Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

LA ARGENTINA PARALELA
Una investigación exclusiva

Revista Confirmado
19-05-1966

un aporte de Héctor Álvarez

En la Argentina de 1986 no será necesario coimear a ningún empleado municipal para que determinado expediente sea tratado con urgencia. Una Municipalidad paralela a la oficial se encargará de los problemas urbanos de Buenos Aires: el arreglo de las calles, la reglamentación edilicia, la higiene, la modernización del alumbrado. La Municipalidad oficial, entretanto, fiel a su actual tendencia, se habrá transformado para entonces en un vetusto, folklórico comité poblado de ponchos y bigotes, de abrazos espectaculares y vagas promesas. También para ese entonces la Municipalidad oficial habrá perdido sus últimos contactos con la realidad, con la dinámica, cambiante realidad de Buenos Aires. Al mismo tiempo, en ese entonces, ciertos Tribunales paralelos distribuirán justicia sin intervención oficial. Y el transporte, los teléfonos, la atención médica, la policía oficiales serán una vaga, apenas recordable, supervivencia del pasado.
Esta Buenos Aires, esta Argentina paralela han nacido ya. Su presencia, aunque subterránea, es conocida por todos: una de sus primeras manifestaciones es, sin duda, la aparición de una red telefónica paralela, ilegal, que hoy cuenta ya con una altísima cifra de usuarios. Para acceder a esta red basta conseguir un contacto adecuado con alguna de las grandes empresas privadas —y clandestinas— de comunicación: no es una tarea difícil, ya que casi el 70 por ciento de los empleados de ENTel son, en las horas libres, colaboradores de esas empresas. Establecido el contacto, la instalación de una línea telefónica en una casa de familia puede costar no más de 50 mil pesos. A un comercio puede requerirle una inversión mayor, cercana a los 200 mil pesos. Con la ventaja de que el usuario clandestino no tiene que abonar la tarifa bimestral a Teléfonos del Estado: su número telefónico no existe, no figura en ningún registro.
Técnicamente, el trabajo de instalación de aparatos telefónicos clandestinos ofrece una apabullante sencillez: el empleado de ENTel maniobra en la llamada "Caja de Manzana" correspondiente, y extiende desde allí un cable, conectándolo a las líneas generales. Una sencillez que, sin duda, provocará el asombro de los miles y miles de solicitantes de líneas telefónicas que esperan desde hace largos años su instalación. No es extraño que sea en la Central Floresta, de Buenos Aires —hay 15 mil solicitantes aguardando la instalación de un aparato legal—, donde el negocio de los teléfonos clandestinos adquiera un esplendor traducible en millones de pesos.
Al fin de cuentas se trata, además, de un negocio casi sin riesgos: si bien es cierto que una vez descubierta la línea clandestina y localizado el culpable de su instalación, éste no sólo es expulsado de ENTel sino entregado a la justicia, no es menos cierto que este descubrimiento requiere un alto porcentaje de casualidad. Por ejemplo, que se habilite un número telefónico que ya opera clandestinamente —es decir, que dos usuarios, uno de ellos  ilegal, descubran que tienen el mismo número— y, luego que se idealice al culpable. Hasta el momentó apenas se conocen casos en que éstas dos casualidades hayan coincidido en la realidad. De allí que crézcala razón de entre 20 y 50 aparatos por día, la guía negra: comerciantes, industriales, padres de familia que han descubierto ya que, dentro de la Argentina, comienza a crecer otra Argentina. Que en este país también es posible conquistar ciertas comodidades que, naturales en cualquier ciudad importante del mundo, en la Buenos Aires oficial son poco menos que imposibles de conseguir.
Tan espectacular como la aparición de una red telefónica clandestina es el crecimiento de una vasta organización —ilegal como aquélla— creada para la recolección de residuos en Buenos Aires. A las cinco dé la mañana, la ciudad inmensa, Buenos Aires, asiste a un espectáculo que por habitual a menudo se pierde en la indiferencia: centenares y centenares de camiones comienzan su traqueteante recorrido. Son los integrantes de la flota privada que, a espaldas de la Municipalidad, realizan ya la mayor parte de la recolección de residuos en Buenos Aires. Los camiones van cargados hasta el tope con los residuos de restaurantes, fábricas, bares, oficinas, mercados. Muchos de sus conductores saben que en esa acción se apartan de las leyes y las ordenanzas; pocos adivinan que son apenas una parte de toda una Argentina que debe elegir ni camino de la ilegalidad para crecer; de una sociedad que, para ser moderna, obliga a que cada uno sé las arregle como pueda de un país que, dando la espalda a los papeleos, a la burocracia y desidia oficiales, elige —para no ser sofocado— transformarse en una Argentina paralela.
La Municipalidad de Buenos Aires dispone de 417 camiones en condiciones de cumplir la recolección de la basura de toda la ciudad: detrás de este frío dato estadístico crece una industria poderosa, una red de camiones particulares, cuya tarea es ayudar a los establecimientos fabriles, a los mercados, a las tiendas, a desprenderse de sus residuos.
Una ordenanza prohíbe que los camiones municipales levanten cargas de más de 100 kilos en cada casa o establecimiento. Los recolectores paralelos cobran 700 pesos por cada hora de trabajo, pero cargan con todo: una fábrica de dulces paga 40 mil pesos mensuales para desprenderse de sus residuos; más modestamente, unos talleres gráficos pagan su limpieza con 2 mil pesos mensuales. Entre ambos extremos, toda la gama de establecimientos industriales ubicados en el perímetro de la ciudad de Buenos Aires confía su tranquilidad y la salud de sus empleados a la creciente flota de recolectores no oficiales de residuos, cuyo número alcanza ya los dos millares. Una flota cuyas características dominantes son la eficiencia y el respeto por las leyes del juego. Los contratos son cumplidos con especial escrupulosidad, los servicios se realizan sin inconvenientes.
Apenas asumió su cargo, en 1963, el intendente Francisco Rabanal canceló el contrato que la Comuna tenía con una flota de camiones particulares que ayudaban a la recolección de residuos en Buenos Aires: el 12 de abril último, empero, solicitó a los ediles que votaran 150 millones de pesos para nuevos contratos con empresas particulares de camiones basureros. Aunque significativa, la incongruencia del Lord Mayor no parece tan importante como el hecho de que la ciudad, a espaldas del poder legal, ejerció el poderío real de su riqueza y su dinamismo. En contra de las ordenanzas convertidas en letra muerta, en polvorienta seccional del olvido, creó una flota ilegal de limpieza, condenada por las leyes y amparada por las necesidades vitales de la ciudad. Rabanal se limitó, ante el hecho consumado, a ordenar a los zorros grises que aplicaran el máximo de multas posibles a los camioneros sospechados de transportar residuos.
En los basurales de Pompeya, Flores y Chacarita; en el de Lacarra y Roca, pero sobre todo en el que está ubicado en la Avenida del Libertador al 8000, en los terrenos posteriores a la Escuela de Mecánica de la Armada, se asiste a diario a la reunión de muchos de los camioneros ilegales.
Pero mientras la flota paralela de 2 mil camiones presta su ilegal pero eficaz servicio, jamás interrumpido por la lluvia o las huelgas, el número de los camiones recolectores municipales disminuye a diario, tras una somera explicación: "Hay otro camión en reparaciones".
Lo que en el perímetro de la Capital Federal se reduce a un fenómeno que afecta a los establecimientos industriales, a los mercados, a los hoteles, en el Gran Buenos Aires se convierte en un problema que atañe directamente a las casas de familia. En todo el partido de San Martín, en La Lucila, en Vicente López, en Lomas del Palomar, los recolectores paralelos ofrecen —por la módica suma de 150 ó 200 pesos mensuales cada vecino— un servicio diario, ininterrumpido, que se contrapone al que brindan las municipalidades: dos veces por semana, siempre que no llueva.
Una ciudad oculta se mueve tras los decretos de Rabanal: una Argentina reducida a la clandestinidad se nutre del no hacer oficial. Algo que, tal vez inconscientemente, habrá previsto Jorge Luis Borges cuando describía su relación con Buenos Aires: "No nos une el amor, sino el espanto, / será por eso que la quiero tanto".
Sacudido por huelgas, entorpecido por el manejo burocrático, trabado por métodos caducos, obsoletos, también el sistema oficial de correos se ha mostrado apto para dar lugar al nacimiento y saludable desarrollo de una red paralela de comunicaciones. En la planta baja de un enorme y oscuro edificio de la zona Norte —famoso en todo el barrio por un ascensor que no funciona hace diez años se refugia Boyer, un cuarentón que se niega a confesar su nombre de pila. En cambio, no duda en confiar que es el propietario de Mensajeros Buenos Aires, una empresa destinada a distribuir cartas, paquetes, regalos: por enviar una carta o un paquete a Barracas, en el mismo día, cobra 190 pesos. Si el paquete o carta debe ser trasladado a Versalles, el precio asciende a 240 pesos.
Es una empresa floreciente: cada día, a las 9 de la mañana, la pequeña oficina de Boyer ha recibido ya 50 encargos. Los comerciantes necesitan enviar de manera tapida y segura los paquetes a sus ;clientes, los abogados necesitan que sus comunicaciones lleguen rápida y seguramente. La rapidez y la seguridad son virtudes que el gobierno, el correo oficial, ignoran con antigua, secular elegancia. Mensajeros Buenos Aires es apenas una de las más pequeñas compañías de distribución postal con que cuenta la Capital Federal. Mensajeros de la Capital, en cambio, es la mayor de todas: tiene su sede central en Rivadavia 1294 y sucursales en Libertad 1083 y Esmeralda 527. El noruego Sund, la fundó en 1888: hoy cuenta con una docena de competidores en una actividad que tiene tanto de floreciente como de ilegal. La vetusta Ley 816 —conocida como Ley de Correos— pena el envío de correspondencia personal por otra vía que no sea el Correo Nacional, con lo que, expresamente, prohíbe la existencia de servicios postales privados.
Buenos Aires —la cuarta ciudad del mundo en extensión— no podía, sin embargo, seguir dependiendo de los vacilantes servicios del Correo oficial: debió recurrir entonces a fomentar la creación de compañías paralelas. Si la ley prohíbe distribuir sobres cerrados, se obvia el inconveniente disimulando ese hecho. Lo esencial es que, ilegal o no, la existencia de compañías paralelas sirve a una necesidad concreta de la ciudad, del país. Y de alguna manera prueba que quien desee no permanecer al margen de la acción, quien se decida a hacer en la Argentina, debe —casi necesariamente— marginar la ley.
Hace pocos días, un inspector de la secretaría de Comunicaciones se presentó, simulando ser un simple cliente, en una oficina de Mensajeros de la Capital. Quería enviar una carta cerrada a una determinada dirección. El olfato profesional de Alberto Jatún, responsable de la mensajería, los salvó de la trampa. "Y todo ello —bramó indignado el directivo— a pesar de que la misma Ley 816 prohíbe la existencia de correspondencia de prueba, es decir, que los mismos funcionarios que nos tienden trampas están violando la Ley al presentarse con cartas cerradas para ser despachadas."
Los clientes de Sund, hace 70 años, fueron en primer lugar los diputados y senadores que deseaban enviar urgentes mensajes políticos. Bartolomé Mitre fue el primer político notable que utilizó esos servicios, junto con los donjuanes de la época, que convirtieron en moda muy bien vista el enviar billetitos perfumados a las damas. Hoy, el radio de acción se ha ampliado: incluye a todos los sectores no oficiales de la vida argentina, desde el Automóvil Club Argentino hasta el Jockey Club, desde la Sociedad Rural hasta la empresa Siemens. Y embajadas, editoriales, casas de comercio.
Nadie puede permanecer al margen de un servicio que, como en el caso de la empresa Inter-Ag, cumple las tareas de un correo privado, con una tarifa no mucho más alta y una eficiencia notoriamente mayor que el Correo oficial. El asesor general de esta firma, Miguel Ángel Labriola Fernández —ex directivo del Canal 11 de televisión de Buenos Aires—, explica que una carta que no pese más de 50 gramos, a entregar en la Capital Federal dentro de las 48 horas, tiene una tarifa de 20 pesos si el destinatario es particular, y de 15 si éste es comercial: el sistema equivale al de los expresos o cartas certificadas.
Prudentemente, Inter-Ag opera bajo el rubro "Centro de recepción y distribución publicitaria", y afirma en sus tarifas que se trata de sobres abiertos. A nadie puede extrañar que el sistema privado de correos se extienda a todo el país: con él ya es posible enviar un paquete, una carta, a Jujuy, por un precio que rara vez alcanza los 400 pesos.
Después de la siderurgia, el crimen es la segunda industria —considerado el monto de dólares que maneja por año— de Estados Unidos. La célebre Cosa Nostra es un perfecto ejemplo de organización estatal dentro de otro Estado. Y es comprensible que, incrustado dentro del aparato económico del Estado industrial más avanzado del mundo, este Estado paralelo crezca con fuerza y vigor. Cuando en la Argentina se manejan a espaldas de la ley los residuos de su ciudad capital, cuando surge vigorosamente una red ilegal de teléfonos, cuando hasta la distribución de cartas se realiza a contrapelo de las disposiciones del gobierno, no es arriesgado deducir que está creciendo una sociedad dentro de otra: que las condiciones objetivas están dadas para la formación de un. Estado dentro de otro Estado. Las corporaciones ilegales que controlan esos negocios han comenzado a transformarse en un imperio que dispone de millones y millones de pesos, maneja centenares de empleados y paga suculentas comisiones a agentes estatales.
Mientras la empresa Inter-Ag, solamente, distribuye por día 5 mil cartas, y las empresas privadas de recolección de residuos satisfacen las necesidades de todos los establecimientos fabriles de la Capital, y engorda la guía negra de los teléfonos clandestinos, la Argentina paralela se desarrolla vertiginosamente. A veces adopta la forma de un pacífico, progresista grupo de vecinos que, hartos de esperar que la municipalidad arregle sus calles, forman una cooperativa para pagar de su bolsillo la construcción del pavimento, pese a que la ley prohíbe terminantemente este tipo de operaciones. Otras veces asume la forma de un grupo de prósperos comerciantes de la avenida Santa Fe, decididos a dotar a las cuadras en que tienen instalados sus negocios de un sistema de alumbrado acorde con el siglo XX. Para ello, además de pagar todos los gastos, deben enfrentarse a una constante que todos los que en la Argentina quieren hacer algo conocen bien: la férrea, casi heroica resistencia oficial.
Casi todos los 28 habitantes de la calle Aviadores Wright al 600 — tranquila cuadra de la Ciudad Jardín Lomas del Palomar, en el Gran Buenos Aires— son profesionales, ejecutivos, altos empleados. Hasta hace pocas semanas esa minúscula comunidad pasó por los avatares de una Fuenteovejuna kafkiana: la Municipalidad se negaba a autorizar la repavimentación de la calle, que los vecinos querían pagar.
Luego de un año de expediente llegó la autorización y pudieron realizarse los trabajos: seguramente los vecinos no sabían que con esa actitud —ante la complacencia de la Municipalidad de San Martín— se colocaban el margen de la ley, escribían otro capítulo de la Argentina paralela. En efecto la Ley Nacional de Pavimentación prohíbe la contribución vecinal directa. En cambio, permite que los vecinos paguen a la municipalidad respectiva, quien debe contratar los servicios de una empresa pavimentadora. En estas mismas condiciones ilegales, los vecinos de Lomas del Palomar han conseguido que el barrio cuente con luz de gas de mercurio, red cloacal, un gasoducto y otras conquistas menores.
Es sólo un ejemplo que, si no expresara un conflictivo estado de cosas, podría rozar los límites de la comedia bufa, como lo sucedido a un grupo de vecinos de la avenida Sáenz, de Buenos Aires, cuando comenzaron a fatigar los polvorientos despachos de la secretaría de Obras Públicas de la Municipalidad, en su pretensión —ilegal pero progresista—. de repavimentar la avenida con su propio dinero. Un funcionario de alta jerarquía y corta paciencia les espetó de mal talante: "¿No les parece que tenemos bastantes problemas, para que vengan a crearnos más?". Un azorado vecino, venciendo su natural respeto por la autoridad del funcionario, se animó a sugerir: "Pero, señor..., nosotros no venimos a crearle problemas, sino a solucionárselos". A lo que éste respondió, de peor talante aún: "¡Qué solucionar ni solucionar! ¡A jorobar la paciencia es a lo que vienen!".
Durante dos años, la Asociación de Amigos de la calle Lima debió pagar los costos de depósito de todos los artefactos que, para la instalación de luz de gas de mercurio, habían adquirido: el papeleo municipal demoró ese tiempo en otorgar el "visto bueno" a la iniciativa —condenada por las leyes— de los vecinos. Los comerciantes de las calles Florida, Corrientes, Avenida Sáenz y Santa Fe siguieron ese ejemplo: el quebrantador expediente se repitió en todos los casos. Esto no impide que, una vez instalados, los artefactos de la luz de mercurio pasen automáticamente a manos de la Municipalidad. Ninguno de estos ejemplos alcanza a expresar solo, por sí mismo, la vasta red de instituciones que, paralelas a las oficiales, ha creado la comunidad como una medida de autodefensa. Hoy, cualquier apacible ciudadano de la Argentina puede incurrir en el colmo de la ilegalidad: pararse en un trozo de calle que él mismo, contra las leyes, ha pagado; alumbrarse con una luz cuyo principal combustible es, también, su propio dinero; recibir y enviar cartas con repugnancia de la ley; pagar ilegalmente a un basurero para que lo libre de la suciedad; llamar desde un teléfono signado por la clandestinidad.

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