UN PINTOR ANTE EL ESPEJO
Por Emilio Pettoruti

Todas las mañanas, durante largos años, el hombre canoso y distinguido que habita en el número 12 de la rué Mabillon, en París, ha ido volcando sus recuerdos en la cinta magnetofónica, "encerrado en la piecita donde se alinean mis cuadros". Porque ese hombre es el pintor argentino Emilio Pettoruti (nacido en La Plata el 1º de octubre de 1892, y radicado en Francia desde el 11 de setiembre de 1953), y el anuncio del libro que recopila esas memorias, Un pintor ante el espejo, ha erizado a los destinatarios de sus no siempre benévolas evocaciones. La Biblioteca Dimensión Argentina, dirigida por Gregorio Weinberg, se dispone a lanzar el volumen, al que pertenecen los fragmentos transcriptos a continuación.

 

 

 

 

 

OTRAS CRÓNICAS NACIONALES

El primer deportista argentino
Argentina, el partido que está en juego. Perón - Balbín

Acné juvenil y revolución (estudiantes secundarios 1973)
Balbín - Alfonsín ¿Qué quieren los radicales?
1º de mayo la plaza era un solo grito
Un grito de corazón
¿Qué le dice la vida a Juan José Lujambio?
Reportaje al Riachuelo Crónicas del río color de petróleo
Paraná, un río cuenta su historia
Hugo del Carril Confesiones de un militante

17 años después Perón vuelve a partir

Solamente dos artistas plásticos participaron de "Martín Fierro", a saber: Xul Solar y el que suscribe. Precisamente para evitar embrollos e interpretaciones maliciosas, en el número 12-13, de octubre-noviembre de 1924, el periódico lanzó una aclaración con el título "¿Quién es «Martín Fierro»?", en la que se dan los nombres de su núcleo activo y acto seguido el de los colaboradores ocasionales, adherentes y simpatizantes. En el elenco total sólo figuran, por las artes plásticas, los nombres de Xul y mío, por la sencilla razón de que no existían otros. Se .me dirá que vinieron después, y paso a probar que no, mientras existió el periódico.
"Martín Fierro" vio la luz en febrero de 1924 y desapareció en noviembre de 1927; durante ese lapso, aparte de Norah Borges, que colaboró en la revista con sus deliciosos trabajos, solamente dos artistas laboraban en Buenos Aires por dar un acento nuevo a las formas tradicionales, pero sin cortar con ellas: Antonio Sibellino y Ramón Gómez Cornet, que no actuaron en "Martín Fierro" sino, por el contrario, en torno al grupo de "La protesta", "Campana de Palo" y "Acción de Arte". Victorica era y fue un artista independiente, a quien tenían bien sin cuidado los movimientos renovadores que por otra parte desconocía; Alfredo Guttero retornó al país en 1927, esto es decir, cuando se disolvió "Martín Fierro"; Pablo Curatella, que residía en París, no se reincorporó a la Argentina hasta 1950; Héctor Basaldúa, Aquiles Badi y Horacio Butler estuvieron en Europa desde que el periódico nació hasta que desapareció; Lino Spilimbergo también partió a Europa en 1924 y allí quedó hasta más allá de 1927, fecha en qué otros artistas partieron hacia el Viejo Mundo a "formarse". ¿Quiénes eran, pues, los "martinfierristas" en lucha por imponer concepciones plásticas avanzadas?.
Se hace mucha confusión a veces por simple negligencia, otras por comodidad, como ocurre con analistas que por no haber vivido la época y también por no preocuparse de estudiarla dirigiéndose a las fuentes, situaron "grosso modo", el periodo de renovación de las artes plásticas argentinas entre 1920-1930, como si fuera lo mismo fijar un acontecimiento histórico en el año "uno" que en el año "nueve" de una década.
Mucho se ha discutido también sobre la influencia que habría ejercido en el medio artístico argentino la fundación, en 1928, de un Taller Libre de varios profesores, presidido por Alfredo Guttero. Aun admitiendo que dicho taller hubiese aportado algo en el sentido de las nuevas orientaciones plásticas (pues es preciso tener en cuenta que su principal animador, el pintor Guttero, era más bien un decorador derivado de la Secesión vienesa, y que los profesores que lo acompañaban, con excepción del escultor Alfredo Bigatti, quien estudió en París unos meses con Bourdelle entre 1923 y 1924, no tenían otra formación artística que la recibida en la Academia Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires), conviene tener presente que dicho taller se estableció en el año "ocho" de la década que nos ocupa.
Las artes plásticas argentinas —y esto que digo no es un acto de vanidad, sino un prurito de precisión histórica— empezaron a renovarse a contar de octubre de 1924 con mi exposición en Witcomb, donde presenté una obra realizada; con ella no se inicia la era en que se comienza a pintar de otro modo, sino "la era en que se comienza a ver de otro modo". Sin rastro de duda, los que partieron en adelante a estudiar en Europa, lo hicieron con otros ojos.
Se aproximaba la fecha de mi primera exposición y los diarios seguían lanzando bombas. Obtuve audiencia para invitar personalmente al presidente de la República, don Marcelo T. de Alvear, amigo de las artes. Me recibió con gran simpatía, me retuvo largo rato y me prometió ir al acto inaugural. Temiendo lo que presentía y veía avecinarse a través de distintos índices, le insinué que viniese de mañana para ver la muestra tranquilo. Me costó convencerlo, acaso porque sentía que su presencia por la tarde podía serme más útil. Por último, se fijó la visita a las once de la mañana del 13 de octubre.
Llegó el día; con cuatro de antelación apareció en "Martín Fierro", firmado por Xul Solar, el primer artículo serio referido a mi pintura que se publicó en Buenos Aires. El catálogo de la muestra fue inteligentemente prologado por Alberto Prebisch.
A las once en punto, don Marcelo T, de Alvear llegaba a la galería. Pocos amigos martinfierristas tenían conocimiento de la visita presidencial y me acompañaban; sin embargo, cuando salí a recibir al Jefe de Estado, la multitud invadía la calle; fue preciso mucha maña para cerrar la gran puerta e impedir la invasión. Alvear se mostró muy simpático departiendo con todos nosotros; luego de contemplar atentamente los cuadros, me deseó buena fortuna más la "chance" de salir indemne de la prueba que me aguardaba.
A las diecisiete horas las puertas de la galería Witcomb se abrieron para quien quisiera entrar. La multitud que aguardaba el momento irrumpió como una marea y en un segundo las salas se desbordaron, sobre todo el gran salón donde Pablo Rojas Paz, uno de mis buenos, valientes e inteligentes amigos "martinfierristas", pronunciaría su anunciada conferencia. Felizmente, las interrupciones fueron escasas y pudo ponerle fin. Mas, no obstante la aparente discreción, no bien hubo terminado, estalló un coro tan alto de gritos y de protestas entre los presentes que aquello era un verdadero loquero.
La razón de esa furia desatada contra el arte que yo exponía no he podido explicármela hasta hoy, dado que, como todo el mundo se precipitó en tropel hacia el interior, los cuadros no fueron vistos por nadie. Por su lado, el director de la galería, previendo el zafarrancho que se originó, había dispuesto una especie de cordón sanitario humano para proteger las obras, excelente medida, porque sin esos parachoques vivos y elásticos, marcos y pinturas se hubiesen hecho estampillas contra las paredes.
Algunas personas que fueron sintiéndose mal, dado el apretujamiento y el aire viciado, unidas a las temerosas, trataron de dejar las salas. El director, asustado porque le hundían los pisos, se había ocupado de hacer apagar las luces que iluminaban directamente los cuadros y hacía parpadear las centrales. La asistencia en masa, volviéndose todavía para insultar a los contrincantes que venían detrás, fue saliendo poco a poco y se cerraron las puertas. A pedido del señor Martínez me quedé conversando con él; la batalla seguía afuera, en la calle Florida, y esta vez, dicen las crónicas pues yo estaba al resguardo, a puñetazos limpios.
No terminaría nunca de contar anécdotas de Sibellino, bueno como el pan... mientras no se le hiciesen entuertos al arte que rige, como decía, "la divina creación de las cosas". Con Margherite Sarfatti, que se exilió en Buenos Aires desde 1939 y se invitaba a cenar con nosotros habiéndole a nuestra fámula para que le preparara esa noche un plato determinado, sostuvo discusiones vivísimas acerca de la pintura; con Jorge Romero Brest, otro tanto. Una noche, de sobremesa en lo de Gómez Cornet, se entabló una polémica de padre y muy señor mío con respecto a la crítica de arte, que él no respetaba. Hay que decir que cuando Sibellino no sentía respeto por algo, su desestima se expresaba como un ultraje. En la ocasión dejó bien establecido que el prestigio de los artistas no lo consolidan los críticos, sino los artistas mismos, y esto aunque hablen en contra, porque del arte, en definitiva, no discurren con propiedad sino aquellos que lo practican. Terminó su discurso con esta frase: "Para hablar de arte, señor, hay que estar con las manos en la masa".
Se hizo un silencio de muerte; por las jóvenes mejillas del joven crítico que buscaba entonces formarse, corrieron dos lágrimas, hijas del dolor ante un ataque que juzgaba injusto. No sabiendo qué hacer en parejas circunstancias, me alcé de la mesa invitando a los comensales a tomar un helado en la esquina, antes de la llegada de nuestro tren a la estación de Belgrano. Días después se leía en el periódico "Argentina Libre" un artículo alusivo que se llamó ''Con las manos en la masa..."
Esto sucedía en los años en que Romero Brest creía en la condición superior de los artistas y podía, pues, sufrir y desesperarse ante su comportamiento desconsiderado. Deseaba acercarse a ellos, palparlos de cerca. Recuerdo los pasos que dio ante algunos de nuestro medio y cómo de esa expedición regresó abatido; tan mezquinos, interesados e ignorantes los había encontrado. No se explicaba cómo, por encima de mis escarmientos, yo conservaba intactos la ilusión y el coraje, manteniendo la displicencia. Hoy su pericia no busca artistas, los fabrica a su conveniencia; están bien lejos los años del corazón y de la mente sinceros. Se me ocurre, sin embargo, que en alguno de los momentos fugaces en que se encuentra a solas consigo, los añorará reconociendo que eran los años en que tuvo fe e ideales.
Un grupo joven, con más inquietudes y más información que las de la generación precedente acerca de los movimientos artísticos europeos, pero muy poco al corriente de la historia inmediata del país, puesto que hablaba, veinte años después de mi arribo, de "romper con la tradición" y de "buscar la contemporaneidad en el arte", se aplicó a producir en nuestro medio una revolución de valores y de conceptos. Capitaneaba el grupo el pintor y dibujante de publicidad Tomás Maldonado, Ninguno de los componentes pasaba los veinticinco años, pero sin excepción manejaban a su edad las concepciones filosóficas y científicas más avanzadas, conocimientos que los impulsaba a proclamar sin hesitaciones la presencia de una nueva visión del espacio y de una nueva percepción del tiempo en las artes; se hubiera dicho que éstos no existieron antes que ellos, al menos basadas en nociones tan profundas. Para asentar sus teorías sacaron una revista de número único que se llamó "Arturo".
En un país donde las publicaciones de arte y de literatura creadas por intelectuales de gran prestigio basado en sus obras, nacieron y murieron en cantidad durante las tres décadas anteriores, esta revista, en el mejor de los casos, sería un título más a sumarse a los otros. Pasa, sin embargo, que hay quienes, fundando su gloria en la efímera colaboración de un día, exhuman cada dos por tres el número único —y por consecuencia la propia actuación— atribuyéndole una enorme importancia en la evolución de las artes plásticas argentinas. Es inflar el velamen de un bajel fantasma, porque las actividades del grupo, es cierto que acuciosas, se desarrollaron un poco en familia y no alcanzaron la trascendencia que ahora se quisiera adjudicarles. La primera exposición, realizada a fines de 1945, se abrió en la residencia privada del Dr. Enrique Pichon-Riviére, médico psicoanalista, y la segunda, en 1946, en casa de la fotógrafa Grete Stern, en la localidad de Ramos Mejía, junto con una audición de música y de danzas "elementaristas".
Como pasa siempre a quienes mezclan la literatura con la plástica, y descuidan a ésta para preocuparse de los manifiestos —que desde hace más de medio siglo son los mismos, con pequeños cambios de palabras—, los enunciados del grupo no se concretaron; queda, sin embargo, como prueba de que la inquietud existía. Un proverbio de la sabiduría china, citado por Jung, dice que "sí el hombre equivocado usa el método correcto, el medio correcto actuará equivocadamente", porque el método correcto no actúa independientemente, siempre depende de los hombres que lo emplean y nunca del método mismo. A veces los programas son buenos, pero su eficacia estará siempre sujeta a la eficacia de los hombres que los aplican.
Los cuadros fueron liberados a tiempo para mi participación en el primer concurso del Premio Palanza. Fui invitado al mismo junto con otros nueve colegas y concurrí, como lo establecía el reglamento, con cinco obras ejecutadas en el curso de los últimos diez años. No se suponga que abrigaba la ilusión de contar con algunos de los votos de los miembros de la Academia; si en veintitrés años de permanencia en el país, con cincuenta y cinco cumplidos, no había llegado a merecer aun un Premio Estímulo, mal podía suponer que siendo los actores aproximadamente los mismos, en todo caso las mismas mentalidades, el juego escénico se transformara radicalmente. Mas lo cierto es que mi conjunto, lo digo sin pretensiones, lucía muy bien; tan bien lucía que al inaugurarse la muestra, Augusto Palanza, donante del premio y coleccionista de buena pintura, vino a mi encuentro todo emocionado, me abrazó y en medio de su alborozo susurró en mi oído: "¡Al fin, Pettoruti!".
No fue el único en sugerirme que tendría el premio; pero quien me lo anticipó como un hecho indudable fue el escultor José Fioravanti, miembro de la Academia y, por lo tanto, futuro jurado; después de haber escuchado las opiniones de sus cofrades, no le cabía la menor duda de que todos me darían sus votos. Tan bien conozco las uvas de mi majuelo que me le reí en la cara, asegurándole que era un ingenuo. Sin embargo se mantuvo firme en su opinión, opinión que a mayor abundamiento era la de la prensa y el público.
Realizada la votación, Fioravanti vino hacia mí y no le quedó más remedio que reconocer su equivocación. Yo no sé por qué ha querido el destino que yo deba siempre consolar a los demás por las improcedencias que se me hacen; ésta fue una de las veces que me tocó la tarea, tan incómodo, para no decir ultrajado, se sentía Pepe Fioravanti. Me contó que reunidos los académicos —pintores y escultores— se alzó y expuso: "Puesto que ya hemos conversado el asunto y estamos todos de acuerdo, doy mi voto a Pettoruti". Hasta allí nomás llegó mi triunfo.
Con respecto a este premio medió un pequeño incidente, helo aquí: un día cualquiera, durante los primeros de la exposición, a eso de las dos de la tarde sonó el teléfono de mi casa: era la pintora Raquel Forner, ganadora del Premio Palanza; me pedía que no dejara de ir a la exposición esa tarde porque se tramaba contra ella algo diabólico que únicamente yo podría evitar. Como estaba alarmadísima, le pregunté de qué se trataba; dijo que no lo sabía en concreto: sólo sabía que algo se tramaba. Le pregunté por medio de quién sabia eso, y me respondió que una persona muy seria, cuyo nombre ignoraba, se lo había dicho por teléfono.
Para sacarla del íncubo hice un esfuerzo y fui esa tarde a la exposición. Allí vi a un alumno mío, Oscar Capristo, merodear por las salas con otros jóvenes de sus años. Le pregunté si estaba enterado de que algo se estuviese tramando; que, efectivamente, algo se tramaba, me lo confesó sin empacho, pero nada terrible: resulta que Ideal Sánchez, alumno de Spilimbergo, lo había llamado a él junto con otros muchachos, y el grupo de completados se había propuesto otorgarme el premio simbólicamente; así, pues, aquella tarde iban a retirar de la pared en que se exhibía, el cartelito que decía: PREMIO PALANZA para colocarlo al pie de mi conjunto.
Mientras mi retrospectiva en Peuser, que muchos ahora dicen que fue memorable, seguía su curso, en los salones de la Dirección Nacional de Bellas Artes trabajaba el jurado de selección de las obras para el Salón Nacional de 1948, al que yo había enviado una tela. El entonces Ministro de Instrucción Pública de Perón, Dr. Oscar Ivanissevich, irrumpió una tarde en los locales y sin circunloquios exigió del jurado el rechazo de mi obra "bajo su entera responsabilidad", porque no quería en el Salón "pintura degenerada".
Si yo hubiera formado parte del jurado, lo hubiese hecho poner en la puerta, sin medir las consecuencias de mi actitud; pero mi viejo amigo, el pintor Quirós, más político, se lo llevó entre charla y charla a dar un paseo haciéndole sentir dulcemente la inconveniencia de su intervención, hasta que lo depositó en un coche; en seguida marchó a la galería donde se exhibía mi muestra, a contarme lo sucedido.
El jurado aguardó varios días antes de reunirse de nuevo. Era el tiempo de los atropellos, de las vejaciones, en fin, de la dictadura y querían saber si el Ministro volvía a la carga. Pero no, el hombre se abstuvo y mi cuadro fue colgado, mejor dicho, fue escondido. Yo he pensado siempre que el mejor lugar de un salón es aquel donde se halla la mejor obra; y así debe ser, porque el cuadro fue visto.
El caso es que muy poco antes de la apertura de ese Salón, el pintor Raúl Soldi, miembro del jurado, me comunicó por teléfono que él y sus colegas abrigaban la intención de castigar al Ministro dándome el premio de uno de los ministerios; el inconveniente estaba en que esos premios, de 2.000 pesos, eran al mismo tiempo adquisición (lo que no es premio) y que en la boleta que acompañaba cada cuadro el precio del mío estaba estipulado en 3.000 pesos; Soldi deseaba saber si yo estaría de acuerdo en rebajarlo a 2.000. Le contesté que en tal caso el castigo me lo infligiría a mí mismo, y que no estaba dispuesto a hacerlo. No le dije, claro está, que el modo valiente de castigar al Ministro hubiese sido darme el Gran Premio.
Copyright Ediciones Solar, 1968

Vamos al revistero