Gato Barbieri: Soplar y hacer belleza
Como un infinito abrir de puertas hacia el pasado y el futuro, hacia la gracia y el castigo; como la palabra mágica que convoca a los dioses, la música del Gato provoca y descubre universos. Inundados por el sonido, es fácil reconocer que esas praderas y aquella selva, estas montañas y todo el cielo yacían allí, agazapados en una melodía que el saxo desarma y procrea. El pretexto puede tener la nostalgia de un tango, el aullido de un carnavalito, la pena de un son. Con esa materia y la de sus sueños, con migajas de sus miedos y exaltación de sus descubrimientos, se nutre Tercer Mundo Gato, el recital que Leandro José Barbieri, tras 9 años de ausencia, elabora en el Regina a partir del jueves 18.

 

 

 

 

 

 

OTRAS CRÓNICAS NACIONALES

River en su hora más gloriosa
El ser o no ser en la obra de Liberti
Chunchuna Villafañe, modelo de peronista
Rubén Juárez, de canillita a cantor
El porteño, ese bicho raro
Atahualpa Yupanqui
El Túnel subfluvial
Último vestigio del Far West argentino La Carolina: fiebre y agonía del oro
La leyenda del León de Wembley
Reportaje a Ringo Bonavena

UN DÍA, UN GATO. "Vivíamos en Rosario, cerca del parque Independencia. Mi padre, carpintero, ebanista, con gran debilidad por el violín; mi madre; mi hermano Rubén, 4 años mayor. Cuando nació Raquel, yo tenía nueve años y pasaba las tardes en la Infancia Desvalida, una escuela donde enviaban a los chicos para que no molestaran en la casa o en la calle. El maestro Serafino nos enseñaba música a trompadas. Todos éramos unos reos infernales. Había que pagar un peso por mes, nadie se molestaba en cumplir ese ni ningún otro reglamento. Yo era muy chiquitito, quizás por eso recuerdo el patio donde jugábamos como un sitio inmenso y feliz. El resto del día lo dedicaba al fútbol y a las carreras de autos. Mi padre me hacía modelos especiales, con ruedas inmensas. Igual siempre llegaba último, me autojustificaba pensando que era el menor. En ese tiempo solía ser impertinente con las chicas, y desgraciado en el colegio. Prefería decir que no había estudiado antes que sufrir la pesadilla de pasar al frente. Era más tartamudo que ahora y las lecciones orales se parecían al infierno."
Ahora, los ojos inmensos y claros se guiñan entre las sonrisas tiernas que le provoca el pasado y ha conseguido olvidar, por el momento, el cuarto de hotel que detesta. "Cuando llegamos —susurra Michelle, su mujer— todo era horrible, las paredes celestes, las lámparas frías. Nos abalanzamos a sacar cualquier cosa de las valijas para cubrir tanta fealdad." Por eso hay collares y muñecos, cintas y sombreros, pantallas diseñadas en cartón con una tijera hábil, flores y fotos que justifican el ambiente.
Gato se sirve un vaso de leche y lo toma con gesto aplicado. Después vuelve a la memoria. "Tenía 12 años cuando mi hermano, que ya era un buen trompetista, fue contratado por la orquesta de Rene Cóspito." Tras de él, toda la familia se trasladó a Buenos Aires. Leandro tocaba el requinto, "porque tenía manos demasiado chicas para el clarinete, mi verdadera pasión". Vivían en Matheu y Carlos Calvo, Gato trabajaba en una imprenta y recuerda las manchas, de pintura, el olor obsesivo de la tinta. Muy poco después, Rubén decidió que su hermano debía dedicarse solamente a estudiar música.

EDAD DIFÍCIL. El maestro de clarinete Ruggiero Lavecchia (padre de Bubby) condujo su aprendizaje durante 6 años. Pero Alberto Herbier, un saxofonista con el que Barbieri estudió la mitad de ese tiempo, atesora los recuerdos más conmovedores: "Era, un músico sensacional, sin embargo nunca pasó del cabaret".
Gato parecía preocuparlo especialmente. "Me hacía ir a practicar todos los días al cuartito que había alquilado en un conventillo, espiado por una vecina oficiosa. El cubículo había sido una cocina, pero entonces, con el techo bajado y las paredes cubiertas de material acústico, exudaba una atmósfera asfixiante. Hacia el fin de mi práctica, cuando ya tenía el cuerpo empapado en sudor, y no precisamente de entusiasmo, llegaba el maestro y me saludaba: ¿qué decís, pescao? En seguida me liberaba."
Por esos años, su hermano Rubén se acostaba de mañana. "Entonces, para no molestarlo, a las 8 tomaba un tranvía y me iba a Villa del Parque a hacer mis ruidos en casa de un tío. Tardaba una hora y media en llegar, nunca estudiaba más de 75 minutos y me embarcaba de nuevo, en ese viaje que me gustaba tanto. Con la cara apoyada contra la ventanilla, las tres horas pasaban volando."
Hasta los 17 años Leandro José jugaba al fútbol en la calle. Cuando se, mudaron a parque Chacabuco, el barrio resultó hostil a su pasión. Ya era demasiado grande para los autitos, para la matinée de los domingos —"todavía recuerdo la depresión cuando terminaba el cine, comenzaba la noche, se acercaba el lunes"— y terriblemente inhibido con las chicas.
Su primer trabajo profesional fue con la jazz Casablanca. Tenía 18 años, el pelo muy corto, anteojos oscurísimos y un silencio constante. Es la etapa que más le cuesta evocar ("¿eso es la adolescencia?", pregunta). Se calla un momento y después asiente: "Debe de ser, claro, pero no era feliz, me parece, y siempre trato de olvidar el sufrimiento". 
Algunos años más tarde comenzaron las reuniones en el Bop Club de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Iba todos los lunes, religiosamente. En 1957, cuando Lalo Schiffrin volvió de Europa y formó su primera orquesta, Gato era parte del equipo como saxo alto. "Tocábamos en Le Roi, un boliche que duró poco, en Córdoba y Carlos Pellegrini." Pero el conjunto grabó discos en cooperativa y los nombres, hoy casi míticos, se reunieron en una agrupación, Nuevo Jazz, que cosechaba fanatismos inolvidables.

OTRAS TIERRAS A LA VISTA. Comenzaba la década del 60, Leandro recibe el bautizo de sus compañeros. "Corría toda la noche, de '676' a otros locales; dicen que hago muecas felinas y comienzan a llamarme Gato." Entonces conoció a Michelle, que había vivido en Europa y en los Estados Unidos.
Al poco tiempo le encargaron la música de 'Dar la cara', un trabajo que jamás pudo cobrar. Más tarde, su hermano Rubén compuso las partituras de El perseguidor y Gato interpretó los solos de saxo. En 1962 los Barbieri se fueron a Italia.
"No conocíamos a nadie, pasábamos bastante hambre, hasta que, de a poco, en pueblos tan chicos que ni recuerdo el nombre, comencé a trabajar." Un poco más tarde lo contrataron para un recital en Milán. "Cuando llegé supe, por los afiches, que una noche después que yo actuaba allí mismo John Coltrane."
Algunos años antes, desde Buenos Aires, Gato había enviado un regalo a su ídolo, una funda de cuero verde para el saxo. "Cuando fuimos a verlo yo temblaba, pero él insistió en escucharme. Después murmuró: bien, muy bien, pero sin alharacas, como hacemos los músicos siempre desconfiados de las palabras."
Al año siguiente, en el 63, Don Cherry y Sonny Rollins pasaron por Roma. Pero tan sólo en el 65, en París y por casualidad, se reencontraron en una improvisación que no cesó durante años. "Gato no sabía una palabra de inglés, el único idioma que hablaba Don —recuerda Michelle—, pero no parecían necesitar intermediarios, la comunicación fue siempre total, impecable."
Entonces comenzó el viaje musical que los paseó por Europa y culminó en Estados Unidos. Allí, con el bajo Henry Grimes y el baterista Edward Blackwell, grabaron Complete Comunión. En 1966, durante el Festival de jazz de Bologna, Gianni Amico filmó la única película que los jazzmen reconocen como legítima dentro de su mundo: Appunti per un filme sul jazz. Michelle era asistente de dirección y reconoce que "la experiencia fue fascinante. Gato y Don eran profusamente silbados, el público todavía no aceptaba el free jazz. Además, los italianos eran muy ceremoniosos y Don tocaba sin zapatos, eso bastaba para enfurecerlos".
En abril de 1970 Pasolini confió a Barbieri la partitura de su Orestiada Nera, un film-encuesta rodado en África. Como nexo, la imagen de Gato con su saxo y dos cantantes elabora durante 15 minutos una secuencia que "según Pier Paolo, inventa un futuro para la ópera".
Entre ambos films Barbieri conoció y amó la obra de Glauber Rocha. En septiembre de 1968 ("ya había visto 6 veces Dios y el Diablo en la tierra del sol"), el brasileño se alojó 2 meses en la casa que Gato y Michelle tenían en Nueva York. "Era un momento terrible, hacía meses que el saxo estaba colgado, creía que nunca más volvería a la música. Una especie de prejuicio no escrito había comenzado a cercarme. No entendía por qué, hasta entonces, los músicos negros no me habían rechazado, pero estaba seguro de que, en alguna parte, había un gran error. El jazz era su música, no podía ser la mía. Pensaba, soy un blanco y no tengo derecho al lenguaje del sufrimiento de los colonizados."
El razonamiento de Rocha fue simple e impecable. "Me hizo ver que no bastaba ser blanco para ser colonizador, que los latinoamericanos, como los negros, son el otro mundo, el tercero." Y los sonidos de la nostalgia, los temas apenas recordados, las melodías que alguna vez lo conmovieron empezaron a rondarlo sin descanso.
Pero durante un año entero no encontró productor. Hasta que Bob Thiele, adelantado del free jazz que produce a Coltrane, aceptó la idea. Y en esa Nueva York que lo aterra hasta el punto de que jamás sale de noche si puede evitarlo, "en esa ciudad que odio cada vez más, aunque sé que es hermosa, grabé durante la Navidad del 69 lo que Glauber llama mi riqueza de subdesarrollado, mi fortuna de ser marginal".

UN DÍA, UN HOMBRE. Con el sombrero que atenúa el temor de los ojos, tocando la flauta o cantando una estrofa de Yupanqui, con Kerestezachi en piano, Lapouble en batería, Cevasco en bajo, Cura en percusión y el increíble Nana en tambores y bimbao, Gato entrega su versión de un tercer mundo unido.
Con una música de estratos riquísimos, que dilata sus propios límites, que desborda fronteras de ritmo y de tiempo, como un dios Pan tímido, Gato propone celebrar una fiesta inacabable, una danza que abarque toda América latina, un lenguaje que deletree los sonidos de un pasado sin escamoteos, de un porvenir infinitamente libre.
Entretanto, en un cuarto de hotel que lo entristece, preso de una melancolía que no cede, lucha con sus propios fantasmas tratando de asir alguna felicidad. "Estoy harto de este vagabundeo incesante, de los baúles y los aviones, de las ciudades agresivas y del pánico que cada tanto me atrapa y no quiere soltarme. No es verdad que el sufrimiento sea indispensable para la creación. Yo quiero paz y seguridad. No sé razonar demasiado ciertas cosas. Los amigos de antes, en Buenos Aires, parecen haber encontrado tranquilidad. Ellos dicen que han renunciado, que el desarraigo y la marginación son mi fortuna. No estoy seguro más que de una cosa, no quiero tener miedo del futuro, Michelle y yo también necesitamos nuestro lugar sólido en la tierra, nuestra felicidad de todos los días y debe haber alguna manera de conseguirla y seguir haciendo música."
En seguida sonríe para iluminar el ambiente, se despereza como un felino despreocupado y advierte: "soy muy neura, cada vez estoy más exigente". Y se apresura a abandonar el hotel al terminar la entrevista, porque "no me gusta nada quedarme solo". 
Aída Bortnik
Revista Panorama
30/03/1971

Vamos al revistero