Memorias
por Leopoldo Marechal

 

 

 

 

 

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Tres meses atrás "Atlántida" reclamó su autobiografía a Leopoldo Marechal. El pedido se justificaba por la próxima publicación de su última novela, "Megafón o la guerra". Pero la casualidad transformó este artículo en la obra póstuma de uno de los mejores escritores argentinos del siglo, y convirtió ti sus "Memorias" en un documento invalorable. Marechal dejó inconclusas una obra teatral, "El Mesías", y una cuarta novela, "El empresario del caos".
Según el acta 1907 —tomo 4 A— de la sección 5ª, nací el 11 de junio de 1900 en la calle Humahuaca 464 de la ciudad de Buenos Aires, en pleno barrio de Almagro. El acta me dice hijo de don Alberto Marechal, uruguayo de Carmelo, y de doña Lorenza Beloqui, argentina y porteña. Da fe, de la misma manera, que mis abuelos paternos son Leopoldo Marechal y Mariana Garans, franceses, y mis abuelos maternos Juan Bautista Beloqui y María Ángela Mendiluce, vascos españoles. Según el Archivo Parroquial de la iglesia de Balvanera, libro 160, fue bautizado el 23 de febrero de 1901. Aprendí a leer y a escribir en una escuela particular de franceses en la calle Díaz Vélez, pero terminé el ciclo primario en el departamento de aplicación de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta. Fui buen alumno, sobre todo en matemáticas y ciencias naturales, pero mi fuerte era la composición. Recuerdo que una vez, en quinto grado, al leer mi escrito sobre 'Una tormenta', el maestro dejó caer su puño sobre el escritorio y dijo:

¡Este Marechal será un poeta!
Mi linaje americano comienza con mi abuelo paterno, que también se llamaba Leopoldo y a quien no conocí: murió tempranamente en Carmelo. Pero conocí su leyenda: había nacido en París y en el seno de la rica y orgullosa clase media de Francia; siendo aún un adolescente, sus ideas avanzadas lo llevaron a militar en La Comunne, fuerza revolucionaria que se instaló en París no bien los prusianos levantaron el sitio de la capital y se produjo la insurrección del 18 de marzo de 1871.
Naturalmente, mi abuelo se convirtió en la oveja negra de la familia; y cuando a fines del mismo año el gobierno de Thiers asedió a París con sus tropas de regulares, La Comunne llegó a su término y sus afiliados debieron enfrentarse con la persecución y el castigo. Mi abuelo decidió exiliarse en América del Sur, hasta que los acontecimientos franceses evolucionaran en favor de su vuelta: se instaló en el Carmelo, Uruguay, donde abrió una herrería y se dedicó al trabajo de los metales y a la lectura de los volúmenes de Economía Social que había traído a su destierro. El comunero de París aguardaba su regreso, sin sospechar que otras eran las figuras de su destino: en el Carmelo conoció a la mujer de su vida, se casó con ella y tuvo una prole numerosa. Me dejó como herencia el nombre, el apellido, el gusto por la lectura, algunas anécdotas y dos o tres canciones de la 'douce France'.
Con la muerte de mi abuelo, mi padre se trasladó a Buenos Aires en busca de nuevos horizontes; traía una vocación ferviente por la mecánica y un gran conocimiento de las técnicas de fundición, torno, soldadura y ajuste. Además traía su guitarra y su violín. Se casó con mi madre y fui el primer vástago de aquel matrimonio. De mi infancia sólo guardó recuerdos felices. Jamás me faltó nada: desde los utencillos domésticos hasta los juguetes más complicados, todo lo construía y lo perfeccionaba mi padre merced a su ingenio. Tuvimos patines, escopetas de aire comprimido, los 'diábolos' de moda y, también, manomóviles de doble engranaje. Recuerdo que cierta vez me llevó a presenciar uno de los primeros vuelos que realizó en Longchamps un aviador francés: voló unos metros a cuarenta de altura en un bleriot que parecía un barrilete. Al regresar a casa, mi padre y yo nos pusimos en el trabajo de construir un monoplano en miniatura. Nos faltó, sin embargo, el motor: mi padre intentó aplicarle la cuerda de un reloj de pared, pero resultó demasiado pesado. Terminó por concebir un mecanismo de gomas de honda retorcidas, que al desenrollarse moviera las hélices, ya mi entender nos consagramos así entre los primeros aeromodelistas. Mi padre murió en 1918, víctima de la gripe española: se hubiera curado si una exigencia patronal del aserradero donde trabajaba no lo hubiese obligado a salir prematuramente de su convalecencia. Entonces no existían leyes obreras.

Tal vez yo hubiera sido un buen técnico industrial.
Pero mi madre, que había intuido en mí una temprana inclinación hacia las Musas, no me hubiera inscripto en la Escuela Normal de Profesores. Cuando aprobé mi sexto grado, y preparado ya para continuar en el Curso Normal, tropecé con el inconveniente de que me faltaba un año para tener la edad reglamentaria de ingreso. Solicité entonces una habilitación de edad que se perdió en el laberinto de la burocracia. Frente al año vacante, una mañana salí a buscar trabajo, y lo hallé muy pronto en una fábrica de cortinas de la calle Lavalleja. Mis compañeros de trabajo eran muchachones de trece a dieciocho años. Nos pagaban muy poco: noventa centavos por día. Mis emociones y fatigas me identificaron enseguida con el pequeño 'Jack' de Afonso Duadet, que yo ya había leído en la Biblioteca Popular Alberti, de Villa Crespo. Pero también había leído Los Miserables, de Víctor Hugo, a cuya sombra la degradación económico-social de los muchachos que integraban el personal empezó a resultarme insoportable. Naturalmente, al mes organicé una huelga en demanda de mejores salarios. Para mi desgracia, una tarde mientras arengaba a los huelguistas en una ochava del establecimiento, me sorprendió el capataz y me dejó cesante, como cabecilla. Tenía entonces trece años. Regresé a mi casa sin trabajo y con el problema de conciencia de permanecer ocioso en el seno de una familia donde todos trabajaban duramente. Decidí entonces hacerme agricultor y cultivar el terreno de la esquina que lindaba con nuestra casa y nos pertenecía. Planté lechugas francesas, que tanto le gustaban a mi padre, cebollas y tomates. La cosecha fue excelente.
Al año siguiente, y con mis catorce años de reglamento, ingresé en la Escuela Normal: me vi allí entre un enjambre de muchachos vitales e inteligentes —Veronelli, Berdiales, Estrella Gutiérrez, Foglia, Fesquet—. Recuerdo sobre todo a Hugo Calzetti, el mayor de todos nosotros, que se hizo marxista militante, se convirtió después al cristianismo, escribió un Antimarx y murió en la mitad de su vida y de sus luchas. No podría olvidar tampoco a Gaspar Mortillaro, que nació con la revolución en las venas y figuró más tarde en muchos entreveros: lo encontré treinta y cinco años después en un tren, rumbo a Salta; finalmente supe que se había ido a Cuba, donde murió con la bomba puesta.

Me gustaba mucho el estudio. En mis horas libres leía con pasión.
Recuerdo que, ahorrándome los veinte centavos del tranvía, recorriendo de pie los trayectos de ida y vuelta desde Villa Crespo a la Escuela Normal, compré mis primeros libros usados, entre ellos Azul, de Rubén Darío. El ingreso al curso normal me dio acceso a la biblioteca de la Escuela, donde descubrí a Hamlet, traducido por Moratín, y su lectura fue para mí como una gran ventana que se abría delante de mis ojos. También me gustaban los deportes: integré con mis compañeros de barrio los equipos de fútbol de vereda o potrero. Yo entonces era hincha de Alumni.
Desde los primeros años solía pasar mis vacaciones en el partido de Maipú, donde mi tío Francisco Mujica y su mujer fueron ganaderos y acopiadores de frutos. Tempranamente me familiaricé con los hombres y las cosas del sur. Ellos transitarían mis poemas en forma obsesionante. Como los chicos de campo no sabían mi nombre, concluyeron por llamarme Buenos Aires. Y tal el origen del apellido Buenosayres que di a los protagonistas de mi novela.
Al graduarme de maestro comencé a trabajar en la escuela Juan B. Peña, del Consejo Escolar XI, ubicada en la calle Trelles 938: allí ejercí la docencia primaria durante veinte años. Al mismo tiempo escribí mis poemas iniciales, que publicó don Manuel Gleizer, editor de barrio, con el título de Los Aguiluchos. Es un libro de inspiración victorhuguiana que nunca incluyo en mi bibliografía: pertenece a mi prehistoria y no a mi historia literaria, como lo dijo cierta vez Alfonso Reyes. No había superado todavía las esferas locales cuando un acontecimiento me vinculó a los artistas plásticos. Por intermedio de José Amalzi, un pintor del círculo de Spilimbergo, entré por primera vez en el taller que el escultor José Fioravanti tenía entonces en la calle Corrientes. Allí trabé amistad con casi todo el mundo plástico de la época hasta que, en circunstancias que no recuerdo, me vi de pronto como integrante del elenco de la revista Proa, que dirigían Ricardo Güiraldes, Jorge Luis Borges, Pablo Rojas Paz y Alfredo Brandan Caraffa. En uno de sus números publiqué un 'Ditirambo a la noche', que anunciaba ya mi conversión a la vanguardia poética.
Casi enseguida me enrole en el grupo que decidió imprimir a la revista Martín Fierro un ritmo verdaderamente revolucionario, identificado por una pujante voluntad renovadora y un imperativo urgente de poner al día nuestras letras y nuestras artes.

El factor desencadenante del cambio es muy significativo.
Los pintores Xul Solar y Emilio Pettoruti, que acababan de llegar de Europa, expusieron sus cuadros en la galería Witcomb, con gran escándalo de crítica; los plásticos de retaguardia realizaron, para burlarse de aquélla, una muestra paródica, que constituyó para nosotros un llamado a la guerra. Una noche nos reunimos en casa de Evar Méndez los futuros soldados: Macedonio Fernández, Ricardo Güiraldes, Oliverio Girondo, Borges, el pintor uruguayo Figari, Xul Solar, Francisco Luis Bernárdez y algunos otros. De esa cita nació la decisión de iniciar la segunda etapa de 'Martín Fierro', la única que en realidad tuvo significación histórica.
La época de Lugones fue sólo preparatoria de los hechos que vendrían. La última, en cambio, fue un movimiento vital más que literario, un sincero intento de restituirle al arte su frescura, su espontaneidad y su derecho eterno al cambio y a la manifestación de otras posibilidades creadoras. Eso nos obligaba a reuniones frecuentes, a cenas de camaradería, a la recepción de personajes que llegaban de afuera, es decir, nos impulsaba a la vida literaria y a sus experiencias más que a la creación. Por las tardes nos reuníamos en el Richmond de la calle Florida, y por las noches en el sótano del Royal Keller en la esquina de Esmeralda y Comentes, donde Raúl Scalabrini Ortiz descubrió a su hombre que está soIo y espera. Realizábamos también exploraciones en los barrios y razzias punitivas, en una de las cuales Carlos de la Púa se dedicó una noche a arrancar en la calle Corrientes las chapas de los dentistas y las parteras. De esta gloriosa época es mi polémica con Lugones acerca del verso libre: él escribía sus alegatos en La Nación; yo le replicaba desde Martín Fierro. El Cordobés nunca me perdonó mis condiciones de polemista y mucho menos la parodia de su poema El Fuego escrita por mí y publicada también en nuestra revista. De los mismos años es el famoso debate sobre el meridiano intelectual de Hispanoamérica, que provocó Guillermo de la Torre con su artículo publicado en la Gaceta Literaria de Madrid, en el que proponía que la capital española fuera el meridiano intelectual de la América hispánica. Nuestra reacción fue inmediata: hubo réplicas indignadas, violentas, humorísticas.

Tuvimos también momentos felices.
Como el de la inauguración de la sede de Martín Fierro en un segundo piso de Florida y Tucumán. Aquella noche los martinfierristas cambiaron el ritmo de la ciudad: Evar Méndez y yo, entre otros, llevando a Norah Lange en una silla confiscada a un café, descendimos al sótano del Tortoni, sede —a nuestro juicio— de todo el pasatismo local; Oliverio Girondo se puso a dirigir el tránsito en la esquina de Callao y Corrientes; Francisco Luis Bernárdez, con un editorial injurioso para los oyentes, disolvió la Revista Oral que el poeta de Arequipa, Alberto Hidalgo, dirigía en el Royal Keller. Y todo al ritmo de los compases del himno de Martín Fierro, que compuso Oliverio sobre la música de La donna é mobile:
Un automóvil, dos automóviles, 
tres automóviles, cuatro automóviles, 
cinco automóviles, seis automóviles, 
siete automóviles 
y un autobús.
Un éxodo repentino minó toda la redacción; se fueron a Europa: Ricardo Güiraldes (tras el éxito formidable de Don Segundo Sombra), Oliverio Girondo, Sergio Piñero, Francisco Luis Bernárdez... y, un poco más tarde, yo. Fue mi primer viaje a Europa. Llevaba tres misiones: visitar a Ramón Gómez de la Serna, trabar relación con los compañeros de la Gaceta Literaria y conocer a Ortega y Gasset y a su corte de la Revista de Occidente. Todo ello, lógicamente, en Madrid. Lo que me urgía en el fondo era llegar a París, donde Paco Bernárdez me esperaba con una barra de porteños farristas. Lo encontré en el hotel 'Des aviateurs', donde vivía, en la puerta de Versailles. Durante algún tiempo nuestros planes fueron los de levantarse a las seis de la tarde; desayunar, cenar y bailar en el costoso Hermitage; tomar copas en El Garrón, famoso cabaret argentino donde actuaba entonces el dúo Mandarino-Todarelli, dos cantores tanguísticos del Abasto; almorzar a mediodía en Poccardi y regresar al hotel de los aviadores (llamado así, no por su proximidad con el aeródromo de Le Bourget, sino por la facilidad con que sus huéspedes tomaban el vuelo sin pagar). Naturalmente, con ese tren de vida no había plata que alcanzase: Bernárdez y yo, casi al borde de la ruina, nos separamos de la barra y buscamos en Montparnasse una existencia más económica. Por intermedio de José Fioravanti conocí al París de mis artistas; fui al Louvre, al museo Guimet, a la catedral de Chartres, estuve con Picasso y Unamuno en La Rotonde, trabé relación con los escultores españoles Mateo y Gargallo. Conocí a los argentinos del grupo de París: a Horacio Butler y Héctor Basaldúa, a Antonio Berni y a Spilimbergo. Mi relación con Suzanne Krawitz, propietaria de la librería L'Esthetique, me puso en contacto con los superrealistas franceses.

En seguida, las experiencias se multiplicaron.
Las exposiciones de vanguardia, los bailes 'mas-qués' de la Horde de Montparnesse, el arribo de Jacbbo Fijman y de Antonio Vallejo... Volví a Buenos Aires, poco después, en un barco alemán para reincorporarme a mi escuela (donde se me había iniciado un expediente por abandono de cargo) y al grupo Martín Fierro, que iniciaba entonces su etapa final. Para reunir fondos que necesitaba para mi segundo viaje a Europa acepté también la invitación que me hizo don Alberto Gerchunof para que integrase la redacción del diario El Mundo, donde me consagré con dos éxitos memorables: enterré al rey Jorge V, que agonizaba esa noche, y le prolongué la vida por quince años más; y escribí la necrológica de Alberto Haynes, fundador de la empresa, con tantas figuras de retórica que lo convertí en un héroe, lo que hizo llorar al director sobre las mismas pruebas de galera. Durante este tiempo se había dado en mí lo que llamaré un primer llamada al orden, que me hacía transitar desde el vanguardismo de 'Días como flechas' a las 'Odas para el Hombre y la Mujer', que preparaba entonces.

Cuando emprendí mi segundo viaje a Europa...
mis compañeros de redacción me despidieron con una fiesta en un colmao que duró toda la noche. Llegado a París, me instalé en Montparnasse y me encontré con el grupo argentino de plásticos que, ahora, se reforzaba con Aquiles Badi, Raquel Forner, Juan del Prete, Alberto Morera, Víctor Pizarro y Ricardo Musso. El muchacho del Hotel des Aviateurs había dado paso en mí a un hombre que ya escuchaba el segundo llamado al orden, que traía en mente un Adán Buenosayres cuya realización debía ser paralela a la realización espiritual de su autor. Releía, entonces, las epopeyas clásicas y estudiaba las líneas filosóficas Platón-San Agustín y Aristóteles-Santo Tomás de Aquino, todo lo cual influyó en las planificaciones de Adán Buenosayres que yo creaba paralelamente.
Tentado por la primavera, con el escultor Alfredo Bigatti hice un paseo por Bélgica y Holanda. Cuando regresé a París me encontré con una buena noticia: algunos cablegramas me anunciaban que mis Odas para el Hombre y la Mujer habían obtenido el primer premio en el concurso municipal de Buenos Aires. Luego de un paradisíaco veraneo en Sanary sur Mer, un pueblito del Mediterráneo, Morera y yo decidimos hacer un viaje a Italia: Niza, San Remo, Genova, Pisa, Roma, Florencia... Durante un mes me dediqué a buscar las huellas de Dante Alighieri (desde hacía un tiempo yo venía desconfiando del sentido liberal de sus obras, tan caro a la crítica positivista, y adivinaba un sentido trascendental en ellas). A principios de 1931 regresé a Buenos Aires y a mis ocupaciones docentes. Los dos primeros capítulos de mi novela, escritos en París, me parecieron de una puerilidad alarmante. Abandoné entonces el proyecto y volví a la poesía con Poemas Australes y Laberinto de Amor.

Mi tercer llamado al orden estaba próximo.
En mi escuela de la calle Trelles recibí un llamado telefónico de Bernárdez: acababa de sufrir una omóptisis y reclamaba mi presencia. Corrí a la pensión donde vivía y lo encontré contrito y trastornado. A partir de ese momento se desencadenó la crisis espiritual que ya maduraba en mí desde mi último viaje a Europa: volví a las prácticas de la Iglesia y me incorporé a otro grupo intelectual que también ha dejado historia en Buenos Aires, el de los Cursos de Cultura Católica en los que poníamos en estudio y práctica los tesoros intelectuales de la Iglesia universal, en la filosofía, la ciencia y el arte, olvidados por ella en los mecánicos ejercicios de la caridad. Fueron mis compañeros: Bernárdez, Fijman, Mario Pinto, Marcelo Sánchez Sorondo, Hipólito J. Paz, Juan Carlos Goyeneche, Mario Amadeo, Felipe Yofre, Ballester Peña, Máximo Etchecopar.
Por aquellos días contraje mi primer matrimonio y entré, como todos, en lo que describí luego como 'la ratonera de la Vida Ordinaria'. De aquella ratonera sólo conseguía escaparme por las Musas, ni el poco tiempo que podía robarle a esa necesaria vulgaridad de tener que ganarse la vida. Fruto de este tiempo fueron los Sonetos a Sophia y El Centuaro, publicados en La Nación y luego recogidos en las ediciones de Sol y Luna. También publiqué los dos tiempos de mi Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza. Obtuve el tercer premio nacional de poesía y luego el primero, como si todo entrara en la ratonera de la Vida Ordinaria. El cerco se rompió cuando mi mujer, habiendo contraído una enfermedad incurable, agonizó durante dos días hasta su muerte. Un poco antes, en 1943, Gustavo Martínez Zuviría, ministro de la revolución, me ofreció el cargo de presidente del Consejo General de Educación de la provincia de Santa Fe, de la cual era interventor su cuñado, el ingeniero Arguelles. Durante un año trabajé allá con el beneplácito de las gentes y pude medir, también, la intensidad revolucionaria de la obra que el entonces coronel Perón estaba realizando en las clases populares, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. Tras un año intenso debí abandonar Santa Fe, llamado por Ignacio B. Anzoátegui, que me invitaba a sus trabajos de la Secretaría Nacional de Cultura, recientemente creada. Y llegué así al 17 de octubre de 1945.

Recuerdo que era muy de mañana y yo acababa de ponerle a mi mujer una inyección de morfina.
El coronel Perón había sido traído ya desde Martín García. De pronto, me llegó un rumor como de multitudes que avanzaban gritando y cantando por la calle Rivadavia: el rumor fue creciendo y agigantándose, hasta que reconocí primero la música de una canción popular, y enseguida la letra. Me vestí, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Era la Argentina invisible que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas. Desde aquellas horas me hice peronista. Decidí entonces, con mis hechos y palabras, declarar públicamente mi adhesión al movimiento, y respaldarla con mi prestigio intelectual, que ya era mucho en el país. Resuelto Perón a llegar al poder sólo mediante el sufragio popular, fue necesario trabajar en pro de su candidatura: formé parte del Comité Pro Candidatura del Coronel Perón, con Arturo Cancela, José María Castiñeira de Dios e Hipólito J. Paz. La campaña se realizó pobremente: inscripciones con carbonilla en las paredes, concentraciones, algunos espacios en la radio para los cuales escribí cerca de veinte monólogos humorísticos.
El diluvio de votos nos llevó al poder. Sin embargo, no hubo ningún cambio en mi posición: mi carrera docente me había llevado a la Dirección General de Cultura, cargo en el que me confirmó el nuevo gobierno. Cuando esa Dirección se transformó en Secretaría, nombraron a otro más político e influyente que yo, y me dieron una Dirección de Enseñanza Superior y Artística. Más adelante me cercenaron lo de Enseñanza Superior y me dejaron lo de Artística, pequeña repartición muy de mi gusto. Cumplido mi deber revolucionario, lo que me interesaba era volver a mi realización personal en lo humano y lo artístico. Tras la muerte de mi mujer, yo salía de un infierno y regresaba poderosamente a la vida: retomé mi cien veces postergado Adán Buenosayres, lo rehice casi todo y le di fin.

Entonces conocí a Elbia Rosbaco.
En su vocación poética y amorosa, desde su Liceo de Señoritas primero, y luego en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario, me había seguido en mis obras, recortado mis poemas de La Nación y trascripto mis versos en sus carpetas escolares. Una mañana la recibí en mi despacho del Palais de Glace: me leyó sus poemas y me pidió consejo. De nuestra intimidad poética nació el amor: nos comprometimos y nos casamos. Pero antes de casarnos yo debía realizar mi tercer viaje a Europa, esta vez oficialmente y en compañía del profesor Jorge Arizaga, secretario de Educación. Pude así reanudar mis viejas relaciones con los poetas de España; en la Universidad de Madrid expuse mis experiencias sobre la metafísica de lo bello, frecuenté a Dámaso Alonso, a Aleixandre, Gerardo Diego, Rosales, los dos Panero. Nuestra misión nos llevó después a Ginebra y a Roma, en cuya universidad expuse mis ideas acerca de la cultura y su promoción en un régimen de masas. Lógicamente, como un intermedio a esa segunda parte del viaje, hicimos en París una escala de cuarenta y ocho horas. De Roma volvimos a España, donde en un viaje por las provincias vascongadas sufrimos un accidente: para evitar a un ciclista, cerca de Torquemada, nuestro chofer desvió su vehículo y nos estrellamos contra un roble de Castilla.

Me dieron treinta puntadas en la cabeza y permanecí quince días en el hospital de Valencia.
Tras mi curación regresé a Buenos Aires. A mi vuelta conocí las reacciones adversas y favorables que la aparición de Adán Buenosayres habían suscitado en las 'cotteries' locales. Salvo algún brulote sin gracia, una consigna de silencio pareció gravitar sobre mi novela, lo que no impidió que durante quince años, en nuestro país y en los demás de habla castellana, se abriese un camino subterráneo que salió a la superficie tres lustros después. Entre tanto, me casé con Elbia y compuse mi 'Canto a San Martín', un oratorio al que le puso música Julio Perceval, e inicié mis creaciones teatrales con Antígona Vélez y con una adaptación de la Electra de Sófocles. Antígona se estrenó en el teatro Cervantes el 25 de mayo de 1951, en condiciones precarias de tiempo, ensayos y escenografía. Mi segunda obra teatral, Las Tres Caras de Venus, fue estrenada por Antonio Cunill Cabanellas en el teatro universitario de la Facultad de Derecho. Se destacaron en ella Duilio Marzio, Pepe Soriano y otros que después triunfarían como profesionales de las tablas. La seducción del teatro me llevó a escribir una serie de obras aún no estrenadas ni publicadas, con excepción de La Batalla de José Luna, que Jorge Petraglia montó en el teatro Alvear. Luego pasó el tiempo y la vida, o los trabajos y los días, como dijo Hesíodo. Llegó así el año 1955 y la contrarrevolución que se produjo en esa fecha y que dio fin a lo que llamaré primera encarnación del peronismo.
Como a otros compañeros, no me tomó de sorpresa: era una contrarrevolución a una revolución que no se había defendido. El último acto importante que me tocó realizar en la función pública fue el de presidir, como delegado del Ministerio, el traslado de los restos del general Urquiza desde su primer ataúd al segundo. Luego renuncié a mis cargos en el Ministerio de Educación. Por fortuna, yo estaba en condiciones de jubilación, e inicié los trámites, que fueron largos y habrían sido difíciles si el poeta Fernando Alonso no hubiese intervenido en mis gestiones. Entre tanto vivimos gracias al sueldo de Elbia y a las colaboraciones que otro amigo, Julio César Ibáñez, me encargó para un diccionario. Casi desde mi caída, empecé a sentir el gran vacío que se fabricaba en torno de mí.
Entonces Elbia y yo tomamos una decisión tan heroica como alegre: encerrarnos en nuestra casa y practicar un robinsonismo amoroso, literario y metafísico.

Durante una década sólo me visitaron cuatro fieles de la amistad:
José María Castiñeiras de Dios, Antonio Barceló y su mujer Alida, Rafael Squirru y Fernando Demaría.
Elbia trabajaba en sus poemas; yo, en muchas cosas a la vez: tomé, retomé y abandoné mil veces El Banquete de Severo Arcángelo; trabajé en los siete días poéticos del Heptamerón; escribí El Mesías, una tragicomedia sobre la Pasión de Jesucristo, y los trabajos del Cuaderno de Navegación, uno de los cuales, la Autopsia de Creso, publicaron los jóvenes escritores de Barrilete. Carlos A. Velazco, en una tentativa editorial, publicó mis dos piezas de teatro ya estrenadas y aún inéditas, Antígona Vélez y Las Tres Caras de Venus, amén de una edición corregida y aumentada de Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza. Estas publicaciones iniciaban la intervención que las nuevas generaciones tuvieron en mi retorno a la luz pública. Un día recibí la visita de un desconocido para mí, Horacio Achával, el cual, en el nombre del profesor Spivacow, me propuso lanzar una segunda edición de Adán Buenosayres en Eudeba. Le respondí que una parte de la primera dormía en los depósitos de Editorial Sudamericana y que, por contrato, no podía yo autorizar una segunda sin consultar con mi viejo editor López Llausás.
Así lo hice: un recuento reveló que aún quedaban setecientos ejemplares, y López Llausás se resistió a una segunda edición. Le dije, entonces, que iba a entregarle a Spivacow mi segunda novela. López Llausás reaccionó al punto: ¡Ah, no —exclamó-—, ésa también la vamos a publicar nosotros! Entregué los originales de El banquete de Severo Arcángelo. Se publicó y fue un verdadero boom; y, como buen hermano menor, arrastró en sus ondas a ese júnior desdichado que fue Adán Buenosayres. Tomás Eloy Martínez, a quien aún no conocía, escribió la primera nota crítica en Primera Plana, que también publicó mi retrato en su tapa. Un martes a la tarde, y en la calle Florida, tuve la emoción de ver cómo mi efigie andaba en las axilas de sus conciudadanos.

En seguida comencé a trabajar en Megafón o La Guerra...
En el Introito a Megafón, con que se inicia la novela y es un prefacio narrativo, se adelantan las características del héroe y las circunstancias que lo llevaron a , la guerra. En realidad, Megafón es el apodo que recibió él en su juventud cuando anunciaba los combates del Boxing Club de Villa Crespo con un megáfono gigante. Se lo conoce también como el Autodidacto de Villa Crespo, en razón de su origen, su vocación y sus aprendizajes que lo llevaron a planificar las Dos Batallas. El propio Megafón las designa con los nombres de Batalla Terrestre y Batalla Celeste, que se darán en un paralelismo necesario: la segunda (y la más importante), merced a su complejidad, le ha valido a Megafón su tercer apelativo, el Oscuro de Flores, Oscuro por su hermenéutica, y de Flores porque en ese barrio, donde vive con su mujer Patricia Bell, ha instalado Megafón el cuartel general de sus operaciones bélicas. Antes de iniciar la lucha, el Autodidacto demuestra que su guerra es justa porque es necesaria y es necesaria en razón de los desequilibrios humanos que aflijen a la ciudad, al país y al mundo, y que hay que volver a equilibrar por el combate hasta restablecer una paz o armonía que se dará como una fruta de la guerra.

Megafón ha identificado a los responsables de tal desequilibrio.
Y luchará contra ellos en operaciones de comandos o escaramuzas que se resolverán en asaltos a sus conciencias y en las cuales el Autodidacto ha de usar todos los recursos del drama, el humorismo y la poesía que va dictándole su imaginación. Claro está que los responsables, analizados en sus conos de luz y en sus conos de sombra, desnudan ante los combatientes palabras y actitudes que dan a menudo la sensación de estados infernales. Con todo, Megafón o la guerra nada tiene de panfletario ni tampoco es una obra de tesis, ya que sus materias vivas, de fácil identificación, han sido transmutadas en materias del arte y se ofrecen al trabajo del arte con el fin de lograr una obra de arte, que tal debe ser la novela, la poesía o el drama. Es así como sus personajes asaltados, el Gran Oligarca, el general González Cabezón o el financista Salsamendi Leuman, entre otros, figuran con el patetismo entero de sus gracias y de sus desgracias. Así es en lo que atañe a la Batalla Terrestre.
La Batalla Celeste de Megafón, que va tejiéndose con la otra, gira en torno de Lucía Febrero, la Novia Olvidada o la Mujer sin Cabeza, un personaje de arrabal cuyo primer atisbo adelanté ya en mi sainete La Batalla de José Luna. Vuelvo a retomar con ella la noción y el deseo de la mujer simbólica en que muchas tradiciones personifican a la Amorosa Madonna Intelligentza o al Intelecto de Amor, y que yo mismo di a entender en la Solveig de Adán Buenosayres. Lucía Febrero, a quien hago morir en mi sainete, ha resucitado (¿no es acaso eterna?) y sus misteriosas reapariciones en Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires son comunicadas al cuartel general por los agentes de Megafón, y dan lugar a su búsqueda en operativos que fracasan, algunos tan ridículos como el que se desarrolla en Lomas de Zamora y en la torre del Falso Alquimista. Pero el último informe de los agentes ubicó a la Novia Olvidada en el Caracol de Venus, lenocinio gigante que un promotor griego llamado Tifoneades instaló en la desembocadura de los ríos Lujan y Sarmiento. Se realiza el asalto al Caracol; los diez integrantes del comando recorren los cinco ambientes tenebrosos del Caracol o la Espiral de Tifoneades; y en su cámara central, Megafón se encuentra por fin con la verdadera Lucía Febrero. En castigo de su audacia, Megafón es asesinado allí mismo por los gorilas de Tifoneades; el carnicero Trimarco descuartiza el cadáver y dispersa sus fragmentos en distintos lugares de la ciudad. En la última rapsodia (el libro tiene diez) Patricia Bell organiza la búsqueda de los fragmentos de su marido y los restituye a su perdida unidad.
Las dos últimas sagas de la novela describen la muerte por amor de Patricia Bell y la muerte autoorganizada de Samuel Tessler, el filósofo villacrespino, que actúa en Adán Buenosayres y que Megafón ha rescatado del instituto de la calle Vieytes para incorporarlo a sus Dos Batallas. Faltaría decir que los escenarios de la guerra megafoniana y sus combatientes son argentinos y casi todos populares.
Revista Atlántida
agosto 1970

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