esa misma ruta provincial, habrá que andar otros 11 kilómetros y atravesar el puente del arroyo De los Cueros. Inmediatamente después se abre, hacia la derecha, un camino de 800 metros de recorrido y que desemboca en un hotel con cabida para 24 personas, frente mismo a la playa. Es el único hotel y se identifica con el nombre de la comarca; la pensión completa cuesta 1.500 pesos diarios. Ubicada 94 kilómetros al Sur de General Madariaga, también puede llegarse por el camino de la costa, de tierra.
Hay indicios de que Mar de Cobo puede llegar a igualar la fama de reducto aristocrático que ostenta Pinamar: por lo pronto, a falta de hoteles y de toda clase de atractivos civilizados, cada vez más chalets coronan las lomas que ciñen la playa. "Esta es una playa totalmente virgen —señaló Adela Ridegain (24), dueña de uno de esos chalets, durante una de sus habituales caminatas del atardecer—. Prácticamente no hay huellas humanas y los pájaros se comportan de una manera muy especial cuando descubren la presencia de una persona." Sus caminatas suelen ser interminables, y por eso no exageraba: se sabe que esas aves emigran cuando los turistas se entrometen en sus áreas, y Mar de Cobo es un hervidero de pájaros.
MAR CHIQUITA — Si, como dicen sus adictos, "es un verdadero paraíso terrenal", entonces habrá que reconocer que está flanqueada por arcángeles muy materialistas. Cuando un auto lleva recorridos 90 kilómetros desde General Madariaga, hacia el Sur, por la ruta 11, o 35 kilómetros subiendo desde Mar del Plata, se topa con el sendero que lleva a Mar Chiquita y, simultáneamente, con una señorita y un policía de tránsito (Mercedes Paz y Roberto Soulé, por ejemplo) que, en nombre del municipio local, exigen al conductor el pago de 100 pesos, tarifa que se cobra por vehículo que quiera tener acceso al balneario. De nada vale apelar a la inconstitucionaIidad de la ordenanza de la comuna de Mar Chiquita (señalada con el número 401), ya que los arcángeles permanecen inmutables y con el portafolio listo para embuchar el billete.
El pueblo se halla enclavado en el borde de la más profunda hendidura hecha por el Atlántico en la costa bonaerense, y que da lugar a la mal llamada laguna Mar Chiquita. El fenómeno topográfico acuerda al turista estas dos opciones: las tibias y salitrosas aguas de la laguna (un óvalo aplastado y zigzagueante, cuya extensión máxima es de 25 kilómetros), o las frías y agitadas del mar. En la laguna se concentra la mayoría de los bañistas y los yatchmen del Club Náutico, a bordo de medio centenar de embarcaciones. Se practican juegos acuáticos (esquí, slalom) y hay una rampa de saltos.
Unas 30 familias componen la población estable de Mar Chiquita, cuyo único hospedaje —la hostería El Refugio, con bungalows— puede albergar a 50 personas. El precio de la pensión completa, por día, es de 1.400 pesos. La semana pasada, varias colonias de acampantes empezaban a germinar en las riberas de la laguna.
VALERIA DEL MAR — Aledaña a Pinamar, cuya comunicación es posible por un camino costero de 6 kilómetros, no es extraño que se convierta en poco tiempo en una playa multitudinaria. Los veraneantes solitarios no ignoran que, si bien no hay vías férreas cerca, las rutas de acceso, desde Buenos Aires (a 400 kilómetros), son decididamente potables. Siempre sobre asfalto, se llega a través de la Nº 2, hasta Las Armas, y desde allí por la 74 (que pasa por General Madariaga) hasta Pinamar. De Las Armas a Pinamar hay 100 kilómetros justos de camino asfaltado.
El único alojamiento público es el edificio Valeria del Mar, de cuatro plantas, a 200 metros de la playa. Dotado de los principales requisitos del confort, dispone de 58 departamentos (de uno a tres ambientes) cuya tarifa de locación, que conviene concretar anticipadamente, va desde los 65 mil pesos a los 170 mil por mes. El edificio cuenta, en su planta baja, con una galería comercial en donde se han instalado negocios de comestibles y media docena de boutiques. En la confitería y restaurante del primer piso un almuerzo relativamente opíparo no puede costar más de 700 pesos; el precio da derecho a participar de bailes y guitarreadas.
Por otra parte, hay un pequeño restaurante de madera, en la playa, propiedad del catcher Benito Durante, miembro de la troupe de Karadagián, en donde se puede almorzar, sin muchas pretensiones, por 400 pesos. Durante es, además, concesionario de las sombrillas y carpas instaladas en la arena, y que alquila a razón de 7 mil y 15 mil pesos mensuales, respectivamente.
Aunque la playa de Valeria del Mar es realmente excepcional —un declive muy leve, acaso tan ancha como la de Necochea—, su encanto era secundario la semana pasada: los habitantes de la zona (un centenar de almas) y los primeros turistas estaban conmocionados por la aparición de un fantasma, la dama de negro, que empezó a rondar la costa, dé noche. Eliseo Valenti (31), un repartidor de leche, la vio —dice— y el escalofrío le duraba al día siguiente: "Era hermosísima, envuelta en tules; yo estaba en un médano y ella se paseaba, y después se desnudó, toda, toda, y se metió en el mar y no la vi salir". Otros testimonios coinciden con el de Valenti, pero hay quienes conectan el suceso con otro acontecimiento que sacudió la calma del balneario: a mediados de diciembre, un campamento de hippies se instaló en las inmediaciones.
SAN BERNARDO — Entre las dos puntas del cabo San Antonio, debajo del paréntesis que forma la bahía de Samborombón, corre una ancha franja de 55.kilómetros; prácticamente constituye una sola playa, la más larga del litoral marítimo argentino. El balneario San Bernardo está ubicado casi a mitad de ese segmento, en donde se alinean unos 15 pueblos de veraneo (San Clemente del Tuyú, Santa Teresita y Mar de Ajó, los más conocidos). Desde Buenos Airea, la ruta 11 permite el trayecto más corto, aun cuando no el más plácido, ya que obliga a recorrer más de 200 kilómetros de camino poceado. Más prudente es ir por la ruta 2 hasta Dolores, y allí torcer hacia la izquierda; otros 28 kilómetros sobre pavimento empalman con la ruta 11. En adelante (77 kilómetros más) el camino es consolidado, muy firme, o asfaltado. Habrá que desembocar en Mar de Ajó y subir luego unos 3 kilómetros.
Tiene las mismas ventajas que todos los balnearios de mar comprendidos entre San Clemente del Tuyú y Punta Médanos; una temperatura media ligeramente superior a la de las playas emplazadas más abajo, y la ayuda de una corriente cálida que llega del Norte y que entibia el agua.
Si se ha vuelto la zona más residencial del cabo San Antonio, se debe a las especiales características del paisaje, tachonado de cipreses lambertinos, que se alzan sobre ligeras ondulaciones del terreno. Esos dones desataron tal alud de turistas tranquilos, que la tranquilidad empieza a escasear. Hay siete hoteles (un total de 500 camas), tres de ellos de primera categoría (2.500 pesos la pensión completa); hay departamentos que se alquilan a partir de los 50 mil pesos mensuales, y chalets, hasta 140 mil.
Los residentes, decididos a convertir a San Bernardo en una próspera ciudad de veraneo, acaban de terminar la urbanización de 95 manzanas, en una franja rectangular ubicada frente a la costa y detrás de una protectora línea de médanos.
LA LUCILA — La mejor demostración de que San Bernardo empieza a disgustar a los veraneantes más ermitaños se da a escasos 3 kilómetros de allí, hacia el Norte, en un minúsculo páramo llamado La Lucila, que reúne todos los requisitos de beatitud que exigen los amigos de la soledad. Hay un solo hotel, y muy módico (300 pesos diarios el albergue), y apenas una decena de casas de alquiler (entre 60 mil y 80 mil pesos mensuales). El único restaurante —Ideal, frente al muelle de pescadores— ofrece un menú que no satisfaría a comensales ligeramente exquisitos; eso sí, se come por 350 pesos, con medio litro de vino.
El jueves pasado, Alberto Corral (23) y Esther Botta (20), una pareja de andariegos (estudiantes los dos, él canta, ella toca la guitarra) terminaron de almorzar y se enfrascaron en el estudio de la Hoja de Ruta Nº 31 del Automóvil Club Argentino (Accesos Balnearios), urgidos por un miedo que es común a todos los amantes del verano a solas. "La Lucila está demasiado cerca del ruido —dijo ella—; estamos haciendo un reconocimiento de la zona, porque debemos encontrar un lugar bien tranquilo, en donde Alberto pueda escribir su tesis para recibirse de abogado."
Pero esa búsqueda, en la que ahora están enrolados miles de turistas tranquilos, supone una paradoja nefasta: inevitablemente, cuando se encuentra un sitio por el estilo, se lo pierde al poco tiempo.
PRIMERA PLANA
2 de enero de 2009

Vamos al revistero


los arcángeles de Mar Chiquita-la playa de Mar de Cobo


tallista De Santis


Altieri y el carrier histórico