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La platea bullía, efervescente. Los espectadores brincaron sobre sus asientos, ebrios de ira, a punto de romperlo todo, a un paso del delirio. Desde lo hondo del foso brotó una voz ronca, la del brujo: ";Aj, aj, te convertiré en una estatua de piedra!" Apenas se oyó el ruego de la Princesa: "¡Piedad!" Cien niños sintieron que la venganza excedía los límites de su ingenuidad, y uno de ellos, un rubio de 5 años, de ojos centelleantes, abandonó su asiento, se precipitó al proscenio, pegó un salto y escupió la odiada cabezota del villano. Esa cumbre de excitación no es tan remota para el titiritero Ariel Bufano —con el brujo enguantado en su mano derecha—; es, apenas, una cuesta que su público, una fragorosa mata de chicos, devora cada sábado y domingo, impelido por un inconsolable afán de justicia. Bufano limpió la cara torva de su muñeco y, a partir de allí, hubo que disminuir la intensidad prevista para algunas escenas de El caballero de la mano de fuego, de Javier Villafañe. "Conviene soslayar el punto crítico, para que los chicos no se desboquen", aconseja.
Sin embargo, un éxtasis semejante inunda semanalmente las plateas de las cuatro salas de Buenos Aires que ofrecen matinées de teatros de títeres, y en donde, lateralmente, se procura dilucidar una vieja polémica: si los títeres son un espectáculo para niños o una expresión de arte teatral para todas las edades. Por lo pronto, a los muñecos se les concede el privilegio de servir a la imaginación de los autores, más allá de la lógica y las limitaciones de un actor de carne y hueso. En su virtud primigenia, la génesis de su magia. Y esa magia adquiere dimensiones imprevisibles. Mientras representaba una escena de su obra Sopa de piedras, Juan Enrique Acuña preguntó, a través de su muñeco, el nombre de algunos ingredientes. Una catarata de propuestas se descargó sobre el retablo: "¡Fideos! ¡Pan! ¡Zanahorias! ¡Chocolate!" El muñeco repetía cada nombre, complacido, pero olvidó uno:
— ¡Ravioles! —dijo, por fin, y entonces un chiquillo de cuatro años, subido al escenario para vociferar su plato favorito, distendió sus músculos, convirtió su mueca en sonrisa y se volvió satisfecho a la butaca. Lo habían escuchado.
Esta profesión, que difícilmente se abandona, fue trasplantada inicialmente por los conquistadores españoles; explotada luego por los inmigrantes italianos de fines de siglo; adoptada por los feriantes que invadieron Buenos Aires en los años veinte, y modernizada ahora por los continuadores, en la última década. De los pesados gladiadores de hojalata, que protagonizaban ruidosas luchas cuerpo a cuerpo, hasta las sutiles pantomimas de manos que pueden sugerir un desnudo o el amor de dos seres contrahechos, que Alejandro Ginert representó con sus pies, los títeres recorrieron todos los caminos de la creación. Se fusionaron los estilos hasta que el antiguo títere javanés, hecho para manejar con varillas, fue adaptado al guante. Las marionetas, sostenidas por finísimos hilos, dialogan ahora con las sombras y se zambullen en la noche de la cámara negra. Todo con el propósito de arrancar la carcajada del niño.
Este objetivo lo consiguió en 1908 José Costanzo del Grasso, un siciliano que trajo sus muñecos de Italia para alternar con su tarea de botero en el Riachuelo. Su teatrillo ambulante ofrecía obras en italiano en el barrio de la Boca; al asociarse con Sebastián de Terranova, nacieron los legendarios Títeres de San Carlino que recorrieron los barrios porteños hasta 1918. Al término de cada función, los muñecos eran atendidos en una enfermería portátil, donde se restauraban las heridas sufridas en el combate del último acto, la escena que cautivaba a los chicos. Aunque las precursoras del moderno teatro de títeres en la Argentina, Mane Bernardo y Sarah Bianchi, han colgado un par de aquellos gladiadores de lata en las paredes de sus casas, entienden el espectáculo de otro modo: "La gente, inevitablemente, asocia títeres con niños. Por eso nos cuesta hacerle entender que algunas obras son exclusivamente para adultos, que se puede hacer teatro serio con muñecos." Esa actitud las lleva a enfrentar el mal humor de quienes se empeñan en ubicar en la platea a sus hijos, a pesar de las recomendaciones en contrario. "Generalmente deben llevárselos a los pocos minutos de iniciada la obra, cuando advierten que el libreto desarrolla una problemática y un lenguaje no apto para menores."
"No nos gusta mezclar una y otra cosa. Cuando el espectáculo es para niños, todo va dirigido hacia ellos, desde la invitación hasta el contenido de la obra", explicó Sarah Bianchi. Detrás suyo, sobre una pared forrada de libros, máscaras, afiches y bocetos de decorados, navegaban airosas marionetas. Esas marionetas hicieron posible la teatralización de La farsa del pastel y la torta, El vendedor de pollos y La maja majada, hace 20 años. Hasta 1957 la compañía Bernardo-Bianchi hizo temporadas de teatro para adultos en las que sus títeres encarnaban a personajes extraídos de un mundo acosado por los conflictos sociales. "Pero no se puede mantener un teatro de éstos amparándose en el público adulto. Para poder sobrevivir hay que buscar a los chicos. Este país no entiende que Moliere se puede representar con títeres." El que sí lo entendía era Federico García Lorca, que en 1933 trajo esa idea a Buenos Aires y preparó una función reservada a la gente de teatro, en el hall del Avenida. La iniciativa fue recogida por Ernesto Arancibia, que había colaborado con García Lorca en la exhumación titiritesca de Los habladores, de Cervantes, Las euménides, de Esquilo, y El retablillo de don Cristóbal, su propia obra. Tres años después, Arancibia abandonó los muñecos en manos de la persona más talentosa de su elenco, Mane Bernardo, y traspuso las puertas de la cinematografía profesional con el grado de asistente de dirección, bajo las órdenes de Luis Saslavsky.
La Bernardo, empeñada en montar espectáculos de jerarquía, fue detectada por el entonces Instituto Nacional de Estudios del Teatro (dependiente de la Comisión Nacional de Cultura) y llamada, en 1940, para crear el Teatro Nacional de Títeres. Dos años más tarde se le unió Sarah Bianchi, profesora en letras y diseñadora de decorados. Su habilidad para engendrar cuerpecillos y rostros de papel y engrudo le confirió una maternidad de la que no pudo zafarse jamás: fabricó y remendó cientos de muñecos en su clínica, cuyas vidas arrancaron desde las yemas de sus dedos.
Una tragedia destruyó la mayor parte de esa familia en 1946, cuando la irrupción del peronismo destrozó los proyectos, cesanteó a la Bernardo y estimuló un incendio (el primero de ese régimen) que incineró al centenar de muñecos guardados en un depósito del teatro Cervantes. Esa noche, los ídolos de papel maché se derritieron sobre los estantes, y sus ojos derramaron espesas lágrimas de lacre. Al otro día, las dos madres quisieron rescatar los despojos, pero se les negó la entrada. "Tuvimos que comprar la basura el día que vaciaron el depósito, y así salvamos la vida a 15 muñecos. Fue penoso presenciar el funeral de casi todos ellos en un basural del suburbio." Al año siguiente nacía el Teatro Libre Argentino de Títeres que en poco tiempo tomaría definitivamente el nombre de Teatro de Títeres Mane Bernardo-Sara Bianchi. "La palabra argentino nos confundía con el gobierno y el vocablo libre hacía pensar que las funciones eran gratuitas."
El impulso dado por García Lorca puso también en movimiento a otro pionero: Alberto Morera, fundador del teatro La Nave. En su retablo aprendió a manipulear los muñecos Francisco Rojo Anglada, un pintor-escenógrafo que los incorporó a su teatro independiente. Fue sólo un intento: un par de años después, sobre sus ruinas se edificó una sociedad más duradera, la que integraron, bajo la dirección de Rojo Anglada, los titiriteros Oscar Arverás y Clara Giol Bressan. Los hermanos Alma y Sergio de Cecco completarían la troupe. Con ese elenco, el teatro Tío Vivo puso en escena Pasos de comedia, de Lope de Rueda; Médico a palos, de Moliere y algunos entremeses de Cervantes.
Influenciado por el fervor didáctico del gobierno mexicano, Rojo Anglada reprodujo en Buenos Aires la serie de obras para títeres con que las escuelas aztecas educaban a sus alumnos. Un personaje del mundo infantil, Comino, se convirtió así en el más convincente maestro que conocieron los chicos. "Cuando dimos Comino, límpiate los dientes, los alumnos aprendieron rápidamente y sintieron la necesidad de higienizárselos todas las mañanas. Habíamos reproducido la guerra que las bacterias libraban dentro de aquella boca gigantesca que ocupaba todo el escenario, y en la que, por supuesto, siempre triunfaba Cepillo." Los escolares también vieron a Comino incursionar en El país de los holgazanes, donde todos se morían de hambre y vivían en la miseria por no trabajar.
Pero el mayor triunfo de Rojo Anglada estriba en haber introducido una modificación substancial: la decoración corpórea, que eliminó definitivamente al viejo telón de fondo e incorporó la escenografía titiritesca. "Los chicos creyeron así en la realidad de las escenas. Tanto que una vez una nena vino a espiarnos cuando desarmábamos el retablo, y al ver cabezas separadas de sus cuerpos, en una valija, lloró desconsoladamente y avisó a sus amiguitos que habíamos matado a todos los títeres."
De la misma generación, Juan Enrique Acuña inició, simultáneamente, una corriente titiritera similar en el norte del país. Los Títeres de Verdegay, nacidos en 1944, en Misiones, bajaron luego a Buenos Aires y se convirtieron en Titiritaina. Viajaron después a Resistencia y Posadas, donde Acuña aprovechó para dictar cursos de perfeccionamiento artístico, y en 1960 se afincaron en el teatro IFT, utilizado también como depósito y taller. Acuña dispone, desde entonces, del mejor escenario para teatro de títeres: un foso de 9 metros de largo (destinado a la orquesta) donde ha embutido su moderno retablo. "Mis muñecos actúan al nivel del público y se desplazan en una escenografía amplia que permite colocar varios decorados en un mismo plano."
Pero la revolución se produjo en 1961, cuando Acuña viajó a Checoslovaquia ("La patria del títere"), becado por el Ministerio de Cultura de ese país, para estudiar en la Facultad de Títeres. "Los checos tienen 16 teatros profesionales y 8.500 vocacionales. Un ejército de psicólogos decide la clasificación dé las obras de acuerdo con una escala acomodada a estas edades: 4 a 6 años; 6 a 8; 8 a 10, y 10 a 12. Se hacen espectáculos completísimos, en los que combinan todas las técnicas logradas: desde el juego de luces y sombras hasta la pantomima de manos."
Allí fue donde Acuña vio por vez primera una representación de teatro negro, lo más avanzado en títeres: La escenografía y los cortinados son de terciopelo negro, lo mismo que las capuchas y ropas que cubren a los titiriteros. Un callejón de luz atraviesa el escenario de un costado a otro, de manera que los muñecos se pueden manipulear frente al público, por detrás del rayo de luz, sin que la platea lo advierta. Se consiguen efectos increíbles." Sobre esta idea, Acuña intentará ahora teatralizar un cuento infantil de Paul Eluard, La niña más liviana que el aire. Quizá vuelva a sorprender a sus colegas, como ocurrió cuando introdujo animales de espuma de goma en su obra El mosteo y el león. Una gacela corriendo a través del proscenio y un lagarto arrastrándose por los bordes convirtieron la imaginación infantil en una verosímil fábula zoológica.
Las pulcras técnicas que Acuña observó en Praga, Varsovia, Sofía, Bucarest y Moscú definen el estilo de la Europa Oriental. Sarah Bianchi, en cambio, recorrió Occidente y descubrió que "los ingleses sólo innovaron en torno de lo tradicional; los franceses montan espectáculos de vanguardia, de menor calidad pero de mayor originalidad, y los norteamericanos explotan a los títeres de todas formas: en colegios y agencias de publicidad, siempre con los mejores medios técnicos a su alcance".
Despreocupado de las corrientes de vanguardia, ajeno a Lope de Rueda y Cervantes, Javier Villafañe (bordeando los 50 años, como Acuña) inició también en la década del 30 un derrotero que juzga todavía inconcluso. Villafañe recorre permanentemente el país a bordo de una pesada carroza, La Andariega. Hace 9 años consiguió que la Municipalidad le cediera una berlina, en la que instaló un retablo, para recorrer barrios porteños y villas de emergencia y promover a los autores nacionales. Hace pocos meses, Villafañe debió vender todo y ahora traslada su equipo en un par de valijas. Incansable trotamundos, remontó el Altiplano y enfrentó sus muñecos a una tribu de indios bolivianos, sobre la ventana de una choza de paja y adobe, en los alrededores de La Paz.
Al estribo de ese mismo carruaje, Ariel Bufano recorrió también los barrios pobres de Buenos Aires. "Era asistente de Villafañe desde 1950, cuando Javier visitó mi provincia, Mendoza, y me atrapó con sus títeres." Ahora dirige su propio teatro en la sala Artes y Ciencias de la Galería Maipú. Asimilado a las nuevas técnicas, Bufano conserva, sin embargo, la misma tesitura de su maestro: "Hay dos tendencias: la que encabeza Mane Bernardo, con sus obras para espectadores refinados y cultos, y la de Villafañe, que busca un resultado emocional y masivo. Yo estoy alineado en esta última, porque no creo en el teatro de élites."
Sin traicionar su idea, Bufano montó junto con Sergio de Cecco un teatro de marionetas, y en 1960 ofreció Romeo y Julieta, de Shakespeare, versión a la que se había quitado los suicidios del desenlace. Todo el público de Mataderos comprendió la obra y, al caer el telón, un parroquiano lo abrazó efusivamente: "¡Un kilo de arte, pibe!"
Según Bufano, la agrupación pionera que fundaran Ernesto Arancibia, Mane Bernardo, Moneo Sánz y José Luis Lanuzza, "fue la mejor semilla que nos dejó Federico aquella tarde de 1933".
Carlos Moneo Sánz fue el primero que abordó la creación de un teatro estable, Los Títeres del Triángulo (junto a Gregorio Verdi y José Vaccaro), el más formidable intento desplegado en Buenos Aires para remedar la fama institucional de los piccoli de Podrecca. En 1943, Moneo Sánz presidió la primera escuela para aprehender la técnica del muñeco y su manejo escénico, además de propender a su difusión estableciendo un intercambio informativo con otro tablados de América. El intento fructificó en la Primera Muestra de Teatros de Títeres, con la participación de una veintena de elencos de Hispanoamérica, realizada en diciembre de ese mismo año en el salón de actos de la Caja Nacional de Ahorro Postal. A Moneo Sánz se debió en abril de 1945, la única revista específicamente dedicada al género.
El revés de la trama son los titiriteros que viven de los cumpleaños infantiles y ofrecen obras insulsas, huecas, aburridas. "Se trabaja para un público difícil, porque el niño es implacable. Por eso, los que improvisan son
capaces de brindar espectáculos para infradotados o superdotados. No hay escuelas para titiriteros, pero eso no excluye una necesaria capacitación teatral. Sin capacitación, sólo poetas y niños pueden ser buenos actores."
Utilizar los títeres como antídoto de la televisión parece ser, en algunos casos, una medicina saludable. En otros, en cambio, un turbio recurso pedagógico. Cuenta Bufano que luego de una función un señor advirtió a su hijo:
—Si no te portas bien, llamo al Brujo...
—¡Qué me importa! Le parto la cabeza con un garrote, como hizo el Príncipe.

Todos penden del mismo hilo
La pasión por los muñecos y las marionetas hizo abandonar a Raúl Carulli su profesión de abogado. Sólo unas horas dedicadas diariamente al periodismo lo sustraen del retablo. "Vittorio Podrecca también se doctoró en leyes, y después las cambió por esos personajes", se consuela. La conversión redituó buenos dividendos, a Podrecca, quien recorrió todas las capitales con las marionetas más cotizadas del mundo, durante 50 años. Carulli, desde su retablo céntrico (en el teatro ABC), apenas puede financiar la puesta en escena de sus obras: "Montar un espectáculo cuesta entre 40 y 60 mil pesos; pero no es un buen negocio, ya que las funciones se realizan únicamente en las matinées de sábados y domingos. Una vez desglosados los impuestos y derechos de autor, el bordereau se reparte por mitades entre el empresario de la sala y el titiritero."
Tampoco cubren sus gastos los actores, quienes perciben cerca de 500 pesos por mover a sus muñecos y recitar la letra toda la tarde. El precio de las localidades oscila en los 100 pesos "Cobramos algo más de la mitad de la obra que se presenta a la noche, pero la taquilla es favorable si se superan los siguientes imponderables: densidad del clima político, epidemias de gripe, lluvias y fríos polares." O sea todo lo que obliga a encerrar a los chicos en el hogar. "Pero si la tarde es templada y agradable, con un sol generoso, los padres prefieren llevarlos a Palermo. Nuestro clima ideal es un cielo nublado, amenazando con finas lluvias", explicó Carulli.
A veces, la inversión debe someterse a riesgos imprevisibles, como la calificación municipal, que incluyó a la obra de Roberto Cossa, Una mano para Pepito, en la lista de "espectáculos inconvenientes para menores de 14 años". Acuña, su director escénico, tuvo que sacarla de cartel porque la pieza ridiculizaba a las investiduras oficiales.
Todo es posible en este reino, hasta que un actor aparezca en escena y hable con los muñecos. Es, quizá, la única manera de sobrevivir a la influencia que Bernard Shaw atribuyó a los fantasmas de trapo: "El títere — escribió— con su fija e intensa expresión, con su extraño traje resplandeciente, con su actitud extraterrena, obra sobre la imaginación como las grandes figuras de los emplomados ventanales de la catedral de Chartres, que ni cambian la expresión ni se mueven y, sin embargo, son mucho más , vivientes que la gente natural que desde abajo los mira." 
24 de agosto de 1965 
PRIMERA PLANA