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"Dios nos creó iguales, y nada nos diferencia cuando entramos en este mundo", sentenció Mohamed Reza Pahlevi, en correcto francés, en el Congreso de la Nación. Sin embargo, debió reconocer que a partir de ese momento —el de la entrada en este mundo— el destino de los hombres es descabellado: tanto el que le tocó a una vieja harapienta que se estrelló contra los cinco agentes de la custodia personal del Chahinshah (rey de reyes), en la puerta del Congreso, al grito de ¡Viva Aramburu!, como el suyo propio. Un destino de esplendores protocolares que obliga al Emperador de Irán, a su séquito y a sus servidores, a impostar —cada día, cada hora, siempre— una altanería que tal vez le pese como una mochila de plomo.
Antes de su llegada, hace diez días, miembros de la Cancillería y el Embajador de Irán, Abdlahad Yekta, sintieron ya el impacto de esa responsabilidad; era como si cada uno jugara su honor y su puesto, y cada uno estuviera dispuesto a perecer en la demanda, a despecho de rencillas y malentendidos. A diez días del arribo del Cha se produjo el primer conato: diplomáticos iranios visitaron la residencia de Eduardo Acevedo, en el barrio Norte, para ver qué tal era, antes de acceder al ofrecimiento del dueño de casa para hospedar allí al insigne huésped. El propio Yekta abrió el fuego exigiendo el retiro de las imágenes religiosas del dormitorio y el reemplazo de las alfombras, por inadecuadas, argumentó. Acevedo repelió las demandas cuando el Embajador frunció el ceño ante el óleo de un antepasado de la familia. "No, eso sí que no —dijo, furioso— Al abuelo no lo saco."
A los pocos días, Yekta insufló las iras del Director Nacional de Ceremonial, Mariano de Apellániz: "Por lo visto, en Buenos Aires no hay una residencia digna de la personalidad del Cha", conjeturó. Para muchos fue casi una provocación, o por lo menos el detonante que decidió la instalación del matrimonio Pahlevi en el departamento 368 del Plaza Hotel, un tercer piso sobre las calles Charcas y San Martín, además de otra veintena de habitaciones, a su vera, para los miembros de la comitiva.
La suite 368 fue redecorada al estilo Luis XVI, con adornos que iban desde los apliques de cristal de baccarat hasta los grabados italianos del siglo XVIII, sin descuidar las cortinillas de brocato, candelabros de plata, frutas de cera desbordando el dressoir; en suma, un rococó en tecnicolor que, según previno Yekta, frotándose un pañuelo por la frente, "hará sentir al Cha como en su casa".
En rigor, el Cha se sintió prudentemente halagado. Un mínimo detalle bastó para probarle la eficiencia de sus servidores: los teléfonos negros de su suite fueron trocados por otros blancos, "porque el Cha odia el color negro, aunque aquí, francamente, los teléfonos blancos andan tan mal como los negros'', bromeó el maitre del Plaza. Y otro detalle todavía más elocuente: la suite imperial disponía de dos dormitorios; en uno se expandía una imponente cama de dos plazas; en el otro, dos gamitas gemelas, "porque el Cha y señora duermen la siesta separados". Pero tanta pulcritud no impidió que un flujo de imprevistos disolviera la solemnidad a que se habían conjurado los anfitriones. El lunes 10, en vuelo hacia Buenos Aires, una azafata de Aerolíneas Argentinas tropezó con otra y volcó whisky y canapés. La muchacha, lloriqueante, se quejó al comandante del avión; "¡A quién se le ocurre que debo caminar hacia atrás para no darle la espalda a ese Señor!" Reza Pahlevi se apresuró a conceder la primera merced: "Momentáneamente, pueden darme la espalda", decretó.
Una hora después, en el Aeroparque, acallados los bramidos de una batería y cuando el Cha y el Presidente Illia intercambiaron saludos, el Intendente Rabanal aludió a la cultura de Irán antes de regalar al huésped las llaves de la ciudad, "pero la cultura de Irán es un tema que irrita al Cha —musitó un funcionario de la Secretaría de Cultura de la Municipalidad, sonriendo—; tienen entre un 80 y un 90 por ciento de analfabetos". El Cha, con uniforme naval, aprehendió imperturbable los susurros de su traductor, en tanto comenzaba a nacer, a nivel de las señoras de los representantes del gobierno argentino y empleados del aeropuerto, el clima divertido y el infaltable reguero de comidillas. El tema predominante era éste; de cómo una ex estudiante de arquitectura en Francia puede llegar a emperatriz; de cómo su suerte depende de la suerte y el futuro de su hijo Ciro Alí, proclamado heredero imperial a los cinco días de su nacimiento, en 1960.
Agoreramente —y por si acaso—, la suerte de su esposo estaba signada por un cerco de 75 motociclistas de la Policía Federal y una ambulancia (que transportaba dos litros de sangre del grupo de Su Majestad), que lo persiguió, a partir de allí, a lo largo de la estada.

Puras luces rojas
Que Reza Pahlevi es un hombre cauto y prudente, que abunda en movimientos felinos y está compenetrado de su papel, a extremos de no permitirse una carcajada o siquiera un gesto fuera de libreto, quedó patentizado esa misma tarde en la Casa de Gobierno, cuando opuso a la parsimonia de Illia la suya propia y se limitó a asentir con la cabeza al paso de los acólitos del Presidente; o cuando, sin muchas efusiones, uno y otro intercambiaron la Gran Cruz del Libertador y el Gran Collar de la Orden de Pahlevi, instituido por su padre. Nunca corno en este caso, una condecoración representó un símbolo más vacuo: Reza Khan Pahlevi, el padre (pronazi y amigo de Rommel), fue obligado a abdicar en 1941. Apodado Sombra del Todopoderoso, Vicerregente de Dios y Centro del Universo, sumió a Irán ('país de los arios', en idioma iraqués) en una vorágine política de la que emergió sólo doce años después, cuando su heredero consiguió derrocar al líder nacionalista Mohamed Mossadegh.
Contra lo que estipula la experiencia, el Cha llegó diez minutos antes de lo previsto a su cita en la Casa Rosada. Perette y Miguel Angel Zavala Ortiz arribaron 14 minutos después y esgrimieron, ante Illia, la misma excusa: "Los semáforos de la avenida Santa Fe no están sincronizados, puras luces rojas."
Esa falta de puntualidad fue reparada al día siguiente; un centenar de estáticos granaderos aguardó durante horas la presencia del Cha en torno del monumento a San Martín, en Retiro. Pero esta vez el Emperador llegó tarde, cuando los soldados palidecían y cuando ya uno de ellos había caído desmayado sobre el pavimento. El Ministro Leopoldo Suárez, su acompañante, procuró ignorar la flaqueza: sonrió y trató de despistar al huésped interesándolo por el frenesí de una horda de fotógrafos. Reza Pahlevi también sonrió, pero menos.
El costado más insólito de la personalidad del Cha fue expuesto en el Congreso Nacional, cuando trató de esbozar su propia imagen, la de un emperador democrático, empecinado en liberar a su país de prejuicios milenarios que todavía lo agobian; "En la actualidad, las mujeres de nuestro país gozan de iguales derechos que los hombres", enfatizó, pero no dijo que a los hombres cabe el derecho de repudiarlas cuando por un avatar genético, no los premian con un hijo. Peronistas y radicales del Pueblo se entusiasmaron cuando se expresó en favor de la nacionalización de todas las industrias claves. Pero, en general, los legisladores respondieron sólo a su ansiedad por conocerlo, por ver de cerca y por primera vez a un monarca en ejercicio. El día antes de la partida de la pareja imperial hacia Bariloche, impelidos por la necesidad de documentar su afán confraternizados los Cancilleres Abbas Aram y Zavala Ortiz pergeñaron el clásico programa de intercambio cultural y científico. Consta de seis artículos —que prevén el canje de libros y películas y la promoción del turismo— y es, a lo sumo, una loable aspiración de deseos.

La joya que más luce
Otra aspiración congregó durante los actos protocolares a millares de curiosos. Sus miradas convergieron sobre la figura de Farah Diba, cuyo tocado resistía la andanada de críticas femeninas y despertaba la atención de altos funcionarios.
Parada sobre la tarima alfombrada de rojo que la Cancillería preparó en el Aeroparque, la emperatriz sobresalía cinco centímetros al Cha y veinte a la esposa del Presidente Illia. Espigada, de piel aceitunada y ojos tristes, Farah Diba vestía un siete octavos de seda verde nilo, estampado con tulipanes blancos. También eran blancos los guantes, la cartera, los zapatos y el sombrero tejido, de paja.
La esposa del Cha pareció aceptar pacientemente las reglas impuestas por el juego de la diplomacia, insinuando una imagen de abnegado sufrimiento. Tras el almuerzo de la quinta presidencial, ofrecido el martes, el calendario de la emperatriz señalaba una audiencia, a las cuatro y media de la tarde, con las scout girls, en el Plaza. Una hora y media después, Farah Diba llegó al hotel donde la impaciencia de los visitantes y la mirada fastidiada del Cha hicieron ostensible la transgresión. Subió a cambiarse de ropa y regresó, vestida de rosa, con su primera 'gaffe' a cuestas: una cartera colgaba de su brazo izquierdo.
En cinco minutos, la joven emperatriz liquidó la audiencia y pudo retornar a la suite para organizar la toilette de su brillante presentación de horas después, en el teatro Colón. Sosegó a las scout girls con un par de sonrisas, con una inocente historia ("cuando era niña soñaba con vestir ese uniforme y en la adolescencia logré ser una de ustedes"), y con prometer que su hijo sería también un excelente scout.
La hora y media que Farah Diba escamoteó a sus obligaciones protocolares, y que sembró dudas en los cinco guardaespaldas del Cha ("Hace más de una hora que dejó la residencia presidencial", les había respondido una voz por teléfono), había sido ganada por dos comercios de la avenida Santa Fe: Spinetto y Rhoders. Treinta minutos en Spinetto le costaron 85 mil pesos, a cambio de un poncho de vicuña, media docena de sweaters de lana merino y un saco de gamuzón. El vendedor José Gómez, en pulcro francés, atendió los pedidos que la emperatriz le formulaba sin titubeos: "Traía una idea precisa y sabía lo que quería."
Los tres cuartos de hora siguientes sirvieron al gerente de Rhoders, Alfredo Roel, para completar el equipo que Farah Diba luciría a los pocos días en Bariloche: Roel ordenó a sus empleados descargar sobre la mesa de un discreto probador toda la gama de colores de su colección de pantalones y remeras strech. Un conjunto gris y blanco y dos pantalones (marrón uno y verde el otro) fueron marcados por Roel tras un reclamo imperial: "Je voudrais des pantalons plus étroits" (quisiera pantalones más ajustados). Al día siguiente, poco antes de mediodía, un empleado de Rhoders llevaba al Plaza todas las prendas adquiridas, para su prueba definitiva, mientras un colega de Spinetto esperaba en la administración que le fuera pagada su factura. Roel eludió detallar lo invertido por la emperatriz ("es una cuestión de ética"), pero no ocultó que le habían regalado un frasco de colonia.
Dos horas de corridas entre sus damas de honor aceleraron la toilette para la función de gala del Colón. Radiante, con la sonrisa largamente estudiada y las uñas cortas, del mismo tono rosa nacarado que el rouge de sus labios, la emperatriz bajó del Cadillac negro de la mano del Cha y atravesó displicente la alfombrada escalerilla. Un cordón humano se quebró tras el paso de la pareja real, mientras un diplomático caía de bruces sobre el piso y dos jóvenes huían sigilosamente con algunas de sus condecoraciones.
Como es de rigor, las invitaciones distribuidas por la Cancillería poblaron el Colón de embajadores, funcionarios, parlamentarios y la consabida colección de damas de la alta burguesía que el Estado reserva para las grandes veladas. Por entre el terciopelo negro de Mercedes Cullen de Centeno el crepe georgette color fresa de Malena Nelson de Blaquier y el vestido ocre de Sara Anchorena de Pereyra Iraola, se filtraban los tapados cortos de lana de las esposas e hijas de algunos concejales. La emperatriz, erguida, lenta, avanzaba desde el salón contiguo al palco presidencial, junto a su esposo. Algunas mujeres, las mejor engalanadas, inclinaban levemente sus cabezas. Otras, en cambio, se asían de la mano enguantada de Farah Diba y le revoleaban el brazo. Todas, sin distinción, clavaron su mirada en los ojos delicados de la emperatriz e iniciaron, minutos después, una comparación con su antecesora Soraya, a quien conocieron en 'Los tres rostros de una mujer'. Una vez exhibido suficientemente su crépe georgette, Malena Nelson de Blaquier se arrinconó junto a Silvina Bullrich y espetó agrios adjetivos a la concurrencia: "Son unos rantifusos", fue la frase que reprodujo el matutino El Mundo al otro día.
Una confusión de fracs con smokings deslució la recepción que la pareja presidencial brindó a los huéspedes reales en el Concejo Deliberante. Entre los pocos que acertaron con la etiqueta debe incluirse al diputado peronista Rodolfo Tecera del Franco, quien poco después sufrió el desgarramiento de la tirilla del frac. Forrado de medallas, el ex embajador Mario Amadeo caminaba cuidadosamente para evitar también un desprendimiento. El embajador Yekta, traspirando, seguía sin resolver un serio problema: la flojedad del cuello de su pechera. El menú (consomé andaluz, blanco de pavita y lomo con espárragos) fue coronado con una de las botellas de campan persa. Mientras el Cha explicaba al Presidente Illia los beneficios de su política petrolera, la emperatriz devoraba un atado de Chesterfield.

Las frases diluidas
Esforzados por traslucir la imagen de una representación democrática, los esposos imperiales prodigaron toda clase de expresiones y frases retóricas derivadas de los principios de fraternidad y libertad. Durante la conferencia de prensa celebrada el miércoles en el Plaza, el Cha aseguró enfáticamente a los cronistas que Irán respetaba ampliamente la libertad de cultos. Sin embargo, cuando PRIMERA PLANA le preguntó sobre la religión baha'í, el emperador alzó sus cejas y bajó el tono de su voz: "Es la única prohibida, porque pretendió reformar el credo musulmán, la religión oficial. Los creyentes bahá'ís son herejes."
Las frases sobre la igualdad humana se estrellaron contra el despliegue de fastuosidad monárquica que la pareja real ostentó en sus ropas. Claro que las 147 valijas que componían su bagaje no solamente encerraban los vestidos de Farah Diba, las chaquetillas del Cha y las alhajas de los dos, sino también cuarenta kilogramos de caviar, ocho de foie gras y una docena de cajones de champán persa. Dos toneladas y media de equipaje difícil de igualar.
18 de mayo de 1965
PRIMERA PLANA