Viajantes
El oficio de morir un poco
"Entonces vi que un tronco atravesaba el camino y bajé a sacarlo. Lo aparté hacia un costado y cayó al precipicio. En ese momento, mi amigo, que estaba en el coche, pegó el grito y vi que una piedra rozaba mi cabeza. Alguien me la había arrojado desde la copa de un árbol. Subí al coche y salimos zumbando., No había tiempo para desenfundar el revólver. Mientras conducía por la sinuosa ruta, a tres mil metros de altura, mi amigo me explicó que se trataba de cuatreros chilenos, muy comunes en la zona."

 

 

 

 

 

OTRAS CRÓNICAS NACIONALES

Excursiones por la ciudad - El suplicio del completo
¡Ufa con la censura!
La tercera posición ideológica
River en su hora más gloriosa
El ser o no ser en la obra de Liberti
Chunchuna Villafañe, modelo de peronista
Rubén Juárez, de canillita a cantor
El porteño, ese bicho raro
Atahualpa Yupanqui
El Túnel subfluvial

En torno de la mesa de un hotel mendocino, el relato había cautivado a media docena de comensales. Era el recuerdo de uno de los raids del viajante Vicente Fernández Abelleyra (53 años, tres hijos), de tiempos en que a bordo de un desvencijado Chevrolet debía visitar a su único cliente de Huaco, una aldea fronteriza de San Juan, con no más de cien habitantes y un solo comercio: el consabido almacén de ramos generales. Por suerte —agregó— ahora se trabaja en otras condiciones. Hay mejores caminos y los coches tienen buena suspensión. Claro que los dolores de espalda ya no me los quita nadie."
El reducido auditorio, compuesto casi exclusivamente por viajantes recién iniciados, se fue disgregando a medida que la noche se hacía día. "¿Ve? —le dijo al mozo del bar—. Este es otro síntoma de la nueva época. Los viajantes caen molidos por el sueño después de jornadas agotadoras. No se puede perder tiempo, hay que trabajar hasta el último momento para que el viaje rinda."
Desde que el general José de San Martín se topó en 1812 con el primer viajante que registra la historia del comercio argentino (el inglés Paris Robertson, que correteaba tejidos) y lo invitó a presenciar el combate de San Lorenzo desde los techos del viejo convento, la vida de los viajantes ha sufrido constantes remodelaciones, pero ninguna tan aguda como para cambiar los rasgos característicos de su personalidad. A pesar de los vaivenes, durante un mes —noviembre— los corresponsales de Primera Plana pudieron pulsar, en todo el país, su temple desarraigado pero a la vez divertido, su excelente disposición a compartir tugurios y afrontar sacrificios a pesar de sus hábitos comúnmente burgueses. Los viajantes asimilan gustosos las costumbres de la ciudad y el campo, y navegan resignadamente la superficie de un país que los atosiga de kilómetros.
Difícilmente echan raíces, y cuando forman un hogar, el precio de la estabilidad económica se mide a través de su mayor o menor fervor por reanudar la marcha y su aptitud para digerir las nostalgias. Por eso, su habitat espiritual es la tensión nerviosa: "Fuera del hogar pensamos en la familia, y cuando volvemos a casa no nos alcanza el tiempo para planear el próximo viaje", confesó otro veterano, Jorge Vizcaíno (47 años, un hijo), apoltronado en un sofá del vestíbulo de un hotel de Bahía Blanca.
Según Vizcaíno, el viajante experimenta la necesidad de andar, no ya como un mandamiento laboral, sino como simple evasión. "Con la madurez, el viaje se convierte en una droga", reveló. Todas esas tensiones, acumuladas durante horas de tren, avión o automóvil, se distienden con la llegada a destino. Un relajamiento físico, un jubileo del consciente, sucede al éxito de una buena venta, al convencimiento de su propia eficiencia. Entonces el viajante se convierte en un hombre satisfecho, aparentemente feliz, para quien, a partir de allí, la vida nocturna de la ciudad visitada, las copas y las charlas entre colegas, son algo más que una mera distracción. Son el premio a su astucia, a su propia justificación.
Algunos opinaron, sin embargo, que los deleites nocturnos constituyen una incesante —y casi siempre frustrada— búsqueda de afecto, un sustituto del amor familiar. A esas horas, la imagen de tranquilidad y complacencia que transmiten es producto de una simulación pulcramente ensayada: "En el arte de vender, uno termina vendiendo su propia personalidad. Le pasa a todo el mundo, desde chico, cuando intenta venderle a la maestra la fachada del buen alumno", explicó Alberino de Laurentis (31 años, tres hijos), residente en Rosario y viajante en la Mesopotamia.

Mercaderías, cuentos y chismes
Quienes mejor disfrutan de su jovialidad son los propios lugareños, siempre dispuestos a incorporarlos a sus reuniones. Francisco Gonzalo Muñiz (57 años), propietario del Hotel Muñiz de Bahía Blanca, estima que los viajantes son portavoces de cultura: "Animan la vida de los pueblos, crean peñas e intervienen en la intimidad cotidiana. Contribuyen a civilizar, pues aportan nuevos conocimientos y traen siempre las últimas novedades y los adelantos de la vida moderna". Su mejor tarjeta de presentación es la chapa del automóvil, que revela su procedencia.
Hoteleros y vecinos de varias aldeas del sur de Santiago del Estero coincidieron en que los viajantes arribados de Buenos Aires los contagian de dinamismo: "Son el mejor puente entre la calma chicha y el vértigo de la gran ciudad", juzgó Ernesto Cevasco, propietario de una hostería de las afueras de Ceres. Las últimas versiones políticas, los acontecimientos deportivos y la chismografía del mundo del espectáculo conforman el bagaje que los habitantes de cada villorrio les arrebatan antes de concertar sus compras. "Tan importante como el muestrario de sus mercaderías son los cuentos verdes y los chistes políticos, que descargan sobre cada mostrador apenas llegan. Su forma de vestir, casi siempre impecable, sirve también para anticiparnos los dictados de la nueva moda", reseñó Muñiz.
En las capitales provinciales y otras grandes ciudades del interior, la presencia de viajantes es cosa de todos los días. Suelen afincarse durante semanas y establecer allí sus centros de operaciones. A menudo, los hoteles confortables y la posibilidad de una permanencia matizada de frivolidades los bloquea más de lo previsto y posibilita la consolidación de núcleos sociales. En Buenos Aires, durante los intervalos entre excursión y excursión, esos mismos viajantes acostumbran agruparse, pero con otros objetivos: "Necesitamos dialogar e intercambiar informaciones. Durante muchos años, el café Alhambra, de Avenida de Mayo y Bernardo de Irigoyen, sirvió de escenario a informales convenciones de viajantes. Las interminables mesas tenían la finalidad de actualizar las cotizaciones de nuestros clientes. Al término de cada sesión, sabíamos a quién convenía dar crédito y a quién no", memoró Fernández Abelleyra.
El intercambio de datos los alerta sobre nuevos mercados, los precios de los hoteles y la apertura de centros de distracción. "Apenas llegan a una ciudad, los viajantes averiguan cuáles son los lugares de diversión. Después resulta que se pasan las noches al lado de un pocillo de café, charlando de ventas", se quejó Julio César Zanaschi, el dueño del Dixie Club, la boite más antigua de Santa Fe. A pocas cuadras del Dixie, la confitería Baviera parece tener más suerte, gracias a que les ofrecen el más ensoñador de los atractivos: un buen whisky.

El negocio paralelo
Lo cierto es que, a la sombra de los viajantes, miríadas de comerciantes de todo el país han abierto mansos refugios para su melancolía, y perfeccionado un rosario de señuelos; el más rendidor sigue llamándose strip tease. Alfredo Cendoya cambió su oficio de taxista por el de regente de dos boites, las más sofisticadas de Bahía Blanca, ni bien husmeó que una marejada cada vez más nutrida de viajantes habían transformado a la ciudad en sede de sus raids patagónicos. Entre confundido y desilusionado, Cendoya no tardó en descubrir que les viajantes se sentían más atraídos por las grabaciones de Troilo y Edmundo Rivero que por las catorce coperas, disciplinadamente alineadas junto al mostrador de Moulin Rouge. "Se la pasan protestando por los precios", dijo, mordiendo su cigarro.
Queja similar deslizó Elsa Iglesias, la dueña de Bohemia: "Son unos amarretes que quieren divertirse sin gastar". De nada valió que la Iglesias prodigara ríspidos números de strip y dotara a su habitáculo de un aire distinguido; tampoco incrementó su clientela rodeándose de las chicas más abundosas y oxigenadas de la noche. Los viajantes anclados en Bahía Blanca siguen prefiriendo la diversión menos indigesta que les proporcionan las cantinas Tulio, Zingarella y Miguelito, cuya decoración ha sido calcada de la Boca.
En Córdoba, más que las revistas picarescas del teatro El Príncipe y los shows de El Dorado y El Ciervo, una fecha —la del 1º de octubre, Día del Viajante— propone los mayores desbordes y congrega a los trashumantes de todo el país. "Conviene estar allí, pasa de todo", centelleó Luis Alberto Caminos, un habitué de esas fiestas. Por confidencias pudo saberse que la última, hace dos meses, fue el colmo de la confraternidad: tras abundantes libaciones en un restaurante céntrico, dos representantes de embotelladoras de bebidas gaseosas, que durante el año habían librado insidiosas batallas competitivas, amanecieron durmiendo juntos sobre el césped de la plaza España. Recién en Buenos Aires advirtieron que, sin querer, habían intercambiado sus portafolios.
Después de la primera noche, en Trelew, los viajantes renuncian a los placeres que les promete el Fiesta Club, el único cabaret de la ciudad, en donde vanamente tratan de saciar su añoranza. "Cuando usted vea en una mesa un pollito mojado, sumido vaya uno a saber en qué meditaciones y de mal humor, no lo dude, se trata de un viajante." A partir de la segunda noche encaminarán sus pasos hacia los bailes familiares de la confitería King's. Itinerario semejante al que cumplen en Comodoro Rivadavia, desde que la anulación de los contratos petroleros acarreó la decadencia de una decena de night-clubs y empujó a los viajantes a la confitería Gran Hotel. "Se la pasan hablando de política —observó un mozo—. Nadie sabe si por vocación o porque la política decidió la clausura de la mayoría de las boites."
En San Miguel de Tucumán, las tres boites que eran el paradero obligado de los viajantes (Lido, Baby Doll y Tabarís), en donde se concertaban buena parte de los negocios del noroeste argentino, se debaten en sensible declinación desde que fue habilitado el Casino: "Pero los viajantes no son buenos apostadores —declaró el croupier Héctor Alonso, hace quince días—; se juntan cinco o seis, ponen 500 pesos cada uno y hacen una vaca. A veces consiguen acaparar una mesa, se ríen como locos y se van satisfechos cuando, al cabo de un par de horas, descubren que todavía tienen los 500 pesos".
La inclinación festiva de los viajantes no brota solamente a orillas de una mesa de juego, junto al estaño de un bar o la mesa de un cabaret. "Cualquier momento es bueno para gastar una broma —explicó Roberto Araujo, representante de cosméticos, de paso por el Hotel Savoy, en Rosario—. Si llueve o hace mucho calor, o si la ciudad es un opio, nos quedamos en el hotel. Es allí donde, generalmente, nos divertimos más."

Los placeres adolescentes
Primera Plana cosechó infinidad de relatos sobre bromas, juegos y trastadas, que en conjunto descorrieron el velo de una intimidad común a todos los viajantes: su retorno a la adolescencia. El chisporroteo es interminable, pero algunas de esas bengalas de ingenua perversidad no terminan de marchitarse. "Hace algunos años, en Salta —recordó Araujo-—, esperamos a que un compañero, aterrorizado por la idea de la muerte, se fuera a dormir. Cuando cayó vencido por el sueño, lo pusimos boca arriba, le cruzamos las manos sobre el pecho y encendimos cuatro velas a los costados de la cama. Nuestros rezos lo despertaron. Salió desnudo al pasillo del hotel, gritando y pegando saltos."
También en Salta fue donde los viajantes invadieron, hace una década, un siniestro lupanar administrado por una mujer gordísima, teñida, que atendía a sus clientes envuelta en una sombra casi impenetrable: "Munidos de linternas, descubrimos lo feas que eran las chicas".
El letargo que baña las tardes provincianas suele quebrarse intempestivamente cuando una ristra de petardos estalla en la somnolienta mansedumbre de los hoteles frecuentados por viajantes. Es una broma clásica, no tan insólita como la que perpetraron, hace algunos meses, en el Hotel Internacional de Corzuela, un pueblo chaqueño: subieron un potrillo por la escalera y lo introdujeron en el baño de un compañero, mientras se estaba duchando. Viajante y animal permanecieron encerrados en el cuarto hasta que el conserje del hotel juzgó que la broma era excesiva. "Pero no siempre se encuentran conserjes tan dispuestos"; a menudo rechazan las propinas que les dan acceso a trapisondas por el estilo, y hasta se hartan de tanto batifondo. "Excepcionalmente deciden expulsarnos —intuye Araujo— porque, al fin de cuentas, somos sus mejores clientes."
Un grupo de viajantes reunidos en asamblea, en el Club de Regatas de Mendoza, bocetaron a Primera Plana las razones que los impulsan a rodear sus giras de raras expectativas: de otro modo, abroquelados por el tedio y la rutina, "por esos pensamientos que rondan y rondan", sus ventas se reducirían a límites todavía inferiores a los impuestos por la retracción y el alza de los costos. "Por supuesto —coincidieron—, la aventura de internarse en una provincia acarrea, siempre, imprevistas revelaciones." Si son —o no— agradables, es un detalle aleatorio. Una de esas sorpresas obligó a dos viajantes, dieciséis años atrás, a retomar sus pasos cuando estaban a punto de llegar a Malargüe, un poblado del sur mendocino, apenas se enteraron que media población acababa de morir, víctima de la viruela negra. Cuando regresaron, al año siguiente, para vender géneros a los únicos comerciantes del lugar (Bugarín y Fernández, ramos generales) descubrieron que el villorrio carecía de agua: "Jamás olvidaré la sensación que me produjo darle la mano a uno de mis clientes. Se disculpó diciendo que hacía seis meses que no se lavaba".
Son esas licencias a la impostada severidad que resuman frente al cliente, los estímulos que más excitan al viajante, o por lo menos los que enjugan esa inevitable ansiedad por tranquilizar sus maletas y emprender una vida sedentaria. "No podría, no podría, ahora es demasiado tarde", se lo oía rezongar al septuagenario Miguel Ángel de las Mercedes Chicahuala, nieto de un cacique tehuelche, que durante medio siglo correteó productos medicinales. Cargado de anécdotas, más divertido que ninguno, Chicahuala compartía interminables sesiones de mate con sus colegas, en Trelew o Río Gallegos, en tanto mascullaba que "mucho mejor que todos estos mejunjes son los yuyos que preparaba mi abuela".

Los riesgos verdaderos
La fama de tacaños que se ganaron los viajantes tiene su explicación: "Para que el viaje produzca dividendos hay que medir los gastos al centavo. El mantenimiento del automóvil (lavado, engrase, ajustes, patente, seguro, desvalorización) representan unos 15 pesos por kilómetro recorrido. Y los gastos de hospedaje y comida se calculan en mil diarios", explicó Vicente Bartomioli, secretario de la Asociación de Viajantes del Sur, con asiento en Bahía Blanca. Para los viajantes libres, de las dos categorías en que está dividida la profesión, "recuperar ese dinero exige vender mucho, ahorrando tiempo y dinero". Los otros, los exclusivos, representantes de una firma determinada, deben presentar su liquidación de gastos al cabo de cada excursión. El monto de tales erogaciones sirve para valorar las dotes del buen vendedor tanto como el volumen de operaciones concertadas.
Sometidos a esa cautela, los viajantes obedecen a una rígida estrategia, que va de los continuos balances al aprovechamiento exhaustivo de sus horas. Los domingos representan, para ellos, días de claustro: "Salvo una sorpresiva invitación a un asado, aprovechamos para ordenar el papelerío —reseñó Carlos Santiago (33 años, dos hijos), representante en la Patagonia de cuatro firmas de Buenos Aires—. Clasificamos las notas de venta y preparamos la correspondencia, para despachar al día siguiente, a primera hora. Hacer los deberes nos insume el día entero". Los cabildeos que anteceden a la concreción de una venta importante llegan a extenuar a más de un bisoño y a decidir la mudanza de hotel (a otro de menor precio) a los baqueanos dispuestos a no soltar presa. Esas mudanzas —precipitadas por razones económicas— permiten a los viajantes elaborar una agenda de sitios recomendables, y a protestar, sin destino, por la escasez de hoteles más o menos acogedores. "Francamente, no hay dónde alojarse. En pueblos y ciudades de segundo orden, los hoteles son insufribles, sucios y desvencijados", tremoló Oscar Ricardo Ulla (39 años,
tres hijos), representante de Odol y Alba en Santa Fe. "Una vez se inundó mi habitación y vi flotar todo, desde los zapatos hasta la mesita de luz", bromea. "Lo peor —reconoce Mateo Zamapatti, propietario del Residencial Corrientes, el hotel más frecuentado por los viajantes que pasan por Santa Fe— es que los colegas creen normal meter cinco camas en una sola habitación sin baño." En Bahía Blanca, los hoteles Muñiz y Austral reúnen las condiciones de confort exigidas y son los más visitados por viajantes. Lo mismo sucede con los mendocinos Palace, Cervantes y Continental. En Rosario, el aumento de las tarifas desplazó hacia los residenciales Viena e Italia a los parroquianos del Gran Hotel Central. En la capital de San Luis, los viajantes se congregan en el España, y en Córdoba se reparten entre el Bristol, Ritz y Viña de Italia.
En la habitación del Hotel Touring Club, de Trelew, Carlos Santiago desplegó, el mes pasado, un nuevo reguero de protestas, tal vez las que mejor fundamentan esta pátina de aventureros que lucen los viajantes. "Caen cuatro gotas y los caminos se vuelven intransitables. Cumplir con nuestros compromisos nos obliga a viajar en avión, y así, créame, es difícil hacerse millonario." Las rutas se abren, generalmente, a una desolación que contribuye a forjar su espíritu, a martillarlo hasta que se vuelva duro o hasta que se resquebraje sin remedio. Sólo entonces es posible descubrir que Willy Loman no es, apenas, un personaje ideado por Arthur Miller para su tragedia 'La muerte de un viajante'; que es, sobre todo, el prototipo del hombre acosado por furias que no conseguirá despistar ahogándose en un cabaret o regresando a la infancia.
El camino desolado se vuelve, de pronto, el símbolo del miedo al fracaso, o simplemente, a lo que vendrá. Es muy posible, que la más frecuente de las angustias contemporáneas se haya plasmado, hace algunos meses, en el rostro del viajante que, camino de El Tostado, en Santa Fe, fue obligado por una patota a detener su automóvil. Lo mataron para robárselo.
14 de diciembre de 1965
PRIMERA PLANA

Vamos al revistero