Robos: Los discípulos del Bagre

 

 

 

 

 

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—"¡Todos boca abajo!"
Eran las 9 de la mañana del viernes pasado, y aunque los empleados de la sucursal Boedo del Banco Nación no están acostumbrados a que los traten así, se zambulleron, convencidos por una metralleta, tres 45 y hasta por la media de mujer, que deformaba el rostro de uno de los cuatro asaltantes. Tuvieron tiempo de perfeccionar la pose; sus victimarios despreciaron billetes chicos y monedas durante 50 minutos, antes de evaporarse con 65.582.000 pesos en sus bolsas.
Los robos tipo comando vienen de 1937 (Banco Provincia; 25 mil pesos) y fueron importados de USA; el hampa local los tornó asépticos, evitó sangre y entregadores ("quedan ahí; pueden soplar"). Por eso sorprendió, el sábado 20, el suicidio de Miguel Oscar López, mayordomo del Banco Nación. Tal vez fue una coincidencia (tenía deudas); pero todos esperan los resultados de una investigación privada, la que emprendió Evaristo Pardo Meneses, por encargo del Banco agraviado.
Más suerte tuvo la sucursal Chacarita de otro banco (de Italia y Río de la Plata), que perdió sólo unas decenas de miles de pesos, en lugar de los 20 millones que pensaban arrebatarle seis imaginativos ladrones: trabajaron cien horas, aprovechando el feriado de Semana Santa, para desvalijar el tesoro. Apenas si llegaron a la caja chica.
Pese al fracaso, fascinó la idoneidad de la banda. "Aquí no se trata de hacer la apología de un delito —homenajeaba el diario Crónica—, sino de la sapiencia de quienes lo intentaron con alma de artesanos y mente deslumbradora.''' Se justifica el elogio: la fallida experiencia insumió dos meses de preparativos, un millón de pesos en gastos, cinco tubos de acetileno, una rutilante colección de herramientas y cataratas de ingenio.
Los expertos empezaron por arrendar una rotisería lindera, la Granja Kevien, por trescientos mil pesos. En el frente clavaron un cartel: anunciaba reformas y la próxima reapertura. Esa artimaña permitió acumular materiales de construcción, disimular con tal parafernalia al equipo, que serviría para horadar la medianera y —una vez en el banco— el blindaje del tesoro.
El sótano del comercio se trocó, así, en cuartel general de la gavilla. Cuidaron tanto la imagen, por otra parte, que dos días antes del miércoles 10, en que forzarían el acceso, avisaron a los vecinos que estaban por construir un baño. Nadie sospechó, entonces, del estrépito del martillo mecánico que abría una puerta en la pared de la sucursal bancaria. Al amanecer, cuando cedió el último ladrillo, trasportaron tubos de acetileno, juego de herramientas, alimentos (la caída de una plancha de acero de la caja fuerte se celebró con borgoña y pollo), sesenta botellas de gaseosas y un botiquín, que contenía desde aspirinas y pomada contra quemaduras, hasta un laxante.
Al mediodía del sábado 13 llegó el imprevisto que haría naufragar tanto cuidado; otro celoso, Roberto Stigliano —subcontador del Banco—, decidió adelantar trabajo. "Entré, y de inmediato sentí un olor acre, de soldadura", evocaría después. Sólo transcurrieron cuatro minutos desde su aviso hasta la llegada de una comisión policial, armada hasta los dientes. Sirvió para que los asaltantes aprobaran, al menos, la materia fuga: lo único que alcanzaron a ver de ellos fue un par de piernas, que se escurrían para siempre por la terraza. Lo que se halló fue una cédula, adulterada, que junto al nombre Roberto García incluía una foto de quien alquiló el local.

Los chistes de Quevedo
"Esto es cosa de Quevedo." La frase, apta para ambos hechos, es empleada por investigadores e, inclusive, por confidentes del hampa. Es que el Rey del Scruche, o Pancho el Bagre, o El Bagre Dorado, como se conoce en su círculo a Juan Francisco Quevedo, no hizo más que acumular leyenda a lo largo de su carrera profesional. Iniciado en el delito a los diez años, detenido por primera vez en 1928, pergeñó el mito desde que, en 1928, se llevó 200 mil pesos de una caja fuerte de la Casa de Gobierno.
Treinta y nueve años después, ya famoso y millonario, iba a retirar 38 millones de pesos de una sucursal (Azcuénaga y Santa Pe) del Banco Nación. Para descubrir el movimiento de los fines de semana apeló al correo, un hilo delgado que clausura la puerta: el que entra lo rompe. Basta con reponerlo cada vez para contabilizar entradas y salidas. Un sábado fue él —con sus cómplices— quien entró, pero no a robar: apenas si estudiaban el sitio para elegir los instrumentos adecuados. La semana siguiente, con guantes, bolsas y sopletes, realizan el atraco. Dejan seis millones en plata chica, porque hacían mucho bulto.
Detenido a fines del 62 gracias a un delator, Quevedo fuga del tren que lo llevaba a Buenos Aires. No era para menos: a esa altura ostentaba treinta años de cárcel en prisiones de Argentina, de Brasil, de Colombia. Además, afuera estaban sus vastas propiedades. Algunas de ellas son conocidas: tres aviones, varios autos, casas en Córdoba y en Bernal; hasta un aguantadero propio: el departamento A del tercer piso, en la calle Cochabamba 834.
Hace seis años, al caer preso por última vez, Quevedo desgranó su filosofía ante los periodistas: "No hay que robarle a los pobres"; "No se debe emplear armas: la inteligencia alcanza y sobra". Ahora, lo único que se sabe de él es que tiene 77 años y que el día de la conferencia de prensa soltó una frase que la actualidad vuelve profética: "Pienso retirarme —dijo—: me voy a dedicar a la enseñanza". Sus posibilidades pedagógicas alarmaban, la semana anterior, a las autoridades: puede haber egresado la primera camada.
Primera Plana
23 de abril de 1968

Vamos al revistero

La sucursal del Banco de la Nación despojada de casi 66 millones de pesos, y su gerente (extremos, derecha e izquierda); al centro arriba, Quevedo, alias El Bagre Dorado —circa 1918— en su primer prontuario, y al ser detenido por última vez: ¿Maestro?