Juan B. Justo

 

 

 

 

 

 

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8 de enero de 1928. En Los Cardales, una chacra próxima a Buenos Aires, agoniza un hombre grueso, de barba, nívea la cabeza; son las doce y media de la madrugada; su mujer corre al teléfono para llamar a un médico; él la disuade: "Me voy, Alicia".
Hace cuatro décadas, un síncope abatió al fundador del socialismo argentino, Juan B. Justo. Tenía 63 años. La tarde anterior, sus manos —manos de cirujano— habían alentado unas matas de hortalizas, sofocadas por el verano; al caer la noche, leía amodorrado en su biblioteca, junto a una vieja lámpara. Toda su vida cabe en aquella última jornada: si bien se mira, no hizo otra cosa que estudiar y sembrar.
Justo murió en paz consigo mismo, satisfecho de su obra. No podía sospechar que comenzaba para la Argentina un período infausto de constante decadencia, aún no agotado. No podía imaginar, que del 5º ó 6º lugar, entre las naciones de vida más holgada, descendería en tobogán hasta la posición que más de veinte países no envidian ya. Ese mismo año, un copioso plebiscito reelegía a Yrigoyen; los poderes decisivos —de adentro y de afuera— no lo toleraron; comenzaba un ciclo alucinante: golpes de Estado, proscripciones, desazón colectiva.
El que sentiría venir la hora nona fue Lisandro de la Torre, quien se suicidó diez años más tarde. Justo no tenía su pasión, su lirismo: "Un Lenín de la tarifa de avalúos", anatematizó el santafesino un día. Cuando jóvenes, ambos estuvieron en el Parque: uno, las armas en la mano; el otro, como médico. De él y su partido dijo también: "Socialistas teóricos y hormiguitas prácticas". Lisandro era certeramente cruel.
Los dos pasaron fugazmente por el radicalismo y los dos fueron candidatos contra Yrigoyen en la primera elección presidencial regida por la Ley Sáenz Peña (1916). Burlado y abandonado por los conservadores, de la Torre se refugió en una corrosiva altanería, hasta erigirse —amargamente solo— en el "fiscal de la República". Justo, en cambio, descubrió una modesta veta electoral: el sistema de la lista incompleta otorgaba al socialismo, de hecho, un tercio de las bancas en el distrito metropolitano. Aquí era imposible el fraude; los conservadores sólo podían hostigar al radicalismo votando por los socialistas. Justo, que fue doce años Diputado y Senador los últimos cuatro de su vida, no debía de ignorar que buena parte de sus votos (más de 50 mil en 1924) brotaban de los barrios residenciales. Tan evidente era la trama que, en este siglo, nunca pudo asentarse en Buenos Aires un Partido Conservador con ese nombre.
El socialismo, importado hace 80 años por obreros alemanes, italianos, españoles, fue originariamente una reacción contra el "unicato" y, a la vez, contra la "revuelta"; pero se necesitó mucho tiempo para que Federico Pinedo —llevando la política de Justo a sus últimas consecuencias— volviese a la tienda conservadora, y Nicolás Repetto —el más fiel lugarteniente— confesara en sus memorias (Mi paso por la política) su antigua predilección por Juárez Celman, Mitre, Roca, Pellegrini, sombras tutelares del liberalismo argentino. Es un hecho que fueron ilustrados y progresistas; también lo es que el pueblo argentino votó sistemáticamente contra ellos.
El equívoco se ha desvanecido: ningún analista político situaría a los socialistas sino en los vacíos que dejan los conservadores (Capital, Mar del Plata). El electorado termina por tener razón sobre sus propios líderes, cualquiera sea la fraseología que esgriman.
Hoy apenas se recuerda a Justo. No es casual que su nombre, en las esquinas de una avenida porteña de baldosas rojas, diga tan poco a los argentinos menores de 40 años. Ellos no pueden conocerlo sino a través del barroco ditirambo de Dardo Cúneo (Juan B. Justo y las luchas sociales) o de la contumaz malevolencia de Jorge E. Spilimbergo (Juan B. Justo o el socialismo cipayo).
Pero fue mucho más que "ese héroe civil" abrumado por la retórica y mucho más que ese engañoso mentor. Su aparición en la política argentina importó un rotundo cambio de estilo. Antes no se iba al Congreso sino a declamar y a compadrear, a veces con cierta elegancia, otras con las mefíticas maneras del hampa. El "maestro Justo" estudiaba. La moneda, el presupuesto, eran sus temas preferidos. No tenía tiempo para ocuparse de las menudas incidencias de la política. No concebía el socialismo —y en este punto fue asombrosamente moderno— como un súbito asalto proletario al poder; positivista a machamartillo, lo definía como la única "política científica". "Me han interesado siempre —decía— los problemas concretos"; y también "no entiendo la doctrina sino aplicada". (Primer traductor de El Capital al castellano, el meollo de sus ideas se encuentra en 'Teoría y práctica de la historia,' hercúleo esfuerzo de un marxista silvestre que solía burlarse de la filosofía.)
Creía puntillosamente —sin duda, por razones morales— en el Progreso, en la Civilización, áridos dioses de un siglo agnóstico. Veía el progreso como una secuencia sincrónica, universal, y hallaba a su país atrasado, desdeñable, sin percatarse de que era su ahorro el que, gracias al librecambio —una panacea, a su juicio— capitalizaba a los rutilantes focos de la Civilización anglosajona, que él veneró ingenuamente. Era, en suma, el mejor discípulo de otro Juan Bautista, de Alberdi, sin su romanticismo ni su pasión nacional. Y, en sus últimos años, también barruntó —como el autor de 'El crimen de la guerra'— que el país debe estar primero que las ideas.
Fue, si se quiere, un personaje antipático, porque antipatizó con la realidad circundante. La historia pasó de largo junto a él, porque la política no era científica. "No ha de ser —escribió una vez, gozoso, en La Vanguardia— que la clase gobernante argentina siga el camino trazado por el Partido del Trabajo." Esa fue su ambición: enseñar a la "ciudadanía esclarecida" cómo mantener su dominio sin ultrajar demasiado a la condición humana. La clase gobernante no se dejó enseñar, y pereció.
José Manuel Estrada, a cuya cátedra asistió alguna vez, pretendía añadir a la democracia la justicia social; Justo preconizaba el mismo aditamento para el liberalismo. Demócratas cristianos y socialistas no fueron afortunados en la política argentina; la tardía consecuencia de ese doble fracaso fue el peronismo. 
Primera Plana
09/01/1968

Vamos al revistero


El "maestro Justo", La Civilidad sincrónica. 1928: bajo dos banderas.