Vida Moderna
Mar del Plata come de prestado

 

 

 

 

 

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De pronto, a las puertas del verano, se tiende sobre Mar del Plata una decena de puentes rodantes. A cada minuto, desde Buenos Aires o Rosario, desde La Plata o Córdoba, camiones y ómnibus enfilan, su proa hacia el más importante centro turístico de la Argentina. El título obedece, más que a otra cosa, a ese tránsito: a mediados de febrero, Mar del Plata habrá asimilado el flujo más bravío, una marejada humana que duplicará, por dos meses, su población (estimada en 250 mil habitantes), y a la que se compromete en proporcionarle buen sol, los escalofríos de la ruleta, alojamiento y comida.
El operativo no es fácil, y los hoteleros y dueños de restaurantes desfallecerían si, al mismo tiempo que los ómnibus, no se pusieran en marcha convoyes de camiones y trenes. El estómago de la ciudad crece en verano, su gula también; los centros de producción alimentaria que rodean a Mar del Plata son insuficientes para abastecerla inclusive en invierno, tal vez porque la presencia de un activo puerto pesquero influye poco sobre el paladar de la ciudad, que olería a chuletas, tanto como Buenos Aires, si no fuera por los barridos de aire yodado.
"El marisco sigue constituyendo un espécimen pintoresco, algo para gustar de cuando en cuando", conjeturaba un cantinero del barrio portuario, y Jesús García de Andoain, propietario de La Taberna Baska, admitía que "de todos modos, los calamares escasean, son un plato exquisito reservado sólo a comensales pudientes". En seis meses, el precio del calamar se ha triplicado (la semana pasada costaba, en el muelle, 240 pesos el kilo), y la demanda decreció a mínimos antes no conocidos, decidiendo a los pescadores merluzeros —encargados de su caza— ceñirse a su faena especifica. "Casi un círculo vicioso; el verano está lleno de estos contrasentidos", se quejó el cantinero, mientras don Jesús, pesaroso, ensayaba una tesis: "El puerto sólo produce lo que le da jugo."
Sin embargo, no produce otro de los platos preferidos por la clientela: langostinos, "que se han mudado de Mar del Plata hace seis años y no han vuelto a venir". La demanda no parecía disminuir, a pesar de que debían ser importados desde Bahía Blanca y Rawson a razón de 400 pesos el kilo, aproximadamente, o desde Brasil, "un langostino muy lindo, más grande que el nuestro, pero menos sabroso", apuntó uno de los mozos de Don Fermín, en Parque Camet.
Obviamente, comer mariscos sigue siendo un signo de sofisticación: una paella regada con buen vino (entra 450 y 600 pesos) no consigue excitar una nueva vocación gastronómica; sigue siendo el corolario de una racha de suerte en el Casino o una excursión a extramuros de la rutina culinaria. A veces, el paseo empieza y termina en torno de un plato de cornalitos o, en la otra orilla, de una fuente de mejillones a la provenzal.
Una recorrida por los principales restaurantes marplatenses probó que la gente no se evade sino esporádicamente del viejo ritual; carnes y pastas; una fidelidad que inaugura, a partir de noviembre de cada año, el ronroneo de centenares de camiones, puestos en la ruta de una plácida digestión.

La vista gorda
En la Municipalidad de Mar del Plata consta que hasta hace un par de semanas, sus inspectores habían realizado 448 visitas, a las carnicerías de la ciudad para asegurarse "del normal expendio de la mercancía y el respeto a las vedas establecidas"; pero un alto funcionario comunal susurró a PRIMERA PLANA que "desde que empezó el problema de la carne, los activos sabuesos del gobierno de la provincia han ido desapareciendo misteriosamente, no bien pudo establecerse que ni abastecedores ni carniceros pueden ceñirse al precio oficial".
Una dependencia de la Secretaría de Salud Pública de la Municipalidad destinó catorce empleados y un equipo IBM para sistematizar el control de consumo de comestibles, establecer las necesidades y ajustar los topes. "Pero hasta ahora se ha preferido soslayar el problema de la carne, el más riscoso." En las subastas, el precio de la ternera se ubicaba entre los 50 y 52 pesos, "¿cómo la puedo vender al precio oficial de 71 pesos, si nos llega a 88 o 90?", se quejó un carnicero. Los comerciantes y los propios inspectores coincidían en que las listas de precios, cuya exhibición es obligatoria en los comercios minoristas, "representan una incongruencia más", un requisito aleatorio y gracioso. Emilio Zubirós, propietario de un mercado céntrico, admitió, socarronamente, que "menos mal que los inspectores se han quedado quietos; si se movieran, desde hace rato Mar del Plata sería una ciudad sin carne".
Su expendio se realiza a 35 pesos por encima del tope dictado por el gobierno, y en febrero -previenen los matarifes— a 45, o más. La desidia es aquí sinónimo de impotencia, y la proclividad a hacer la vista gorda en que incurren los agentes de la comuna y de la provincia obedece a una estrategia perpetrada desde los comandos de vigilancia de precios del gobierno: "Sabemos de un matarife que el sábado pasado entró 10 mil kilos de carne vacuna, clandestinamente, sin pagar el arancel municipal, y de mercados que la expenden los días lunes y martes, pero, ¡qué le vamos a hacer! Hecha la Ley A, hecha la trampa T", musitó un empleado de la Secretaría de Salud Pública, encogiéndose de hombros. Para los matarifes y carniceros, lo extraño es que las leyes y las trampas tengan una misma fuente.
En el restaurante El Rey del Bife (un consumo de 2 mil kilos de carne por semana, en verano), "este clima de anormalidad" decidió a su dueño, Juan Morales, a aguzar sus previsiones; ocho abastecedores surten cotidianamente su comercio, porque "si una vela se apaga, la otra queda encendida".
Quejoso, recordó que siete años atrás pagaba 28 pesos por si kilo de bifes y que en la actualidad el precio se evade por encima de los 150; y con acritud insistió en que "se debería permitir la venta de carne todos los días, como en Necochea, Balcarce o Rosario", tal vez porque en sus parrillas se cuece un prestigio folklórico Gastón Roelants, el atleta ganador de tres maratones en Sudamérica -la última en Mar del Plata, hace dos semanas—, pidió "posar para la posteridad" junto al churrasco que estaba ingiriendo y que le enviaran uno igual a Bélgica, su patria, "para mostrarlo".
La semana pasada, en cuatro rotiserías de la calle Rivadavia se anunciaban milanesas, listas para comer, a 280 pesos el kilo, y asado a 200, pero a los presuntos compradores se les informaba, de antemano, que "el cartelito es de la semana pasada", un indicio de que la demanda iba en aumento y, paralelamente, de que muchos turistas se decidirían por la frugalidad: morcillas y chorizos se vendían a 16 o 18 pesos cada uno, las empanadas de atún a 20, la pizza —adornada con mariscos— a 300.

El estómago alerta
Pero el transporte de alimentos y los problemas que emergen de él no se limitan sólo a la carne. Se calcula que 20 mil niños menores de doce años confluirán este año sobre Mar del Plata, justo cuando recrudece la carestía de la leche, La zona aledaña a la ciudad produce un 30 por ciento del cupo invernal, y no más del 15 por ciento de la que se ingiere en verano, por lo que durante todo el año circula un corredor de camiones-cisterna desde Tandil, Lezama y Guerrero; a veces, cuando el imperativo es mayor, desde Santa Fe. La ausencia de tambos en la periferia marplatense no desbarató el desarrollo de la industria láctea; contradictoriamente, las usinas de la ciudad pasterizan, con holgura, toda la leche que se consume.
Tampoco las granjas de los alrededores abastecen las necesidades de Mar del Plata, y menos durante la temporada estival. Esa es la principal razón por la que, en los mercaditos del centro, una cifra inquietante —290 pesos— se insertaba sobre la doble pechuga de pollos de escasos 800 gramos. Oficialmente, PRIMERA PLANA logró saber que 500 mil aves y 2 millones de docenas de huevos convergen anualmente en Mar del Plata desde el sur de Entre Ríos y los contornos de Luján, en la provincia de Buenos Aires.
La provisión de frutas es todavía más azarosa: Mar del Plata cubre apenas el 10 por ciento de las necesidades (el resto llega desde el Mercado de Abasto de Buenos Aires y desde Dolores, y su arribo a los puestos minoristas se logra a través de un proceso sinuoso, encaminado a sortear escollos impositivos, operando con consignatarios o preferentemente con los propios productores.
De todos modos, su comercialización está regida por imponderables: "En verano se vende siete veces más fruta que en invierno, pero las exigencias del minorista crecen en igual proporción", señaló Alejandro Orpianesi, síndico de la Cooperativa Frutícola.
Un intento de eliminar a los intermediarios parece satisfacer a los dirigentes de la Cooperativa de Horticultores. Aunque —como apuntó Ángel Moreno, su director gerente— "sería necesario un más estricto control municipal, ya que un 10 por ciento de las operaciones todavía se realizan por vía de los revendedores". Estimulados por un hecho singular (Mar del Plata se autoabastece de verduras y hortalizas), la Cooperativa, integrada por los productores, ofrece su mercancía a hoteles, restaurantes y minoristas, creando un libre juego de oferta y demanda, "sin esconder nada, como sucede con los fruteros". A lo largo de un año, los cooperativistas negociaron por valor de 43 millones y medio de pesos, una suma semejante a la comercializada por los horticultores independientes.
"Cuando las dificultades de aprovisionamiento inclinaron uno de los platillos de la balanza, optamos por desmantelar nuestros comedores", explicó un viejo hotelero marplatense. El desnivel se produjo a partir del momento en que el aluvión de turistas excedió la posibilidad de alimentarlos sin someterse a los zigzaguees de la especulación. "Porque la gente viene a Mar del Plata a comer; el Casino y la playa son atracciones subsidiarias." Y en tanto los hoteles Nogaró, Hermitage, Chateau Frontenac, Provincial y Royal suprimen sus salones comedores, o los convierten en restaurantes a la carta, o se acoplan directamente al régimen de sin comida, miles de turistas circulan por una tangente caída vez más frecuentada; desayuno y alojamiento en el hotel; comer, donde lo decida el cónclave que, dos veces por día, celebran el bolsillo y el estómago.
revista Primera Plana
26-01-1965
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