Música
Martha Argerich al mediodía

 

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La mejor pianista del mundo: entre la llegada a Ezeiza y la apoteosis en el Colón

 

 

"¿Cómo son los argentinos?", preguntó Martha Argerich en cuanto pisó el hall que el aeropuerto de Ezeiza pone a disposición de los viajeros importantes. No es ninguna afectación: es la curiosidad lógica de quien dejó Buenos Aires en 1955, cuando tenía 13 años, y desde entonces ha vivido en Europa y, sobre todo, en la música. Con el largo pelo castaño desflecado en los márgenes de un rostro aún adolescente, y una sombra de fatiga en la expresión, la pianista —la más importante del mundo en estos días, según los expertos— intentaba esquivar los flashes. Hasta que, entre la muchedumbre que la asediaba, el cameraman de un noticiario barbotó una protesta: "¡Señorita, nosotros tenemos que trabajar, lo mismo que usted! Y debemos volver hoy con sus imágenes." El gélido mediodía del domingo 11 de julio, se encendió entonces con la primera sonrisa de Martha: "Lo siento —dijo—; estaba cansada." Y se dejó acribillar por los objetivos, mientras a su lado, su madre, la infatigable Juanita Argerich, trataba en vano de contener la marea del entusiasmo.

La hija pródiga
Esa marea está justificada: Martha es la primera instrumentista argentina que cosecha tantos premios internacionales (en los concursos de Bolzano y Ginebra, en 1957, y el Chopin, en Varsovia, el 15 de marzo último), y a su paso han brotado los aplausos del continente que creó la música occidental (los últimos, los dos mil espectadores del Albert Hall de Londres, hace un mes). Pero ella se asusta, se siente acosada: su familia ("es un familión"), sus amigos, sus condiscípulos, el vasto ambiente musical de Buenos Aires, quieren verla, tocarla, halagarla. "No me siento bien", declaró en el pórtico de su conversación de cuatro horas con Primera Plana, dos días después de su arribo: "El agua de aquí y el cambio de clima me han descompuesto; y me tiene muy nerviosa el plan de actividades que debo trajinar en tan poco tiempo." En interminable cadena, los cigarrillos se encienden y se apagan en sus labios. Los aplasta con cierta fruición en el cenicero, y se lanza sobre otro. Está vestida como el día que llegó: saco de tweed grisáceo, sweater negro, pollera de lana gris, botas negras hasta mitad de la pantorrilla. Habla en castellano con un leve dejo del Caribe, con ortodoxas "elles": "Es que en Europa tengo muchos amigos latinoamericanos. Yo podría hablar como los argentinos —lo intenta, y se ríe—, pero me gusta más mi acento: es menos duro." Pero quizá para ella el castellano no sea sino uno más en su panoplia de idiomas: inglés, francés, italiano, alemán, portugués y hasta algo de ruso. "Tengo hambre", le informa a su madre, en la salita del departamento del Hotel Richmond, en la calle Florida. Juanita le propone un sandwich. "No, quiero comer de verdad", anuncia Martha, voluntariosa. En la pieza vecina estalla un alarido, y la señora de Argerich se precipita hacia él: es la hija de Martha (divorciada de un compositor indonesio), que reclama una cuota de atención para su año y medio de edad.
Cuando la pequeña Lydia (el nombre de la esposa del violoncelista francés Pierre Fournier, gran amigo de Martha) se tranquiliza, las Argerich parten con Primera Plana hacia el restaurante alemán ABC, en la calle Lavalle. El primer plato que pide Martha es un mar de caldo humeante, en el que navegan rechonchos ravioles; después vienen el bife de lomo con ensalada mixta, la torta de manzanas, dos cafés dobles. Madre e hija fuman incesantemente, y sólo beben agua mineral. "Vivo en Bruselas, en casa de amigos. Pero la ciudad que me tienta para vivir es Londres. Además, únicamente toco en los lugares donde la gente me gusta: cancelé un concierto en Cracovia porque conocí una persona que me cayó antipática." Y Martha se ríe, y compra un montón de chocolatines, que va consumiendo en camino a Radio el Mundo, donde esa noche ofrecía su primer programa en la Argentina: nada más que Chopin. Nada menos, también. Aunque ninguna partitura parece entrañar un desafío para Martha Argerich; a lo sumo un acicate, una necesidad.

Dedos de oro
La primera sorpresa de la radio fue que dos teclas del piano no funcionaban, pese a los tres técnicos que por la mañana se habían ocupado de actualizarlo. "Es el piano de Rubinstein", acotó con fervor uno de los jefes de El Mundo; pero la mención del nombre ilustre no conmovió a las teclas, que permanecieron atascadas. "Parece mentira que aquí no se encuentre un buen piano", observa Martha con aire ausente. Y, despreocupada se sienta lo mismo al instrumento y se arroja ("para calentarse los dedos", explica la madre) en los encrespados laberintos de la Toccata Opus 11 de Schumann. Después —con manos chicas y firmes, cuyas elásticas muñecas le permiten amplias extensiones— roza un poco de Chopin, hasta que otro técnico la interrumpe: viene a imponer orden en el díscolo
teclado. Pero Martha se va a quedar estudiando toda la tarde, hasta la hora del concierto, las 21; y Juanita se encargará de alcanzarte allí mismo el vestido, para que no tenga que volver al hotel.
Por la noche, la muchacha tímida, que habla con suavidad en voz baja, arrasó los receptores de sus compatriotas con los esplendores del genio. Fue el Chopin que siempre se anheló: viril y decidido, sensible sin sentimentalidad, despejando con su fulgor las indecisas brumas románticas. La misma cualidad varonil con que la Argerich inflama su precisa técnica, hizo explosión a la tarde siguiente, viernes 17, en la afiebrada sala del Colón. Bach, Beethoven, Chopin y Prokofieff parecieron más jóvenes que nunca, como si los hubiera contagiado esta muchacha menuda que, desde el escenario, se tendía hacia las interminables ovaciones como sobre un mar fascinador y peligroso; como si temiera, en alguna medida, el poder que le ha sido conferido, de incendiar los sonidos hasta el punto de fusión. 
20 de julio de 1965
PRIMERA PLANA