Personajes
Allá lejos y hace tiempo

 

 

 

 

 

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Un grito de corazón

"No, mocito, mejor no se meta porque le van a largar los perros." La advertencia provino de un paisano de la zona; el paraje está situado sobre un camino lateral que corta a la ruta 11 a la altura del arroyo Zapata (a unos 30 kilómetros de La Plata); el mocito en peligro de ser mordido era un redactor de Primera Plana, en busca de algo más parecido a la leyenda que a la realidad. Al fin, detrás de un monte de eucaliptus aparecieron, por orden cronológico: una jauría de perros flacos que obligaron a un rodeo, la imagen de una pulpería, y un viejo de 80 años. La leyenda cristalizó instantáneamente: nadie sabía con certeza, hasta hace una semana, si la pulpería El Porvenir todavía existía. Pero no fue el único hallazgo; dentro del local, intacto a pesar de los años, se conserva un tesoro de valor incalculable, un museo histórico y artístico que nunca pretendió serlo: cuando Blas José Solari, su fundador y primer dueño, murió, sus hijos Blas y Alfredo decidieron cerrar el local para siempre. La clientela había mermado, quizá porque los alambrados empezaban a obligar a los clientes a dar largos rodeos: los últimos parroquianos apuraron allí sus ginebras una mañana de 1908.
Desde entonces, nadie ha entrado en la pulpería, salvo su dueño actual, Blas Solari (hijo), un octogenario semianacoreta responsable de los perros y otros impedimentos: "Son gente rara, no dejan entrar a nadie, andan con la escopeta al hombro", dicen los vecinos. El plural añade dos nuevos personajes, los únicos que acompañan al viejo en su voluntario retiro: una anciana de su misma edad, que no quiso decir su nombre ni origen, se contenta con pasearse apoyada en un palo que hace las veces de bastón, y un adolescente tan huraño y agresivo como la pareja central, que oficia de pastor de las ovejas que dan de vivir al trío. Hasta hace dos meses, con ellos convivía el hermano de Solari, llamado Alfredo. Pero se lastimó mientras manipulaba unas tenazas, y no quiso ver a ningún médico. Murió de tétanos.
Ahora, Blas Solari es el único custodio del solar paterno, porque de los cinco hijos que tuviera su padre sólo quedan con vida él y una hermana que, después de casarse —hace más de medio siglo-—, se alejó del lugar. Ante Primera Plana, Solari se mostró reticente y agresivo, se pasó la mano varias veces por la barba espesa y gris, que le da el aspecto de un granjero del centro-oeste norteamericano, miró largamente sus botas y manoseó el chambergo ajado y húmedo de sudor que proteje su cabeza: "Si no hubiera venido con alguien de confianza —se refería a un vecino que hizo de Cicerone— no lo hubiera dejado entrar. Con los años uno se vuelve así; no me gusta que se anden metiendo en mis cosas. Acá dicen que soy un gaucho bruto; sí, es cierto, pero tengo respeto, y nadie va a tocar lo que es mío". Amenaza con voz chillona, tono insolente, pero al fin se resigna a mostrar el interior de la pulpería, empuja una puerta verde de doble hoja, entra en el edificio, que por fuera estuvo alguna vez pintado de amarillo. (Ni la vieja ni el muchacho se atrevieron a entrar: permanecieron parados en la puerta sin decir una palabra, paralizados de respeto.)
Adentro, un olor acre certifica la añeja soledad del ambiente, cubierto de polvo, cofre de maravillas que haría temblar de codicia a un anticuario. Solari ni se molesta en mirar los rincones plagados de telarañas, pasea por el recinto de 11 metros por 5 sin detenerse más que de vez en cuando: "Esa montura —señala un ángulo— es de piel de carpincho; la trajo aquí mi bisabuelo de Laguna de Los Padres". Es el más remoto antepasado de que tenga noticias, un aventurero italiano que, tras probar fortuna en las minas de oro de África, decidió embarcarse para la Argentina. De su abuelo, Solari no sabe gran cosa; de su padre, cuenta que llegó a esa zona en 1865, y que tardó varios años en construir la pulpería, porque los materiales debieron ser traídos desde Buenos Aires en carreta: "Las vigas del techo son de urunday, y pesan 80 arrobas (unos 800 kilos) cada una".
Dos lámparas de opalina blanca, alemanas, contemplan el panorama desde su sitial, colgadas a medio metro por encima del mostrador. Dos balas de cañón, en un costado, se conduelen de una guerra al malón, de la que no participaron. Sobre el mostrador se entremezclan un anuncio de cigarrillos Ki-Ki-Ri-Ki, "armados y para armar", que costaban 20 centavos; un mejunje cuya etiqueta reza 'Férment pour des raisins à la vie physiologique par voie stomacale'; una botella intacta de aguardiente de uva moscatel; varios cajones de Agua Florida; barriles en los que alguna vez se guardaron fideos y botellas de Toro, "la mejor ginebra de Holanda". En la caja, un arqueo visual reveló una cantidad considerable de monedas de cobre, más algunos billetes de 5 y 10 centavos; también hay billetes de un peso con la efigie de Urquiza. Las estanterías de cedro albergan viejos sifones franceses que permitían la fabricación casera de soda (mezclando al agua prudentes dosis de bicarbonato de sodio y ácido tartárico). Por todos lados se acumulan los frascos; a veces son medicamentos franceses, ingleses, portugueses, destinados a curar "el desgaste nervioso", dolores de cabeza, resfríos, problemas estomacales.
Se dice que también tiene atados de ropa envueltos en arpillera, tal como llegaron a Buenos Aires hace 60 años, pero Solari no los quiso mostrar. Prefirió brindar una ojeada a un arcón poblado de cueros de ñandú, un gramófono flamante, de tapa de mármol y costados de madera grabada; una estantería llena de vasos de vidrio grueso de más de medio kilo cada uno: "Había que tener cuidado en las peleas, uno de éstos mata a cualquiera", dice el viejo, sonriendo por primera vez. Hay indicios de que la manía acumulatoria de los Solari es anterior al cierre del negocio; no se explica de otra manera la cantidad asombrosa de cajitas de música, despertadores y relojes, los cuadros amarillentos de barbudos antepasados que no trascendieron de su marco ovalado. Pero seguramente ningún familiar superó al propio Blas (hijo): en un galpón contiguo al casco, la humedad intenta disolver —en vano— tres carretas de la época de Sarmiento, que alguna vez se arrastraron por los caminos de tierra detrás de dos yuntas de bueyes. El aljibe, coronado por un crucero de hierro laboriosamente trabajado, huele como si toda la historia argentina se estuviera macerando en el fondo.
Afuera, Solari retorna a su mundo cotidiano. Tiene unas 300 hectáreas en las que pastan entre 500 y 700 ovejas; cada mañana escucha por radio las cotizaciones de bolsa, y si no, no vende ni un solo animal hasta el día siguiente. Cierra con cuidado la puerta de la pulpería, musita "Esto lo guardo porque lo dejó mi padre, no lo va a tocar nadie", y de pronto, en un comentario dicho al pasar, la revelación: "Aquí sabía venir Santos Vega; mi padre lo conoció bien; parece que tenía habilidad para cantar". Hasta hace una semana, nadie sabía si el mítico payador, descripto por Hilario Ascasubi y Rafael Obligado, existió fuera de la ficción; el testimonio de Solari parece confirmar esa presunción, avalada por la coincidencia de fechas y por la afirmación de los eruditos, que suponen que el gaucho murió no lejos de la pulpería de los Solari, en San Clemente del Tuyú.
Cerca de la casa hay un mangrullo, que el fundador utilizaba para prevenirse de los malones; de esa época es la escopeta que el hijo, ahora, suele empuñar en cuanto algún pueblero enterado de la existencia de su tesoro intenta acercarse para comprar antigüedades. Es fácil entender lo que siente Blas Solari frente a las reliquias, no tan fácil explicarlo. Es posible que no haya envejecido ni un día desde que enterró a su padre, que todavía tenga 20 años y sea un mozo alto y flaco —como su actual empleado—, acostumbrado a correr a tiros las bandadas de ñandúes que cruzan el campo sin fronteras, amigo de ensillar su caballo y correrse hasta Atalaya (ahora un poblado sin importancia, cerca de Magdalena), para ver partir a las velas blancas de los barcos cargados de carne salada, rumbo a la imposible, increíblemente lejana Europa. 
(F. S.)
Primera Plana
13 de febrero de 1968

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