Julián Aguirre
Fundador de la música argentina

 

 

 

 

 

 

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El próximo domingo 28 de enero se cumplirán cien años del nacimiento en Buenos Aires, en el solar de Chacabuco 70, de quien sería el fundador de la música argentina: Julián Aguirre. En el libro de bautismos número 10 del año 1868, de la parroquia de San Ignacio —Bolívar y Alsina—, consta la aplicación de los óleos, el 3 de febrero, a Julián Antonio Tomás, hijo del vasco Juan José y de la argentina, de Origen vascuence, María L, Díaz Elizalde.
Desde los 5 años hasta los 18, Julián vivió en España con sus padres. En Madrid formalizó sus estudios generales y los de música, en el Real Conservatorio, donde le enseñó composición el propio director del instituto, nada menos que Don Pascual Juan Emilio Arrieta y Correra (a quien es posible que se recuerde, más sencillamente, como Arrieta, el autor de la zarzuela Marina). Otro retumbante dómine, Don Manuel de la Mata, "Caballero de la Real y Distinguida Orden de Carlos III y Secretario Contador de la Escuela Nacional de Música y Declamación", certifica en 1885 que "según resulta de los libros de la secretaría a mi cargo, Don Julián Aguirre y Díaz, alumno de esta Escuela, obtuvo la nota de sobresaliente en sexto año de piano".
En 1886, tras breve tránsito por Francia, los Aguirre vuelven a la Argentina, se instalan por corto tiempo en Rosario y anclan por fin, definitivamente, en Buenos Aires. Sabedor de su creciente prestigio, Bartolomé Mitre, invita al joven músico a una de sus tertulias de los domingos en el caserón de la calle San Martín. Pero cuando llega el momento de que el instrumentista se siente al piano, hay una resistencia: "Muy a mi pesar, general —renuncia Julián con voz firme—, no puedo hacerlo: el fusil me ha endurecido el brazo". "Este joven tiene otra manera de servir a la Patria", fue la sugerencia que el ex Presidente hizo llegar al otro día al Ministro de Guerra; y Julián fue dispensado de completar el servicio militar.
A los 33 años, en 1901, Aguirre se casa en la Basílica del Socorro, en Juncal y Suipacha, con la fascinadora Margarita Del Ponte, hija del pianista turinés Clementino Del Ponte, largamente radicado en Buenos Aires, cuyas principales familias lo mimaban como favorito (a la ceremonia también asistió el inevitable Mitre, amigo del suegro de Aguirre y memorioso, sin duda, de aquel episodio de la conscripción) . El matrimonio tuvo cinco hijos: Margarita, Susana, Carmen (casada con el hijo de Leopoldo Lugones y, en segundas nupcias, con el médico Marcos Victoria), Raquel (esposa del director de orquesta Juan José Castro) y Alberto.
"Lo supongo enterado de la tournée que emprenderá por Sudamérica en junio —comunicó a Aguirre desde París, en 1924, la refulgente soprano española María Barrientos—. Desearía que me mandase sin pérdida de tiempo sus últimas composiciones para trabajarlas y poder incluirlas en mis programas." Al recibir esa misiva, el compositor había sufrido ya un primer síncope, del que se repuso; pero el segundo, el 13 de agosto de ese mismo año, mientras jugaba una partida en el Club Argentino de Ajedrez, fue fatal. Cuando se enteró de su muerte, Ninon Vallin, la cantante francesa adorada por los porteños y que estaba entonces en Buenos; Aires, se dirigió a Margarita Del Ponte pidiéndole la última canción de Aguirre, "La barca de oro", porque deseaba estrenarla. Y lo hizo en el Museo Nacional de Bellas Artes, entidad que el músico había fundado junto con el pintor Eduardo Schiaffino y otros artistas, en velada de homenaje, el 4 de octubre de 1924.
Amigo íntimo de Rubén Darío, primero en su departamento de Bartolomé Mitre al 900, y luego en el de Paraná 666, Julián Aguirre desparramó incansablemente tesoros de inteligencia y generosa sensibilidad, que coagularon en su torno a las figuras intelectuales de la época: Ricardo Rojas, Enrique Larreta, Cupertino del Campo, Ernesto de la Cárcova, Ángel Gallardo. Cuando Anatole France visitó la Argentina, en 1909, quiso conocerlo, y solía ir a pasear a la quinta que los Aguirre alquilaban por el verano, en Adrogué. Fue durante una caminata por esas calles apacibles que France escuchó filtrarse, a través del follaje de un jardín, los sones de un piano, que le parecieron portentosos. Cuando volvió a la quinta, le confió el hallazgo a su anfitrión, y partieron juntos en busca del pianista ignoto: era el español Rafael González, llegado cinco años antes al Plata, y de quien Aguirre sería inolvidable y desinteresado maestro ("Jamás quiso cobrarme las lecciones", recuerda el todavía conmovido discípulo).
En 1968 probablemente se consideraría a Aguirre un hombre demasiado modesto, demasiado pudoroso de sus propios dones. Fue a instancias de su mujer que renunció, en 1916, a las cátedras en el Conservatorio de Música de Buenos Aires (fundado y dirigido por Alberto Williams), del que era el alma —le pagaban mil pesos mensuales por una tarea agotadora—, para fundar, sin capital alguno, la Escuela Argentina de Música. Tampoco quería reparar nunca en el estado económico de sus empresas, "al extremo —dice su enternecido biógrafo, José María Lozano Mouján— de no querer saber a qué se referían las obligaciones que debía firmar". Por extremada discreción rehusó ser el primer presidente de la Asociación Wagneriana ("Busquen a una persona de acción", se excusó) y tan sólo se doblegó bajo la insistencia de Lozano.
Es que Aguirre era esa última, rara flor del liberalismo, el hombre que, a fuerza de proclamar y ejercer obstinadamente los valores del espíritu, termina por desdeñar el dinero o hacer como si no existiera. Por eso asombra que, en un alarde de su refinadísima cultura, hubiera podido, con sus módicos recursos, comprarse en 1908 dos cuadros de Picasso (de cotización, es verdad, también módica en esos tiempos) y conservarlos luego, sin desprenderse de ellos, a través de todas las vicisitudes de una altiva modestia económica.
Dieciocho días antes de su muerte, todavía pudo publicar en El Hogar un elogio del entonces novel director de orquesta Ernest Ansermet. Un año después, desde Ginebra, el elogiado confiesa a Margarita Del Ponte: "Desearía tanto hacerle un homenaje al querido Aguirre"; y, tras revisar varias composiciones para piano, aparta dos, Huella y Gato (presa habitual de los concertistas locales), y las orquesta con maestría tal que el propio Arturo Toscanini las eligió para tocarlas en el Colón, en 1940, en su gira con la orquesta de la NBC. Fue, en cierto modo, la consagración definitiva e internacional de Aguirre: Margarita estaba esa noche en un palco, pero no llegó a escuchar la música de su Julián. "Cuando 'IL vecchio' alzó los brazos —confió más tarde a un amigo—, me desmayé, y al despertar ya estaban aplaudiendo." En el álbum de Margarita (que murió hace cuatro años), celosamente conservada por sus hijos, está la partitura que Toscanini usó entonces y que poco después le remitiera con una dedicatoria cariñosa.
También en 1940 descubrió Manuel de Falla al colega; en carta fechada en Carlos Paz, Córdoba, dice a la viuda; "No sabe cuánto me alegra de recibir por Ricordi (y por indicación de usted) las danzas de Julián Aguirre, tan llenas de gracia, tan firmemente musicales y... tan gaditanas. Deseando estoy de conocer otras obras suyas. ¡Qué buenos amigos hubiéramos sido!" Porque el compositor argentino tenía el mismo recogimiento espiritual de los españoles, y un sentido telúrico que, si bien no desbordó a la manera de Falla, coincidía con el del maestro de Cádiz. Muchos comparan a Aguirre con Enrique Granados y Edvard Grieg, otros dos músicos nacionalistas que huyeron de los esquemas grandiosos para cultivar, en el propio huerto, la voz del pueblo como punto de partida para composiciones "serias". Y, sin duda, Jujuy y Córdoba le proporcionaron a Aguirre suficiente material humano y sensible como para que sus Aires nacionales, sus Aires criollos, sus Tristes, sus canciones, hayan inaugurado el único estilo musical que hasta ahora dio la Argentina, al margen de las importaciones. 
23 de enero de 1968
Primera Plana

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