El año de la literatura argentina


Sebrelli - Sábato - Lynch

 

 

 

 

 

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Muy poca gente pudo aguantar las 700 páginas de Adán Buenosayres en 1948: quizá por juzgar que aquel "mamotreto olímpico" no pagaría el gasto, de pergeñar algún brulote ingenioso, la crítica argentina lo pasó por alto, lo miró por arriba del hombro. Sólo Julio Cortázar, en un ensayo publicado por la revista Realidad (Nº 14), estimó que la aparición de Adán era un acontecimiento excepcional en las letras argentinas. Los lectores no hicieron caso de esa voz en el desierto, y aquella novela, una de las mayores del siglo en lengua española, tardó 17 años en vender los tres mil ejemplares de su edición príncipe: todavía unos 280 siguen demorados en las librerías de Buenos Aires. Ese ya largo desentendimiento de Adán con el público argentino podía explicarse en 1948 por el vacío con que sus amigos de la generación "martinfierrista" cercaron a Marechal: por aquellos años, el poeta de Días como flechas (1926), de Odas para el hombre y la mujer (1929, primer premio municipal) y de El Centauro y Cinco Sonetos a Sophia (1941, primer premio nacional), había resuelto plegarse al peronismo y hasta no se avergonzó de publicar en la década del 50, algún réquiem en memoria de Eva Perón. Pero más que por ese avatar político, el fracaso de Adán respondía, también, a la voluntad de ruptura de su autor con la novela argentina considerada respetable, oficial: en vez de ponerse a reflexionar sobre las esencias nacionales, sobre las características del ser y el no ser de este país que dejaba perplejos a Ortega y Gasset y al Conde de Keyserling, Marechal incurrió en el atrevimiento de tolerar que sus personajes descendiesen hasta los infiernos porteños y padeciesen allí sus insignificantes, cotidianas desventuras. Seguramente previó que, en semejantes correteos, la manera de ser de los argentinos se revelaría por sí sola. Es justamente lo que pasó. No previó, en cambio, que ese acto de amistad con la Argentina real sería tomado como un desplante de mal gusto.
Forzado a callarse y a proscribirse, Marechal aprovechó su tiempo para elaborar una decena de obras teatrales y para trabajar, aislado en su casa de Once, en un Heptamerón que él describe como "siete días poéticos" (Nº 140). A la vez, encontró tiempo para componer su segunda novela, El banquete de Severo Arcángelo. Después de 17 años, se topará con lectores muy diferentes de los de Adán, y lo que es más, percibirá que su nuevo libro clausura el año más fecundo de la literatura argentina, el que más acercamiento registra entre autores y público. Las grandes editoriales lanzaron en 1965 un 20 por ciento más de libros de ficción y ensayos nacionales que en 1964; han vendido también un 40 por ciento más. Sudamericana; la empresa que cobijó las dos novelas de Marechal, no difundió, durante octubre de este año, ni un solo libro traducido: le ocurrió ese prodigio por primera vez en sus 26 años de historia. Otras dos editoriales jóvenes, Jorge Álvarez y Falbo, han desterrado casi por completo de sus catálogos a los autores no argentinos.

Primero, las explicaciones
Once años más joven que Marechal, autor de una novela que vendió veinte veces más que Adán Buenosayres, Ernesto Sábato, el padre de Sobre héroes y tumbas, supone que fue el lector, ante todo, quien provocó semejantes cambios en la dirección del viento literario. "En el público argentino —reflexionaba, la semana pasada— se ha despertado un interés casi ansioso por develar lo que podríamos llamar secreto de nuestra realidad. Se espera, y no siempre con razón, que sean los escritores quienes desenmascaren ese secreto."
A la primera novela de Sábato, El túnel, le aconteció una desventura parecida a la de Adán: cuando quiso publicarla, en 1949, fue rechazado con
entusiasmo por cinco editoriales. Por fin, decidió romper el cerco por cuenta propia: "Puse plata de mi bolsillo, unos 3.500 pesos, a cambio de lo cual Victoria Ocampo albergó el libro con el sello de Sur, su editorial". En compensación, Sobre héroes y tumbas distribuyó sus cinco ediciones bajo la protección de dos empresas (Fabril y Sudamericana) y hasta consumó el prodigio de ser ofrecida en algunos kioscos de revistas. Esa entrada triunfal del libro argentino en las costumbres del lector argentino arrancó a Sábato una explicación sociológica: "Hay una crisis universal ahora, pero en este país se vive una crisis a la segunda potencia, porque no habíamos terminado de consolidar nuestro carácter nacional cuando el mundo que le dio origen se vino abajo".
Como todos los auges, este boom del libro es también confuso: ¿se trata de una simple tormenta en la atmósfera, de una identificación gregaria con personajes que el cine o la televisión argentinos esbozaban precariamente, de un clima de madurez intelectual? Para Marta Lynch, que vio barrer de las librerías, en una semana, casi tres mil ejemplares de su novela 'Al vencedor', "el éxito empezó cuando los escritores resolvieron mirar dentro del país, en su entraña, en su herida y en su barro. Una sociedad conflictual como ésta —conjeturó— tiene que sentirse interpretada por autores como Sábato o Cortázar, que están a la altura de los europeos y pueden hacer un papel brillante en cualquier literatura de país desarrollado". Quizá por respeto a la perspicacia de ese público, descreyó de las relaciones públicas, aventuró que "un escritor puede promoverse mucho y no tener el menor éxito". Tal vez intentase ejemplificar cuando indicó que "Silvina Bullrich lleva el éxito dentro de sí, sería famosa aunque fuese partera". Pero se desdijo al reflexionar que, al fin de cuentas, las promociones personales tienen su razón de ser en este país "donde a las personas que hacen algo, se les cuelgan en seguida de los pies para hacerlas caer".
Quienes sospechen que una literatura femenina prosperó en el Río de la Plata después de 1955, cobijándose en la benignidad de los lectores, serán contradecidos por Marta Lynch con una frase tan eléctrica como sus gestos y sus ficciones: "Las mujeres tenemos éxito aquí porque escribimos admirablemente bien —imagina—. Y además, nuestro estilo carece de la suavidad que se atribuye a la literatura femenina. Los libros de Beatriz Guido o los míos podrían haber sido escritos perfectamente por hombres".
Beatriz Guido, que se anotició en Roma de la undécima edición de su novela 'El incendio y las vísperas', estuvo también de acuerdo en que estos nuevos viento obedecen a "una toma de conciencia por parte del escritor, al crecimiento de una generación que ronda los 30 años y que empezó a publicar sin resentimientos. Amparados en sus propias revistas literarias —habló—, no han tenido necesidad de ser titubeantes escritores que mendigaban con el librito bajo el brazo". Pero su opinión sobre el triunfo de las mujeres es menos optimista que la de Marta Lynch: "Ocurre que somos unas mantenidas —admitió—. Como la mujer no hace nada con su tiempo, su problemática es mucho más rica que la de los hombres. Mientras Leopoldo (el director de cine Leopoldo Torre Nilsson, su marido) está ocupado en el set, yo tengo las 24 horas del día para vagar y reflexionar. Me podrán decir que la mujer trabaja ahora a la par del hombre. Tal vez, pero eso no sucede entre las escritoras que conozco".
Ufano ante los 3 mil ejemplares vendidos por su última novela, Los muchos que no viven (en contraste con los 500, no del todo ubicados aún, de la primera —y sorprendente—, Sin embargo Juan vivía), el profesor de matemáticas Alberto Vanasco (40 años) arriesga una reflexión dubitativa: "Este boom obliga al escritor a dar más de lo que realmente puede: el caso de Sábato y de Silvina Bullrich son típicos, en el sentido de que tratan de responder a un público que espera de ellos lo que quizá no pueden darle". Lo positivo estaría, en cambio, en el estímulo desatado por el auge: "Obliga al escritor a tomarse en serio; yo dejé de escribir durante años, ahora el éxito de 'Los muchos' me carga de responsabilidad". La indagación de las causas conduce a Vanasco a la misma hipótesis de algunos de sus colegas, acerca de la "democratización" de la literatura argentina. Pero, con cierto descorazonamiento, no ve en el horizonte "a ningún novelista joven; todos tienen de 40 para arriba".

La segunda posibilidad
Mas recoleto, más dispuesto también a ocultarse en una isla del Tigre antes que afrontar los saltos al vacío de las mesas redondas, el ex periodista Rodolfo Walsh prefiere reflexionar sobre las consecuencias del gigantesco boom literario, no sobre los hechos que lo provocaron: "Todo este ruido —supuso— permite que los escritores se sientan más seguros, tomen conciencia de que ya no son unos pobres tipos sino seres capaces de modificar la realidad". Además, conjeturó, "el éxito transformó la mentalidad de los editores: ahora ellos piensan que el libro argentino es un buen negocio y se interesan por él".
Es, de nuevo, un método de reflexión opuesto al que siguió Juan José Sebreli, un epígono de Ezequiel Martínez Estrada que asistió perplejo, durante 1964 y 1965, al saqueo de las librerías donde se apilaba su 'Buenos Aires, vida cotidiana y alienación', un ensayo que agotó 40 mil ejemplares. Treinta años antes, su maestro quedó aplastado por las morosas ventas de 'Radiografía de la pampa', cuya primera edición tardó una década en esfumarse. Como Walsh, Sebreli abomina de la tumultuosa fama que acercan la televisión, las conferencias y las mesas redondas. Prefiere las explicaciones; "Si hay un boom —dijo— es porque hay una crisis político-social, y la gente se ve obligada a pensar en sí misma. En los períodos de paz, es posible dedicarse a las novelas policiales. No ahora. Por eso lo que se lee son obras sociales, ensayos o ficciones con intención social." No acaban allí las razones para él: "Somos un país capitalista —define—. Hace 20 años, la Argentina vivía una era artesanal y eso vale inclusive para la literatura. Nuestro ingreso en una era industrial permitió que la producción y el consumo de libros progresara hasta el mismo nivel. Claro que se trata de una industria pobre, como toda la industria argentina."

Respuestas para todo
Es pobre, ciertamente, si se compara con los 150 mil ejemplares que París devoró de 'La bâtarde', una novela de la maldita y casi desconocida Violette Leduc; con los tres millones que los Estados Unidos consumió de 'Lo que el viento se llevó', el nostálgico folletín sudista de Margaret Mitchell. Pero en los años de Adán Buenosayres, el impulso de las ventas de Don Segundo Sombra sonaba a milagroso, y sus 30 mil ejemplares vendidos a lo largo de 20 años crecían como una mítica, inalcanzable frontera.
Transformación de la Argentina, curiosidad del lector, fecundidad de los autores, pasión del editor: todos esos elementos de juicio parecen explicar esta repentina victoria del libro argentino en su propia tierra, y, sin embargo, quizá insinúan a medias la verdad. Que en 1965 se haya redescubierto al Comandante Prado y a su bellísima 'La guerra al malón', que Bernardo de Monteagudo agote de la noche a la mañana diez mil ejemplares de 'Mártir o libre', que las ficciones de Julio Cortázar sean discutidas hasta el amanecer en una mesa cualquiera de café por lectores que hasta una década atrás se contentaban con las escaramuzas policiales de John Dickson Carr, son síntomas de mutaciones más profundas en las letras argentinas.
Quizá la razón de estos estallidos esté, más que nada, en un cambio dentro de la condición social del escritor: hasta 1950, la aristocracia argentina monopolizaba la literatura y se preocupaba por la búsqueda de las esencias nacionales. Sus libros no dialogaban con el lector: descendían hacia él. Al pasar poco a poco a manos de una burguesía más urgida por reconocer la realidad que por explicarla, por transferir al lector sus banales preocupaciones cotidianas, se produjo, de un golpe, esa identificación entre creador y público que sigue haciendo la grandeza de Balzac o de Tolstoi. Las esencias, así, no fueron descubiertas: germinaron a través de ese simple acto de comunicación humana.
Ahora, al renunciar a su silencio de 17 años, Leopoldo Marechal quizá no haya cambiado. Pero la Argentina que él anticipó en Adán Buenosayres ya no es la misma: está preparada para comprenderlo.

1965 -Abelardo Castillo
Algo está ocurriendo en nuestra literatura; o, por lo menos, con relación a ella. Parto de este hecho, que me parece nítido. Las fundamentaciones histórico-sociológicas corren por cuenta del que lee. No es éste un ensayo, sino un apunte al vuelo, y, debo aclararlo, lo escriba respondiendo a unas preguntas de Primera Plana; no eligiendo el tema: ni los ejemplos. Vale decir, como quien contesta un reportaje. La cuestión concreta, pues, era si el hecho de que libros como "El incendio y las vísperas", de Beatriz Guido, o "Sobre héroes y tumbas", de Sábato —uno con diez reimpresiones, el otro con 50.000 ejemplares agotados— o el hecho, personal, de la más o menos relativa presencia de algún libro mío (entiéndase, de un autor de los llamados "jóvenes", de los que orillan los 30 años), son o no fenómenos significativos. Si sirven para indagar nuestra realidad literaria, o son meras anécdotas. Y si (comparativamente) la posibilidad de publicar un libro, para un escritor joven, es hoy menos remota o dramática que hace unos años; se me ha dicho, además, que haga hincapié en mi propia experiencia literaria. Bien. Ya se ve, sí, que "algo" pasa. Y si bien el fenómeno no es nuevo, parece que, por lo menos, hemos redescubierto, los argentinos, al escritor argentino. Se lo toma en serio. Lo cual, dicho sea de paso, no siempre es bueno; hay el peligro de que el propio literato caiga en la trampa de (como diría Sartre) tomarse, él mismo, demasiado en serio: caso Silvina Bullrich. Y equivoque difusión con talento; paralogismo, o idiotez que pone a los compiladores de la Guía Peuser en el mismo plano que a Kafka. De cualquier modo, parece haber una general tendencia a leer más (no sé si mejor) a los autores nacionales; el editor ya no cree que su ruina estaría directamente vinculada a la edición de argentinos; ni, el lector, que el Partenón del Aburrimiento es el viejo edificio de la SADE. (Aunque reconozco que la anterior imagen es defectuosa; el lector que opinara así, tendría, en algún sentido, razón.) No obstante, nuestra literatura ha conocido verdaderas épocas de esas que, en política, se denominan tersamente "de las vacas gordas". En tiempos de Boedo y "Claridad", Elías Castelnuovo llegó a editar sesenta mil ejemplares de un solo libro; Roberto Arlt, cincuenta mil. A Florencio Sánchez, mucho antes, una procesión lo llevó en andas por la calle Corrientes cuando no sé qué obtuso jurado le negó no recuerdo cuál premio. Lo de hoy, comparado con eso, parece un capitulo de Mark Twain. Pero bien; florecemos, de ahí empecé. Y entre las muchas causas que explican esto, elijo las más fáciles. La necesidad, en tanto país, de sentirnos nacionales, concretos, se manifiesta en el plano intelectual como una necesidad de tener cultura, fundamentos artísticos; hemos descubierto, con algún horror, que se nos juzga sub-desarrollados. ¿Subdesarroílados? ¡Ja! ¿Y el "Martín Fierro"? ¿Y Cortázar? ¿Y Sábato? Una pizca de fantasía febril hace el resto. Pero hemos comenzado a recibir, además, una imagen europea de nosotros mismos, justificada, y que nos justifica. Se traduce a los argentinos; incluso, a algunos jóvenes. Borges le pasa de refilón al Premio Nobel o gana el Prix des Editeurs; está, pues, a nivel de cualquier escritor moderno: de Francia a Cuba, lo reconocen un maestro de la prosa. Y eso, claro, implica que en el extranjero se quiera editar a otros argentinos, y que nosotros, por un mecanismo idéntico al que aún nos hace reverenciar lo europeo, nos gustemos un poco más, a través de ellos. Y hay lo que yo juzgo una cuestión de fondo: la inclusión real de una vasta juventud creadora, sin complejos de inferioridad pero sin ingenuas posturas "parricidas", en nuestras letras. Y acá ya no se trata de cuántos ejemplares venden (esa manía que nos ha dado, el best-sellerismo), sino de que, irrefutablemente, existen.
Y escriben. ¿Si nos es más sencillo publicar, hoy, de lo que pudo serle a las generaciones anteriores? No sé; en apariencia, sí. Nuevas editoriales, dirigidas también por hombres jóvenes (Álvarez, Hoy en la Cultura, Falbo, etcétera), facilitan quizá tas cosas. En cuanto a lo otro, a mi experiencia personal, no sé si vale. Yo comencé publicando en una editorial considerada (en ese tiempo) importante: Goyanarte; "Las Otras Puertas" había ganado un premio hispanoamericano, y fue el propio Goyanarte quien se ofreció a editarlo. Hoy me hablan de una nueva edición, que sería la cuarta; todo ocurrió un poco fuera de mí. Publicar "Israfel" en Losada, tampoco me costó demasiado: la obra venía con un primer premio internacional, desde París; el Fondo de las Artes apoyó la edición; Sábato y Beatriz Guido (mucho antes de conocer el premio) recomendaron a Gonzalo Losada el libro. Juzgado así, ser joven no parece un gran obstáculo: ni hace falta talento. Se puede ganar un premio, pedir un préstamo o tener amigos generosos, sin necesidad de ser genial. Serlo, claro, se juzga a otros niveles, y no garantiza ni impide la edición de libros.
Y finalmente: lo que de verdad me parece importante, para el autor joven, es la existencia de las revistas literarias. Ya no son "Sur" ni el rotograbado de "La Nación" quienes dictan la cultura, o imponen, o silencian, escritores. Nuestros cuentos y nuestros poemas salen a la calle; se leen (una revista como "El escarabajo de oro", con 5.000 ejemplares, se supone leída por 15.000 personas), y eso, y la profunda convicción de estar metidos hasta las cachas en la realidad, y el saber que los grandes temas universales ya no son patrimonio de los alemanes o los franceses, y la lección de quienes nos precedieron son, a mi modesto entender, lo que realmente "pasa" entre nosotros. 
[Abelardo Castillo.]

1940 -Bianco-
Primera Plana quiere que conteste a una serie de preguntas que pueden resumirse en la siguiente: ¿Cómo era la atmósfera literaria de la Argentina (o sólo de Buenos Aires) entre 1938 y 1945 y en qué se diferenciaba de la actual? Me pide, asimismo, que al responder cuente mi propia experiencia, como quien escribe un fragmento de sus memorias. No es sencillo.
Hacia 1938, creo yo, había llegado a imponerse en nuestras letras un criterio selectivo, desconocido entonces, un afán de actualizar la inteligencia argentina, de interesarla en los nuevos problemas estéticos y "sociológicos vigentes en el mundo, o en los eternos problemas de la filosofía. En ese sentido debemos agradecer la obra que llevó a cabo Eduardo Mallea desde las páginas literarias de La Nación. Mallea, que dirigía el suplemento, formaba parte del comité de redacción de Sur. Huelga decir que el suplemento de La Nación y Sur eran distintos. Un gran diario difiere necesariamente de una revista de minorías, fundada y sostenida por una sola persona, Victoria Ocampo, que sólo consulta sus gustos y los del grupo de amigos que la rodea. Su actitud —y no se vea en mis palabras la menor censura— hizo que Sur, en ocasiones, pudiera parecer desvinculada de la realidad inmediata del país. Sin embargo, había en Sur algo entrañablemente argentino: un tono moral ingenuo, simple. Patricio Canto lo hizo notar con acierto en el número que conmemoró los primeros diez años de la revista. "Las posiciones de Sur —dijo— tienen los firmes y generosos giros criollos de la Constitución Nacional".
El tono moral de Sur se había, acentuado cuando yo entré a trabajar en la redacción. Era durante la guerra civil española. Esta guerra que hoy parece tristemente olvidada, hasta por muchos españoles que a causa de ella buscaron refugio en América, tuvo algunas consecuencias en nuestro medio: ahondó las discrepancias políticas entre los escritores; además, motivó que se establecieran en el país varias editoriales de importancia.
Con excepción de España, siguieron apareciendo libros en el mundo; nuestras editoriales empezaron a traducirlos. Muchos jóvenes argentinos no bastante familiarizados con las lenguas extranjeras para leer a esos nuevos autores en su propio idioma, los leyeron en español; si se trataba de novelas, utilizaron sus procedimientos. Como el resto de Hispanoamérica, habíamos sido un país de poetas; después se habló de nosotros como de un "país de ensayistas"; ahora, estimulados por los concursos y los premios, quizá lleguemos a convertirnos en un país de novelistas. Conocemos el prestigio de la literatura de imaginación: basta un libro de cuentos imperfectos, basta una novela caótica, estrepitosa, para que un joven alcance el rango de artista genuino. Los editores son accesibles. El público, que empezó por comprar novelas, no le tiene ya miedo al libro nacional: ha vuelto a leer poesía, crítica. Y dentro de la crítica, con tal de divertirse, consume ensayos llamativos de política, psicoanálisis, sociología. "Tous les genres sont bons, hors le genre ennuyeux." (Voltaire).
Un criterio tan hedónico puede ser peligroso. Recordemos que el valor de un escritor se mide por los obstáculos que opone (bajo una corrección aparente) a ser leído. Las grandes novelas, pongo por caso, pueden ser apasionantes, pero rara vez divertidas en el sentido vulgar de la palabra; cuesta trabajo entrar en ellas, vencer esa resistencia que sólo es, después de todo, el legítimo derecho que ejerce el novelista de escoger sus amistades literarias y no entregarse a cualquier lector. Quiérase o no, el tedio es un elemento constitutivo de la obra de arte. Hay que desconfiar de los libros que "no hemos podido soltar hasta las tres de la mañana": a veces, al confesarlo, estamos declarando implícitamente que hubiéramos preferido dormir. [José Bianco]
PRIMERA PLANA
26 de octubre de 1965
Vamos al revistero

Vanasco


Bianco


Castillo